Gobierno de la ciudad de Buenos Aires
Hospital Neuropsiquiátrico
"Dr. José Tiburcio Borda"
Laboratorio de Investigaciones Electroneurobiológicas
y
Revista
Electroneurobiología
ISSN: 0328-0446
Memorias de un psiquíatra
por
Santiago Héctor Valdés
ex-Viceministro
de Salud de la Nación, médico psiquiatra, psicólogo
Contacto / correspondence:
Postmaster[-at]neurobiol.cyt.edu.ar
Electroneurobiología 2006; 14
(2), pp. 79-195; URL <http://electroneubio.secyt.gov.ar/index2.htm>
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PRÓLOGO
Viví varios años –
durante la etapa de practicante, inclusive ya siendo médico – en los Hospitales
neuropsiquiátricos de Hombres (Hospicio de las Mercedes, hoy José T. Borda) y
en el de Mujeres (Hospital de Alienadas, hoy Braulio Moyano); luego fui médico
del Instituto de Psicopatología Aplicada (o de Neurosis, hoy Centro de Salud
Mental Arturo Ameghino) creado por Ramón Carrillo para dolencias psicológicas
no enajenantes ni atribuibles a factores orgánicos; y me desempeñé como Jefe
del Servicio de Neuropsiquiatría del Hospital Aeronáutico Central otros cuantos
años.
De esos distintos lugares surge este
puñado de anécdotas, que son historia viva. Distintos momentos que fueron
vividos intensamente y que hoy al recordarlos me traen una mezcla de nostalgia
y angustia.
Angustia y nostalgia traducen estados
anímicos que, si bien pueden ser semejantes, no son iguales. Divergen en lo
referente a sus causas generadoras y a sus notas peculiares. La angustia la pone
todo aquello que hubiéramos querido distinto. En cambio, el signo
característico de la nostalgia es afirmativo, en el sentido de que la nostalgia
responde a una visión de cosas o hechos precedentes más adecuada a los ideales
y sentimientos de una persona, que por lo tanto genera apego a la realidad
anteriormente vivida.
La alteración interna o externa (esto es,
bien psicogénica o bien exógena, y esta última corporal o social), cualquier modificación
o brusca innovación que desequilibre
sobre esa dimensión, realidad-disconformismo, la posición vincular del sujeto
hacia sus objetos internos, produce el cuadro nostálgico, que puede ser individual
o compartido ("colectivo") pero siempre se refiere a la pretensión
del retorno de un mundo mental anterior, jamás desprovisto de tocantes
caracteres emocionales.
Milita en todos los casos la imagen de un
pasado mejor y más acorde con un mundo estimado feliz, relacionado como dije
con cosas o hechos, personas o ideales con vigencia objetiva en cierto pasado,
vivido de modo tal que su remembranza denota inevitablemente una felicidad
perdida.
Muchos me han dicho que sueñan con algún
renacer de cosas pasadas. Otros analizan las derivaciones prácticas de esta
habitual motivación, que en muchas ocasiones obra como elemento cultural o histórico.
Otros la usan: fábricas de mitos, ficcionalizan respuestas para esa motivación
y las venden muy bien, tanto al gran público como, inclusive, a numerosos
intelectuales y científicos; caso interesante es el de los trabajos de
desinformación académica que, refiriéndose a la física de la relatividad,
aseguran que los tiempos pasados perduran y hasta los futuros nos esperan desde
siempre, invitándonos a distraernos (¡ah, ese afán de mantenernos distraídos
…!) en considerar con empeño un viajecito hacia otros tiempos.
Sin embargo, cuando buscamos ilustrarnos
observando los factores de tiempo y de historia y del continuo acaecer humano,
vemos que la estructura causal del tiempo veda su mímesis y prohíbe su manipulación.
Todo intervalo es inabolible, la "creación social de realidad" no
puede generar directamente nada más ni nada menos que actitudes. Así, la
reinterpretación narrativa, aun en nuestra Ultrahistoria, aporta sólo lecturas
alternativas, sin substituir a la causalidad eficaz que forja el tiempo: volver
es imposible, cada ocasión es única, lo pasado es irreversible.
Esto no sólo suscita nostalgia y
angustia. Al reavivar aquí una vez más ese puñado de anécdotas, tan intensamente
vividas cuanto vívidas son sus remembranzas, también veo que no fueron, al fin,
sueños inlogrados: que vivimos realidad, una realidad existencial, capaz de
llenarse de optimismo, de alegría y de fe.
Quiero, homenaje modestísimo, recordar
aquí a mis maestros y compañeros – y resaltar que a pesar de las dificultades
materiales lucharon y algunos aun lo siguen haciendo (pienso, entre los hoy
mayores, en los inseparables amigos Diego Luis Outes, que aún está escribiendo
neurociencia en Salta, y Arturo Carrillo, fallecido hace un año no sin
reivindicar con un hermoso libro la memoria de su hermano Ramón) para dar al
enfermo mental mayor comodidad, mejor medicina y más calor humano.
Muchos ya han fallecido, algunos
cumpliendo la sagrada misión profesional, mártires de la psiquiatría que
padecieron muerte violenta a manos de pacientes excitados, como los Dres. López
Lecube, Cisterna y Sarruf. Esa contingencia, el martirio, entraba en nuestro
concepción de posibilidades. Nos hicimos en la escuela de que nuestra función
de médico-psiquiatra era sagrada. En esos centros antes mencionados, todos sin
excepción debíamos pensar lo que nos dice la deontología médica: que un médico
sin ciencia no puede tener éxito. Que sin sacrificio, no tendrá éxito. Y que
sin honestidad, aunque tenga éxito, no puede ser feliz.
Y que el médico, sobre todo el
psiquiatra, cuando ya no cura siempre consuela.
Dedico estas sencillas páginas a los
maestros Christofredo Jakob, José Tiburcio Borda, Ramón Carrillo, Braulio
Moyano, Ramón Melgar, Carlos Voss, Edgardo Del Valle, Antonio Nachón Ramírez,
Gonzalo Bosch, Julio Pelufo, Alfredo Walker, David Boitano, Celes Cárcamo, Vicente
Dante Armando, Ricardo Erro, Juan C. de Arizábalo, Luis Martínez Dalke, Alberto
Bonhour, Juan C. Betta; a sus aciertos y errores y a su indiscutible honestidad
y sentido de misión.
A mis compañeros Adorni, Acuña, Acusse
Ruiz, Ambrona, Almada, Ballester, Barrionuevo, Borlenghi, Biganzoli, Boshart,
Borel, Canosa, Caracotche, Cabral, Castaño Battan, Carafí, Cabrera, Carregal,
Cetrángolo, Celle, Demaría, Estrada, Fierri, Fariña, Goncalvez Borrega, Ibarra,
López de Gomara, López Pasquali, López Astrada, Lagoa, Larrabure, Laphitz,
Márquez, Martini, E. Martínez, P. Martínez, Milito, Mena, Mendizábal, Mirٕó,
Muro, Ruiz, Rodríguez, Riera, Ragone, Repeto, Rozada, Outes, Orlando, Ochiuzzi,
Pesino, Saubidet, Spallina, Sisto, Schiano, Salvatierra, Scapino, Smolovitz,
Sosa, Santos, Soler, Timbaldi, Vázquez Villa, Vacaro, Vera, Vainer, Yaya, Zapico … Para
todos ellos, estas líneas que guardan un sentimiento muy profundo de amistad y
camaradería.
Y a mis pacientes, que con muchísima
frecuencia me han incentivado en la investigación, en la búsqueda de datos y de
recursos materiales y espirituales. A ellos todo mi afecto.
El autor, marzo de 2006
ÍNDICE
Prólogo
Introducción: Ayer,
hoy y mañana:
el
enfermo mental ante la devastación del lazo social,
por Santiago Héctor Valdés y Mario Crocco
Capítulos
El
alucinado
Maníaco-depresivo
Silencio
Tinieblas
El filósofo
Bloqueo
El drama de Garrick
Otra curación inexplicada
El amor en el enfermo mental
Eitel Colique Nuñez
Nicolás Pifano
Historias cortas
Conversión
Fijación
La Madona de las siete lunas
El día que internamos la sana
Tuercas y cocodrilo
Mordiscón
Croquetas y milanesas
Rara forma de conocer
Hipocondríaco
Obseso colega
Ameghino
Cangrejo
Estallido
Cartas
de: Despedida
de: Automarginado
de: Inadaptado
La terapéutica de los colores en los enfermos nerviosos
Mi plegaria final
Introducción:
AYER, HOY Y MAÑANA:
EL ENFERMO MENTAL ANTE LA DEVASTACIÓN DEL
LAZO SOCIAL
por Santiago Héctor Valdés y Mario Crocco
Publicado
también separadamente (Electroneurobiología 14 (2), pp.
82-97, 2006).
1. Afuera de las
instituciones
Como casi todas las
cosas, el concepto de enfermedad mental fue variando en el tiempo. Hoy a la
mayoría de los enfermos mentales no se los quiere llamar enfermos, marginándolos así del magro amparo ("cobertura
social") que nuestra fragmentada sociedad tal vez aún podría darles.
Dedicaremos a este silenciado silenciamiento las secciones finales de la
presente Introducción. Las próximas secciones procederán a bocetar, en ceñido racconto, cómo el concepto de enfermedad
mental, y en particular el de los psicóticos con compromiso orgánico (organicidad)
fue llegando hasta allí.
En el principio no
existían manicomios. Los primitivos creían que los factores sobrenaturales al actuar
sobre el individuo le producían los trastornos mentales. De allí que los
trataran de curar por medio de la magia, mediante cantos, danzas, plegarias, imprecaciones.
Diversos intentos de explicación se han encontrado en los escritos dejados por
Hipócrates, Galeno, Celso y otros.
Pero estas narrativas
no resultaron convincentes. En el período llamado renacentista de lo que ha
llegado a ser nuestra cultura, y hasta bien entrada la Modernidad en muchos lugares,
se los miraba como hechiceros, se los perseguía, torturaba o hasta se los
enviaba a la hoguera. Al enfermo mental en ese período lo consideraban endiablado
o enviado del Diablo.
2. Accediendo a la
institucionalización
Tan horrible suerte
atrajo la caritativa reacción de algunos que, aun sin controvertir que el desamparo
proveniese de la misma inhabitación demoníaca, sintieron la necesidad de reducírselo.
De pura compasión, pues, comenzaron en la misma época a fundar en Occidente los
hospitales para alienados. La cultura árabe los tenía desde antes. Pero recién
desde el siglo XVII comenzamos a considerarlos enfermos.
No obstante, aun
entonces se los tenía por incurables: no se advertía la existencia ni se imaginaba
la posibilidad de elaborar alguna praxis específica – ni médica, ni mucho menos
comunitaria o capaz de eludir el asistencialismo – eficaz para prevenir la locura, o para rehabilitar a todos o
parte de tales dolientes. Tenidos por enfermos pero considerados incurables,
estimóse lógicamente que todo loco, que por variados motivos no
pudiera ser dejado en la calle, habría de terminar sus días en asilos o prisiones.
Nótese al pasar esta
vieja asociación entre criminología y psiquiatría. Algunos enfáticamente quisieron
olvidarla durante los cuarenta años transcurridos entre el comienzo efectivo de
la desmanicomialización, en los años de 1960, y del inicio del agotamiento de
los combustibles fósiles baratos y consecuente globalización de los intereses,
cerca de 2000, que hoy nos desafía con no pocos signos de decadencia. Con ese
olvido se procuraba separar en modo tajante al enfermo neuropsiquiátrico de los
desmanes y delitos ocasionados por su condición, alegándose que en estos mayoritariamente
entendían alienistas e higienistas. Estos dos grupos eran presentados como de
profesionales organicistas (esto es,
que veían al alma o psiquismo como una secreción del órgano cerebral, secreción
capaz sólo de reaccionar a estímulos exógenos o pulsiones endógenas e incapaz
de imponer en el ambiente nada realmente nuevo), insensibles que estimaban superflua
toda intervención psicoterapéutica, innecesariamente autoritarios,
deshumanizados y tan dogmáticos cuanto incompetentes. El olvido de los temas de
su incumbencia era un modo eficaz de ponerlos fuera de juego.
3. El panorama
intrainstitucional
Ahora, en infortunada
pendulación, con el reciente incremento del desamparo comunitario, la violencia
social y el consecuente auge de los enfermos internados llamados "sociópatas",
la asistencia intrainstitucional a buena parte de los psicóticos con cuadros
neuropsiquiátricos (es decir, detectable organicidad) ha vuelto a requerir
consideración criminológica – apenas despojada entre nosotros del añejo énfasis
de la Liga de Higiene en la herencia
genética, énfasis que reflorece en otras latitudes. La nueva consideración
criminológica se hizo forzosa ante la capacidad, de estos psicóticos con
organicidad, de asociarse dentro del hospicio para procurarse escape vicario
(estupefacientes) y recursos como poder interno y dinero. La asociabilidad en
los pacientes clásicos era mucho más reducida.
En este momento, en
cambio, la asociabilidad creció tanto que se hace prioridad cohartar la formación
intrainstitucional de bandas delictivas que conspirarían contra la asistencia,
asumiendo el efectivo control del hospital si se lo permitiera. Aunque es claro
que no corresponde imputarles culpa ni punirlos con castigos, nuestro problema
actual (escribimos en marzo de 2006) es que no podemos seguir idealizando a los
enfermos mentales internados como personas tocadas por el genio y separar la
actual población de pacientes neuropsiquiátricos de las inconductas y delitos
aparejados a su condición clínica. Ya volveremos al tema y comentaremos por qué
el caso difiere de la situación de los no internados, o sea de los psicóticos
neuropsiquiátricos con domicilio en
la calle; volvamos ahora al racconto.
4. Primeras
complicaciones en la institucionalización
Fue así como, mientras
se los tenía por incurables, los enfermos mentales tanto con cuadros neuropsiquiátricos
cuanto sin organicidad detectable (pacientes psicológicos, englobados como
neuróticos) siguieron sin ningún tratamiento y sufriendo trato inhumano. Pero
se los solía internar. Quedaban
en manos de los encargados de dichos asilos o prisiones, quienes en forma despiadada
solían castigarlos, llegando a matarlos por el maltrato. Además les exigían
trabajar, no rehabilitatoria o educativamente sino para explotarlos en
distintas formas. También se los presentaba en circos o teatros, cobrándose el
espectáculo de exhibir su locura. Y si lograban permanecer en el ámbito
familiar se los encerraba por vergüenza, hasta que la vejez o la parálisis
neutralizaban los
riesgos atribuídos a la enfermedad, quedando recién libres.
Vemos como el enfermo
neuropsiquiátrico, y también el paciente mental en general, ha pasado por
períodos donde primero fue "enviado de Dios", luego "enviado del
Diablo". Se lo ha maltratado, exhibido, explotado, encarcelado; pero en
general siempre se consideraba su enfermedad vergonzante: humillante. El mito
urbano de su genialidad o hipersensibilidad artístico- intuitiva, descendiente
de aquel asombro original en los primitivos que creían a los locos sobrenaturalmente tocados, sólo
era falaz fantasía compensatoria.
Los encerraban tras
muros de hospicio. Ahí por
muchos años subsistió la represión y el ocultamiento de ese
"inservible", que a no pocos producía escozor por el solo hecho de
verlo. Quienes los internaban los "tapaban" tras los muros. Tras
haberlos recluído, un dulce efecto amnésico sobrevenía a los internantes: se
sentían aliviados y protegidos habiéndose sacado de encima la horrífica carga.
Debemos decir que esa actitud o "razonamiento" era normal en todos los
niveles sociales. ¡Si la conoceremos terapeutas y pacientes!
En el siglo XVIII
apareció la escuela francesa con Pinel, a quien llamaron "el libertador de
los locos". Modernizó métodos y tratamientos: el movimiento que impulsó
produjo una reforma hospitalaria con la que prácticamente comenzó a ser
fructífero el contacto interpersonal entre médico y enfermo mental. Se llegó
así a observar que algunos reaccionaban tan pero tan bien que resultaba tolerable
enviarlos a la sociedad exterior. Su "curabilidad", antes
inconcebible, apareció en el horizonte de posibilidades y empezó a exigir
consideración. Fomentó sondeársela por ensayo y error.
5. La cura y los
factores contextuales en la institucionalización
A medida que así se
iban sacando empíricamente en limpio algunas conclusiones validables cuyas
materias podríamos clasificar como médicas y como sociológicas, la reforma institucional
y su reconformación del campo neuropsiquiátrico progresó en torno a una pregunta fundamental, siempre
muy clara en cada contexto histórico: ¿cómo factibilizar la cura en cada etapa
de desarrollo de los medios técnicos? Por ejemplo: ¿cuánto uso parásito
(interés político o sectorial de fachada) es inevitable y debe tolerarse en
salud mental en cada tipo de sociedad? O sea, ¿cuán en serio tomar la
"nueva" posibilidad de la cura y cuanto como mero medio exclusivo de
vida y pura justificación social de algunos sectores profesionales autorreproducibles?
¿Cuánto es legítimo ensayo terapéutico?
¿Cuánto uso "terapéutico" indiscriminado de cocaína (Freud joven), de
haloperidol, de Prozac, de Ritalina, de inconsciente estructurado
como un lenguaje pueden ensayarse inocuamente en modo continuo e ilimitado?
¿Cuánta ficción tolerar amablemente – "no te metas con …" tal o cual
sector – dejándola pasar por inofensiva? ¿Cuánta ingerencia, cuanto suministro
de interpretaciones interesadas tolerarle a los diversos sectores sociales en
el marco interpretativo? ¿Cuánta iatrogenia (daño evitable causado por
psiquiatras, psicólogos y otros profesionales
de la cura) es irreducible?
Mucho se ha avanzado
hasta hoy, a pesar que hace apenas unos años existía la idea de que los
hospitales psiquiátricos eran depósitos de enfermos incurables y reducideros
humanos, como en otro tiempo lo veíamos a diario y bien lo destacaba, entre muchísimos
colegas sensibles al dolor que nos rodeaba, Ramón Carrillo, maestro y amigo de
uno de quienes borronean estas líneas. Carrillo veía muy bien que crear anexos
para enfermos mentales en los hospitales comunes sería más barato para el Estado
y por el mismo costo permitiría aumentar el número de camas de internación,
logrando la desaparición de los hospicios-reducideros y asilos-depósito. Pero
aunque varió el sistema, los seres humanos aún no variaron y la idea, impráctica
desde el principio, con el cambio social se manifestó del todo contraproducente.
Una cosa es atender ambulatoriamente al paciente psiquiátrico,
no pocos de ellos neuróticos, y muy otra crear servicios de internación neuropsiquiátrica
"periféricos integrados", vale decir, que atiendan psicóticos y estén
al mismo tiempo afuera y adentro del hospital general a la vez que conectados
con el resto de la comunidad. Esta, pese a una atracción inicial bastante
corriente, atracción ("Má, ¡quiero
ir a ver un loco de verdad!") que sostuvo la mencionada presentación
de la locura como espectáculo, mayoritariamente se cansa pronto de interesarse
en los insanos. El descuido crece cuanto más las comunidades son motorizadas
por el egotismo y la ceguera a los motivos últimos para respetar al prójimo.
Hay un estudio muy serio e interesante, realizado hace casi cuatro décadas
por la licenciada Mármora en el servicio 23 del Hospital Borda cuando su jefe
era el Dr. López de Gomara, estudio
que llegó a conclusiones aún válidas: que estos enfermos fueron y siguen siendo
marginados por la sociedad y que la misma familia del internado lo abandona.
Nadie los soporta por mucho tiempo.
6. Reformando la
institucionalización
Cierto, a los
hospitales generales no se los puede enviar. En ninguna Sala común se
tolerarían pacientes proclives, por ejemplo, a hacer sus necesidades, limpiarse
con el pantalón y embutirlo a presión en el inodoro, si es posible con el palo
de una escoba, por "delicadeza": porque el pantalón ahora está sucio, para que no se vea. (Entre
muchas adaptaciones especiales impuestas ya en el siglo XIX, en nuestros
hospicios el caño de salida de los antiguos retretes o de los actuales inodoros
tiene cuatro veces más superficie de sección que en hospitales generales. Otro
ejemplo, todas las sillas deberían ser lo suficientemente pesadas para evitar
que adquieran gran velocidad si las emplean como cachiporra). Ni la
infraestructura edilicia de los hospitales no psiquiátricos ni los demás
pacientes, ni el personal o los familiares que como acompañantes asisten a esos
hospitales, están preparados para sobrellevar, junto a los enfermos
psiquiátricamente sanos, siquiera un uno o un dos por ciento de insanos reales.
Dícese entonces, confundiendo por error o por malicia la atención de psicóticos
con la atención de neuróticos (en quienes la sola intervención psicoterapéutica
tiene alguna eficacia, pero cuya praxis no sin frecuencia quiere utilizarse
como "filtro para depurar la sociedad de elementos perniciosos" de
variado signo en los que pretextar organicidad es menos fácil), que los
servicios de internación neuropsiquiátrica debieran estar "afuera"
pero cerca y traerse los pacientes combinados a otras Salas cuando necesiten
otras atenciones clínicas, no psiquiátricas. Traerlos, si es posible, perfumados
e inconscientes.
Pero esto último,
además de absurdo, es monstruoso: el hilo se corta por lo más delgado e imponer
tales traslados en la práctica equivale a postergar de continuo la atención
clínica más allá de su debida oportunidad. Son mayoría los psicóticos que conjuntamente
necesitan terapias no psiquiátricas, tanto neurológicas (por su organicidad o
por cuadros agregados, por ejemplo sindromes neurológicos vegetativos o
periféricos) cuanto de cualquiera otra clínica: desde una gripe hasta una peritonitis
o una dolencia cardíaca. La disponibilidad debe ser incesante y el remedio
pronto, no dependiente de ningún traslado físico ni transferencia de
responsabilidad. ¿Vamos a retacearles o negarles esas terapias no psiquiátricas
aunque tales enfermos no tengan la culpa de que en nuestra sociedad de
hedonismo global muchos de ellos resulten tan difíciles de soportar? Algunos
las requieren sólo cada tanto, pero entre crónicos son mayoría los pacientes
combinados que necesitan continuamente clínica médica de diversos tipos no
psiquiátricos y tendrían que estar con los enfermos comunes … o fingirían necesitarlo
para que los lleven.
Además, ¿cuán cerca de
los "enfermos que no están locos" debe estar el servicio de
internación psiquiátrica "periférico integrado"? Pregúntesele a los vecinos,
gente común que se domicilia cerca de los manicomios a la cual los planificadores
suelen creer superfluo escuchar; a los rematadores o martilleros, que conocen
el valor de venta de sus inmuebles; a los pequeños comerciantes del barrio, a
sus reducidores (compradores) del
producto de escamoteos y raterías, a la policía de la zona que con harta frecuencia
"devuelve" al manicomio internos tras sus incursiones extramuros,
autorizadas e inconsentidas. No es cuestión menuda optimizar valores en la
dimensión conexión-aislamiento con adecuada precisión y es en esta dimensión
donde falló, y como enseguida veremos aun más fallaría en nuestros tiempos, la
noción misma de servicio de internación neuropsiquiátrica "periférico
integrado" en hospitales generales. Para intentar retenerla, sí, aun
podríamos aislarlo de más, precautoriamente; pero ¿queremos que el servicio de
internación neuropsiquiátrica "afuera y adentro" del hospital general
y a su vez conectado con el resto de la comunidad sea una cárcel? Atención:
construir y mantener cárceles dentro de los hospitales generales será gran
negocio, pero presentarlo con hipocresía pareciera uno aun mejor...
7. Deconstruyendo
algunas reformas a la institucionalización
Ahora un alto porcentaje
de los enfermos mentales son los ya mencionados "sociópatas" y ello
no sólo atañe a los neuróticos, que pueden beneficiarse con psicoterapias
solas: también ocurre entre los psicóticos, con organicidad manifiesta o recóndita.
Estos "sociópatas" con organicidad suelen ser víctimas de
toxicomanías inducidas por el proyecto de vida promovido desde los medios de
control social y formación de opinión. En las instituciones que los hospedan
los sociópatas suelen desarrollar subculturas contestatarias, asociándose entre
sí con fines ilícitos (por ejemplo, robar y vender cables y metales de cuanta
instalación o equipo hospitalario esté accesible, para procurarse estupefacientes;
o romper incesantemente vidrios o muebles para marcar territorio o reclamar
atención) o de coerción (bandas dominantes que intimidan o atraen empleados o
enfermeros; alojamiento pago de malvivientes sanos buscados por la policía, tal
como en cierto hospicio hubo de tolerarse largamente a Cancio Martínez, perseguido
lugarteniente del célebre bandolero Laginestra; hábil dispersión de informaciones
falsas, intramuros y hasta en los medios, con propósito de oponer entre sí a
los profesionales y directivos, por el placer de dominarlos y para generar sus
frecuentes cambios ampliando así los espacios de maniobra de dichas bandas),
mientras el enfermo mental clásico típicamente no lo hacía. En las familias, a
su vez, los sociópatas con organicidad a menudo resultan insoportables y
costosos en demasía, además de ser riesgosos. Piénsese que estos insanos, libres
de toda responsabilidad ocupacional, disponen de sus jornadas completas para ocuparse
de semejantes propósitos, inimaginables en el solitario orate clásico sumido en
privado delirio.
Al aumento de estas
variedades de pacientes se suman los cuadros clásicos, tanto amables como
agresivos, solitarios o bien socializados pero con requerimientos especiales.
Por ejemplo, las previsiones especiales para dementizados, piromaníacos,
epilépticos, contagiosos...
Por todo ello la muy
debatida noción, de servicio de internación neuropsiquiátrica "periférico
integrado" en los hospitales generales, en la práctica no prosperó y la
unidad manicomial especializada de capacidad policlínica sigue siendo
indispensable, sobre todo para los casos, tan frecuentes, que demandan terapias
combinadas. Son y siempre fueron mayoría los agentes de salud mental sensibles
al dolor ajeno cuya alta creatividad se aplica en la escala inmediata, vale
decir la del trato interpersonal con el paciente concreto o los grupos pequeños,
porque en la escala institucional mayor la "creatividad" suele
responder al mercado, no al paciente. Llámesele como quiera, el manicomio es
elemento inevitable del paisaje social.
Pero el razonamiento
que precede no suele ser conocido del gran público. Ir a parar a un manicomio
sigue siendo visto como una despreciable indecencia. El mito de la
"genialidad" no lo logra creer ningún involucrado. Es decir, sigue la
vergüenza y la humillación.
No son pocos los
psicóticos con cuadros neuropsiquiátricos que no pueden egresar nunca; no pocas
veces la locura no se cura y los agentes de salud fracasamos, como se verá en
los capítulos que siguen. Llevamos menos de siglo y medio de neuropsiquiatría,
de modo que no sólo la investigación aplicada sino la investigación básica en
serio es aun esencial si realmente queremos curar alguna vez a la mayoría de
estos enfermos. ¿Acaso
no vemos demasiadas investigaciones cuyas conclusiones casualmente concurren con prefiguraciones sectoriales, factualmente
insostenibles? A su
vez otros pacientes, pese a nuestras equivocaciones, en algún momento llegan a
la condición clínica que permite insertarlos en alguna ubicación externa
disponible (familia o comunidad particular) o se insertan solos (vagabundaje
por fuga), mientras que otros nunca se vieron desprovistos de la condición
clínica que habilita esa "insertabilidad"; estos, en realidad,
hubieran debido ser tratados como ambulatorios solamente. Esas son las alternativas
de salida.
Pese a todo ha de
notarse que un elevado porcentaje de enfermos en condiciones de egresar, frente
a esa posibilidad, no quieren dejar "ese lugar" que es su hogar verdadero. No es cuestión de
relectura ni de construcción social: ahí están
bien (no sólo "se sienten" bien); afuera, no. Prefieren su sitio en el manicomio a los pagos
asistenciales mensuales ("Planes Trabajar",
pensiones) y los proyectos de reinserción. En ellos el disconformismo es un
punto de concordancia: "no los querían", "eran marginados para
siempre". Correcta percepción.
8. Afuera de las
instituciones (bis)
¿Bocétanse así las más
grandes líneas que conforman el campo neuropsiquiátrico? ¡Ojalá! No, lo que
acabamos de bocetar apenas toca la problemática de un cinco por ciento o de un
diez por ciento de los psicóticos con base neuropsiquiátrica: no neuróticos que
puedan beneficiarse con la sola psicoterapia, sino pacientes de compromiso
orgánico (neurológico, cerebral) que a veces podemos aliviar y otras muchas no
sabemos curar. Tal vez cause asombro este comentario. ¿Cómo es posible que los
institucionalizados sean tan pocos? ¿Dónde está el restante noventa o noventa y
cinco por ciento de los pacientes de este tipo? ¿No están en los manicomios?
No señor; están en la
calle.
Siempre ocurrió que no
eran locos todos los que estaban, pero hoy es más cierto que nunca eso de que
tampoco están todos los que son. Aunque, tal vez se insista, ¿un noventa o
noventa y cinco por ciento excluídos del manicomio? ¿Hay tantos psicóticos con
compromiso orgánico? ¿Dónde están todos esos?
En la calle. ¿No los
ve? Será que los medios de comunicación no los presentan demasiado seguido, o salen sólo como anécdota, o que los
presentan en medio de otras novedades más entusiasmantes y por eso aún falta
para que se los "construya socialmente". Serán cuestión de
preocupación en planificaciones turísticas; neuropsiquiátricamente están
desinstitucionalizados y se los excluye de las estadísticas. No los queremos considerar enfermos.
Pero pacientes de estos cuadros que antes hubieran sido "asilados"
hoy están juntando y vendiendo basura ("requecheo" o cartoneo, formidable negocio para otros) o
mendigando tal vez con reparto de baratijas en el transporte público ("bondeo": actividad desprotegida
pero que deja altos ingresos) para correr a intoxicarse enseguida con las
drogas emergentes de bajo costo, neurológicamente las más deletéreas a la vez
que más baratas: el ahora famoso "paco", el éxtasis, el muy asequible
pegamento, lucrativamente distribuídas a los multitudinarios sectores más carecientes
de la población. Ocurre que no los construímos
socialmente como psicóticos neuropsiquiátricos, enfermos con serio compromiso
orgánico para quienes la psicoterapia es existencialmente indispensable pero
incapaz de rehabilitarlos.
La desmanicomialización
tuvo éxito, diría un cínico; ahora los manicomios apenas atienden una fracción
mínima de los psicóticos con organicidad. Los demás, la mayoría, se mezclan con
excluídos sociales que son sólo neuróticos (cuentan, por ello, con alguna
posibilidad de atención institucional) y con personas sin patología especial
pero marginadas. A aquella mayoría de
psicóticos con organicidad no los consideramos enfermos. Hasta en más de un
claustro universitario se desoiría a quien pretendiese declararlos así: "no es la calle salvaje, sino la ordenada
institución llamada hospital la que cuando yo me reciba a cambio de mi salario
ha de entregarme pacientes neuropsiquiátricos bañados y contenidos, para que yo
les provea curativa terapia".
9. La organicidad en la
calle
A los neuróticos de la
calle se los puede atender con alguna eficacia. Pero a los psicóticos con organicidad
no, porque la rehabilitación no se emprende institucionalmente mientras el que
la necesita se encuentre intoxicado; y su organicidad proviene mayormente del
abuso de estupefacientes, abuso que mientras siguen en la calle es casi
imposible quebrar. Resultan así muchísimos los chicos sin infancia que
rápidamente, antes o después pero en apenas unos críticos meses, detienen el
desarrollo de su operatividad intelectual y luego aumentan su deterioro
neurológico con los cotidianos vejámenes y el consumo de los intoxicantes
emergentes mencionados, sin que hallen cobertura social ni inserción institucional.
En algún momento posterior pueden interactuar más o menos efímeramente con
algún nodo de la red institucional, pero en general es ya tarde para
rehabilitar muchas de sus potencialidades previas.
Es un círculo vicioso.
Pero en el caso que aquí específicamente nos ocupa no se trata de su subjetividad:
se trata de sus recursos corporales. Caen fuera de todos los análisis de las consecuencias
psíquicas de la devastación del lazo social; no porque no las padezcan, sino
porque no los podemos curar. Cuestión de química cerebral, de sinapsis, de
neuronas, cuya organización fisiológica ha sido desviada más allá del punto
de reversión. Se los arresta, se los
registra como asunto de "emergencia" y se los libera nuevamente a la fragua de espanto que es la (sociedad de la)
calle, no se los puede atender con psicoterapias por causa su organicidad, no
hay cura neurológica tampoco, se los desampara ("ya hicimos todo lo posible", "atendimos la emergencia"), su población aumenta a ojos vista,
nuestra falsa conciencia se tapa los ojos ("nada más podemos hacer") y justifica por qué se los excluye
del sistema de salud, todos conocemos
las causas inmediatas y las remotas de su horrenda situación y nadie puede
modificarlas. Pero no son enfermos.
Los locos están en el manicomio; los de
la calle no son locos: ¿no ve que no los pueden poner adentro? Por algo habrá
sido.
10. Pensando objetivos
generales
Por eso, por este
absurdo que supimos conseguir, junto con el avance de la medicina, que ha encontrado
posibilidades técnicas de modificar los contenidos de la mente y también de acoger la sensibilidad humana
de los neuropsiquiatras comprometidos con el sufrimiento de sus pacientes,
debiera al mismo tiempo existir un avance social objetivo que modificase el
medio y las mentes de los sanos. Para
prevenir, ya que con harta frecuencia no sabemos curar el cuadro una vez que se
ha instalado. Ha de promoverse una transformación cultural, no sólo respecto a
los enfermos mentales abordables con psicoterapias sino, también, en relación a
los enfermos mentales con compromiso orgánico (cuadros neuropsiquiátricos) y a
las estrategias para su rehabilitación e inserción psicosocial, que exigen convivir con la irreversibilidad
de sus deterioros en materia de desarrollo intelectual y capacidad de
aprendizaje. Tratemos de prevenir, pues; pero, que quede bien claro: si no
podemos impedir que nuestra comunidad los tare, no debemos excluirlos luego de
victimizarlos.
Es necesario que todos
les reconozcamos a todos su dignidad, aun hambrientos, enfermos, estupidizados,
desvalidos o indefensos, de manera que todos sean deseados y amados, recibidos
en una sociedad que en su mayoría tal vez se hará cada vez más pobre pero que,
procuremos, también se haga cada vez más acogedora, con hogares ricos en
valores. Es necesario que a todos les sea permitido estimar la dignidad e
importancia del trabajo humano en la sociedad y del trabajo como necesidad y
deber autorrealizador del individuo, como participación de la acción creadora
que originó la realidad y, en consecuencia, como medio de hallar el sentido
final de la existencia; que todos sean orientados hacia los caminos para su
mejor realización y dotados, aun ante creciente pauperización y falsificación
de proyectos vitales, con todo lo que necesitan para su desarrollo y para
apoyar a los demás cuando el momento les llegue. No tenemos derecho a calificar
unas vidas de valiosas y otras de inservibles, a desentendernos de algunos y
aun maltratarlos, como si unas vidas fueran respetables y otras no lo fueran.
¿Utopía? No lo creemos.
Vemos, sí, que si los profesionales de la salud mental queremos cambiar la vida
interior de los enfermos neuropsiquiátricos, no podremos conseguirlo si no sobreviene
un replanteo en el exterior: en la actitud de los familiares, cuando están y se
hacen presentes, y en la actitud de la sociedad, que permita una "nueva
adaptación" del enfermo al medio ambiente … y del medio ambiente al rico y
profundo sentido que tiene la existencia humana.
11. Dimensionando el
problema
¿Un ejemplo? Bueno.
En Buenos Aires hace
noventa años los internados psicóticos con organicidad llegaron a ser unos diez
mil (sobre 12.000 internados simultáneos) y ahora, tras desmanicomializarlos,
sólo son unos tres mil. Pero hace unos diez años, al iniciarse localmente estos
efectos de la "globalización" de los intereses y su incremento de la
falta de solidaridad en el mundo, había unos ciento cincuenta mil "chicos
de la calle". Contando el conurbano, con población económicamente más
pobre pero casi cuatro veces más numerosa (unos quince millones de personas
viven entre Zárate, Mercedes, Ensenada y el río), hemos de estimar su total en
el quíntuple. Ahora bien, hace diez años muy pocos de esos 750.000 chicos más
indigentes, niños y adolescentes tempranos del 8,3% más pobre de esa población,
generaban excedentes económicos para adquirir drogas. Sólo pocos, pues, eran
"negocio" permanente para terceros. La miseria era injusta y
abominable pero, debido a aquello, no generaba demasiados psicóticos con cuadros
orgánicos.
Hoy no sólo esa
población ha crecido, sino que "requecheo" (venta de basuras
selectas) y "bondeo" (mendicidad, a veces disimulada como venta, en
el transporte público) aportaron nuevas modalidades de acceso al dinero y su empleo
en las drogas de abuso. Esa población accede a varios centenares de millones de
dólares por mes; repartiendo estampitas un chico de la calle gana más que la
maestra de la escuela primaria a la que el chico no asiste.
Creada así la
posibilidad, los intereses creados fomentaron la "ingeniería social"
para prestigiar abuso y adicción y reproducirlos entre sus víctimas. Incluso
desde la prestigiosa y casi única vía de exposición de los marginales a contenidos
"educativos" de la "otra cultura", la televisión por aire
fuera del "horario de protección al menor", se les representa y
permite "verse desde afuera" con matices positivos, instruyéndoselos
acerca de sus hábitos grupales, recursos y vicisitudes. Ello es redituable ya
que el sector maneja ahora mucho dinero. La organización social del marginal se
estratificó más y le brindó más medios de dañarse.
Durante algún tiempo
esos medios le permiten con facilidad adquirir drogas y "pegamento"
de uso rapidamente incapacitante. No todos caen en ello, claro está, pero el
sector es numeroso; muy numeroso. El típico psicótico con compromiso orgánico
de hoy es pues joven, no el adulto mayor con larga evolución patogénica de
antaño, temulento consueto o sifilítico cuaternario.
Es que los chicos
indigentes se "enriquecieron"
y toda una emprendedora industria urbana y suburbana creció en torno a esa
lucrativa "demanda", cuyas víctimas se tornan velozmente incurables
con las solas psicoterapias, siendo apenas parcialmente rehabilitables con la
adición de otros tratamientos y foráneas a los manicomios. No sabemos cuántos
psicóticos en ese sector, con graves retardos neurológicos adquiridos en el
desarrollo y cursando pues su psicosis con retraso mental definido por la coincidencia
de bajo nivel intelectual e incapacidad para adaptarse a las demandas del
entorno, además de fabulaciones, delirios parciales y vinculaciones
esquizo-paranoides o disminución del umbral de tolerancia a la frustración, irritabilidad,
defecto para reimaginar (trastornos mnésicos, diferencial con el retraso mental
congénito), incrementada distractividad y abreviada capacidad de mantener
voluntariamente enfocada su atención ("trastorno de déficit de atención")
con hiperactividad o sin ella, presentan también a consecuencia de la
toxicomanía episodios de epilepsia, disfunción mínima de consciencia, ausencias,
sindromes de liberación supraorbitaria, episodios propios de lo que antes
llamábamos “estados crepusculares” (Goldenberg y Pereyra 1955) y psicosis
involutivas (Goldenberg, Vispo y Basombrío 1956), y otras múltiples manifestaciones
neuropsiquiátricas, las que inician durante la infancia o adolescencia y por
las deberían ser institucionalizados para su contención o alivio – tal vez en algún caso para
su cura. Sólo sabemos bien que a pocas cuadras del Borda y del Moyano, cerca de la gran estación
terminal de ferrocarriles llamada Constitución al igual que en otros puntos de
concentración similares, ahora mismo, el alquiler de un infante para
mendigar con él en brazos cuesta menos de diez pesos por día; en un buen lugar comercial, recurrir al chico
brinda por jornada diez veces más. El vino, por supuesto lo paga el locatario,
para que el crío no moleste. Piénsese
en el crío tarado pocos, muy pocos
años después, con suerte y mientras
no se desarrolle "poniendo el cuerpo" en alguna red de prostitución infantil para turismo
sexual de extranjeros beneficiados con el cambio o locales en ascenso social: o con menos suerte atrapado para la criminalidad por todo su corto
futuro. Piénsese, piénsese – ¡ah, no!
¿Cómo se les ocurre que vamos a pensar seriamente en todo eso? Yo me hice
profesional universitario en el campo de la salud mental, no misioner@. ¿Y
además para qué pensar en todo eso, si no podemos hacer nada?
12.
Colofón
Bueno, ¿no hablábamos
de insanos con organicidad? ¿Quién
dijo que debíamos buscarlos sólo entre los internados de los manicomios? Este
es el contingente más numeroso de locos
con organicidad hoy y sobre todo dentro de unos pocos años, a medida que
mundialmente la exclusión aumenta y los excedentes demográficos parecen
justificar intervenciones más drásticas para lograr una solución final. Ahí, entre otros subgrupos, se hallan los pacientes
psicóticos con organicidad en su mayor número. ¿Querían que no los
mencionáramos? Nosotros, solos, tampoco tenemos respuesta a su drama, pero
nuestro deber como particulares y como profesionales de este campo es advertir
su presencia. ¿Podríamos despreciar una vida? No podemos curarlos ni erradicar
las causas de esta tragedia global, sólo tratar de proporcionarles cierta comprensión adaptativa que les permita
eludir alguna de las propuestas ambientales más deletéreas y así aminorar los
daños que se les causa en nuestra nueva situación social.
En tal sentido cada uno
de nosotros, los aquí vinculados por este texto, desde cada diferente profesión
y situación social tenemos sin duda a nuestro alcance la posibilidad de hacer
algo concreto respecto a un caso, a dos, tal vez a más, haciéndonos presentes
en su exclusión. Amar es cuidar. No se trata de abandonar la procuración de
soluciones más amplias sino de sumar la acción eficaz concreta, tratando con el
debido asesoramiento y criterio, aun sin esperanzas y en escala mínima pero concreta, de reducir sus injustas
miserias. Por nuestra parte, tal vez algo de lo que aún podemos hacer es señalarlos
aquí.
Referencias:
Goldenberg, Mauricio y Pereyra, Carlos, "Estudio clínico de los estados crepusculares",
Acta Neuropsiquiátrica Argentina 1, 209-219, 1955.
Goldenberg, Mauricio; Vispo, Raúl; Basombrío,
Luis I., "Sobre las psicosis
involutivas", Acta Neuropsiquiátrica Argentina 2, 23-41, 1956.
EL ALUCINADO
Todo
empezó una tarde. Era una tarde de otoño; yo regresaba al hospital, al hoy
Borda. Vivía allí desde hacía cinco años, realizando el internado, como practicante
de psiquiatría.
Vivíamos
en dos pabellones. En uno, sobre la panadería, había ocho habitaciones con dos
practicantes en cada una y en el otro, llamado "La Torre", vivían
seis estudiantes más. En total éramos veintidós, algunos de ellos ya veteranos
– fueron demorándose en recibirse. Era algo así como una resistencia a dejar
esa vida, un tipo muy especial de vida, entre enfermos mentales a los que
aprendimos a no temer y a querer mucho. Todos, ellos y nosotros, formábamos una
familia grande. ¿Se entiende? Nada comparable
con la "neurocosa" de puro laboratorio, que en vez de centrarse en
los seres humanos sólo cría ratas o diseca gusanos.
Y
a este grupo humano, unido por el tiempo, por situaciones vividas, se solían
agregar, en almuerzos o comidas "serias", el Dr. Ramón Carrillo, los profesores de la
especialidad y jefes del servicio: Gonzalo Bosch, quien abriera los consultorios
externos y promoviera la práctica psicoterapéutica, Braulio Moyano, Carlos
Voss. Y otras noches, en comidas no tan "santas", señoritas amigas,
que muchas veces quedaban demoradas luego de la cena, hasta altas horas de la
mañana siguiente.
La mayor parte de mis compañeros ocuparon luego
importantes cargos políticos, médicos, científicos, etc. Pero siempre que en
forma casual nos encontrábamos, tomábamos un café para recordar aquellos
tiempos pasados y más de una vez nos despedimos en silencio.
Más
adelante seguiré con esto; vuelvo al comienzo. Aquella tarde de otoño, cuando
pasaba junto a la sala de guardia, el enfermero me llamó y me pidió que viera a
un "recién llegado", que pasaría a la sala de admisión si los
certificados y el resto de la documentación estaban en orden.
Me
llamó la atención no ver más que a una persona: un hombre de unos cuarenta años
– rasgos finos, piel blanca, pelo rubio. Si bien denotaba haber pasado mala
noche, su aspecto era el de un individuo distinguido. Pensativo, mirada
distante.
—
¿Autointernación?, pregunté al cabo enfermero.
— Sí doctor;
vino solo, pero trae todo en regla.
— ¿Cómo es su
nombre?, pregunté dirigiéndome al paciente.
— Max. Max
Bach.
— ¿De dónde
viene?
— He estado
perdido, confuso, no entiendo. Deseo morir y tengo miedo: Me operaron en el
Hospital Rawson. De allí debía venir aquí, pero salí con permiso y no quise
regresar. Estoy solo en Buenos Aires. Necesito que me ayude, doctor, no puedo
más. He agotado mis fuerzas, mis esperanzas y mi dinero.
Soy alemán,
ingeniero. Luego de terminada la guerra, pude salir de Europa, vine a la
Argentina. Fui oficial ingeniero en la guerra. Vi cosas tremendas. Perdí toda
mi familia en un bombardeo.
Aquí tuve
suerte, comencé a trabajar con un paisano mío en Villa Ballester, como técnico;
y prácticamente al año manejaba la fábrica.
El dueño me
trataba realmente como a un hijo y así pasaron unos años, hasta que la hija del
dueño comenzó a trabajar como secretaria mía. Al poco tiempo sus padres
decidieron viajar a Europa. Todo se fue desenvolviendo tranquilamente, en forma
armónica. Una noche, hace de esto cuatro meses, salimos luego de cerrar la
fábrica. Decidimos comer juntos, luego la acompañaría a su casa. Esa noche
estaba sola, había salido la señora María, vieja empleada de la casa, que una
vez por semana iba a Luján a visitar a un hijo casado. Llegamos cerca de la medianoche,
tomamos café, whisky, uno, dos, no sé, unos cuantos. Pasó lo que debía pasar.
Desperté cerca de las ocho de la mañana. Le llevaba veinte años de edad. La
hija de mi amigo y tutor.
Me fui sin
hacer ruido. Ella llegó más tarde a la fábrica, sin hablar comenzó a contestar
una correspondencia a máquina. Me acerqué y le dije: Te quiero, Eva. Cuando
llegue tu padre de Europa hablaremos con él para que nos dé su consentimiento y
nos casaremos.
Continuó bien
la cosa, llegaron los padres, nos escucharon y nos dieron su acuerdo con total
cariño. "Tendremos dos hijos", dijo el padre. Fijamos la fecha de
compromiso para el día veinte de abril. Estábamos a mediados de marzo.
Debo decirle
algo, doctor — en ese momento entró el enfermero trayendo dos cafés, que yo
había pedido y Max calló, continuando luego que salió el cabo de guardia.
Durante la guerra, estando en París, una noche conocí un francés, de nombre
Pierre, que me invitó con un estimulante. Yo estaba muy cansado y luego de
tomarlo me sentí mejor. Al día siguiente volví a ver a Pierre y le dije que me había sentido muy bien y
mejor de ánimo. Me volvió a invitar, así varias veces, pero ya no era
invitación, sino que cada día resultaba más caro. Supe luego que era cocaína.
Al terminar la guerra, logré, después de muchas dificultades, viajar a la
Argentina y olvidé a Pierre y
su droga. Hasta que una noche, en una boite en el centro, calle Santa Fe y Cerrito,
ya siendo casi las cinco de la mañana (era un lugar que no cerraba), me
encontré con un individuo que había estado bebiendo en el mostrador a mi lado y
que al verme ya cansado se acercó y me ofreció nuevamente la misma droga. Esto
siguió hasta ahora. Creí importante comentárselo ya que pienso que lo que me
sucedió tiene alguna relación con ello.
La fecha se fue
acercando y comencé a notar una inquietud que me impedía trabajar tranquilo. Me
molestaba Eva, sus padres. No dormía; todas las noches terminaba en la boite de
Santa Fe y me encontraba con el traficante, un tal Pablo, que progresivamente
me aumentaba el precio. Claro que también eran mayores las dosis que
necesitaba. Bebía, mezclaba gin con whisky, cogñac, vodka. Nunca había fumado
tanto en mi vida y empecé con ideas cada vez más obsesivas de que no podía
casarme con Eva, porque no la quería.
Para ese
entonces, Eva estaba con un atraso menstrual de más de un mes; seguro embarazo.
Yo había perdido diez kilos de peso, no podía comer, todo lo vomitaba; sentía
un permanente mal gusto en la boca, dolores de estómago, diarreas continuas.
Pero el día
veinte de abril llegó y se hizo una fiesta con alrededor de cien invitados, la
mayoría de la colectividad alemana. Una reunión magnífica. Me controlé con
éxito hasta alrededor de medianoche, solamente había bebido tres copas de champagne.
Sentí de pronto un
profundo cansancio, pensé desmayarme, me faltaba el aire. Con bastante disimulo
me fui acercando a una terraza balcón para respirar mejor y tomar el
estimulante. Nadie notó mi desplazamiento. Me apoyé en la pared, mientras
acercaba el polvo a mi nariz, llegué a hacerlo parcialmente; de pronto, alguien
me hablaba en forma autoritaria. Me ordenaba salir en forma perentoria. Debía
ir hasta mi departamento que estaba a pocas cuadras de allí. Bajé confundido,
no entendía bien qué me pasaba. Automáticamente puse mi coche en marcha y
arranqué. Llegué a mi casa, subí a mi departamento, prendí todas las luces.
Pero la voz era cada vez más intensa, más penetrante.
—
¿Quién eres?, pregunté.
—
Soy Lucifer, Max. Y debes obedecerme, Max.
—
Tú has engañado a tu amigo, le has hecho mucho daño, no la quieres a Eva, la
has engañado miserablemente. Has hecho mucho daño Max y tienes que hacer algo
para pagar tu culpa.
Vete
al baño, Max desnúdate, toma tu navaja y córtate el pene Max. Córtate el pene;
Max, córtate el pene, Max...
Cuando en la
fiesta, Eva no me encontró, salieron a buscarme por distintos lugares. Su padre
fue quien me encontró en mi casa. Desnudo, desangrándome y sin yo poder
explicar ni él entender nada.
Vino un médico vecino,
me hizo las primeras curaciones, una inyección, me durmieron. Me desperté en el
Hospital Rawson.
Allí estuve
varios días, mientras cicatrizaban mis heridas. Me vio un psiquiatra que luego
me enteré había diagnosticado: psicosis grave – cuadro alucinatorio tóxico.
El diagnóstico
quirúrgico fue: amputación de pene.
Restablecido
físicamente, decidieron internarme aquí en el hospicio. Hicieron los
certificados correspondientes dos médicos del servicio, de donde los sustraje
ayer cuando salí del hospital. Necesitaba beber, necesitaba la droga. Anoche
llegué a Chin-Chin, no estaba Pablo. Me quedaba muy poco dinero, sólo un reloj
que era mi última posesión de valor. Allí mismo lo vendí. Con eso pude tomar
unas copas. A eso de las tres de la madrugada llegó Pablo, pero me dijo que no
tenía más mercadería y que no fuera más por allí, ya que había un gran control
policial.
Tuve deseos de
agredirlo, pero me controlé; salí a caminar. Había avanzado unos pasos cuando
se me acercó una mujer que normalmente sabía ver allí, copera. Me pidió que la
invitara con un café y "luego podríamos acostarnos un rato". Lo único
que pude contestarle fue: "Soy un enfermo y estoy muy mal,
perdóname".
Seguí caminando
por Santa Fe, hacia el bajo. El silencio corría por las calles. Noche de
tormenta; hacía unos minutos que había dejado de llover, de vez en cuando un
relámpago, luego el trueno, nuevamente profundo silencio y obscuridad.
Caminé, no sé,
veinte, treinta cuadras, empapado, pero con deseos de seguir adelante. Ya cerca
del amanecer había comenzado a ceder mi entusiasmo. Se veían surgir los
primeros trabajadores. Otras dejaban su actividad nocturna, dos de ellos
pasaron riendo a carcajadas – alguna historia más, algún incauto.
Al llegar a una
esquina entré a un café. Quería rematar aquella noche. Noté un cierto balanceo
en el andar. Me senté en una mesa alejada del mostrador. Mientras me atendía el
mozo y sin saber por qué, saqué papel y lápiz del bolsillo y con trazos
desiguales casi indescifrables escribí: "Dios no me abandones".
Tomé mi último
vaso de alcohol, salí, paré un taxi y le pedí que me llevara al hospital
neuropsiquiátrico. Al hospicio de Vieytes, le repetí…
Max
estuvo internado varios meses en el hospital. Se lo trató con desintoxicantes,
reflejos condicionados, psicofármacos y psicoterapia psicoanalítica. Batería
completa. Había que vencer varios problemas, su drogadicción, su alcoholismo,
su cuadro depresivo, con permanentes ideas de suicidio. Fueron necesarios
algunos electroshocks, preconizados poco antes por médicos como Sbarbi y Mauricio
Goldenberg (1949) para hacerlo
olvidar. Salió de alta curado y
cuando se iba me preguntó:
—
Doctor, ¿qué piensa que
soy realmente? ¿Qué me pasó, doctor? ¿Cómo termina mi vida? Un castrado, un
escéptico.
—
Tenga fe, Max. Los caminos de Dios son infinitos — le contesté.
Se
fue caminando por entre los enfermos. Se dio vuelta varias veces para mirarme y
a distancia noté cierta tranquilidad en su mirada.
MANÍACO-DEPRESIVO
En
el enfermo maníaco-depresivo se pueden ver dos modos antagónicos de vivir. Es
tan grande la diferencia existencial, que resulta difícil aceptar que sea el
mismo individuo que uno ha observado días atrás.
Así,
cuando está en la etapa depresiva, el mundo se le aparece oscuro, negro; surgen
las culpas, los pensamientos
se detienen, todo es negativo, no vislumbra ninguna posibilidad de salvación.
Se siente vacío, sufre un verdadero estado de despersonalización. Todo está
desierto, en tinieblas, lejano y cerrado. Sólo espera la muerte.
Lo opuesto es la faz maníaca: la mirada, las
ideas, el lenguaje, los movimientos, todo es ágil, inquieto, saltarín. El
maníaco se desliza velozmente, flota, vuela. Es todo optimismo; habla, ríe,
gesticula.
Las
características principales del maníaco son la inestabilidad psicomotriz, el alto
flujo de ideas y el alto flujo de palabras.
Los
investigadores tratan de llegar a una mejor comprensión del porqué de los
estados cíclicos maníacos y depresivos. Aún se mantiene el misterio. Algunos
creen que las sales de litio han resuelto el problema; considero que falta experiencia.
Y lo que es importante es saber exactamente cuánto tiempo puede tomarlas cada
enfermo (todos difieren) sin sufrir alteraciones orgánicas. Lo mismo con las
variantes farmacológicas recientes. Se debe ser prudente en el uso y en los
pronósticos optimistas; el secreto de la enfermedad se mantiene aún.
Atendía
a un profesional, de alrededor de cuarenta años, que padecía de un síndrome
maníaco-depresivo. Llegó a permanecer en cama alrededor de nueve meses y en ese
período se negaba a comer, a higienizarse, afeitarse, etc.
La
pérdida de interés por la familia (esposa y cuatro hijos chicos), amigos o
mundo exterior se acentuaba – y a medida que pasaba el tiempo se tornaba intolerante.
En
esta etapa depresiva toda la sintomatología va "in crescendo".
El paciente perdía la
fluidez en el habla. Disminuía su rememorabilidad y la capacidad de mantener el
curso del pensamiento.
— Soy un muerto
en vida – solía decirme.
Llegaba
a perder hasta treinta kilos en este lapso. Era un hombre de unos cien kilos;
cuando salía de cada estado melancólico pesaba alrededor de setenta. Junto a la
pérdida de peso, mostraba otros síntomas físicos: palidez de rostro, edemas en
piernas, etc.
La
fuerte tendencia a la autodestrucción también iba en aumento y aparecían ideas
de autoaniquilamiento. En varias oportunidades lo tuvieron que atar, por los
impulsos suicidas. Pero un buen día aparecía en mi casa o en el consultorio,
con actitud jovial, eufórico, hablando permanentemente. Feliz, abierto, franco.
Existía algo peculiar: cuando me visitaba en condiciones de haber superado el
episodio depresivo, lo primero que hacía era invitarme a un asado en el stud de un amigo. Ese asado no se hizo nunca.
Un
maníaco en general olvida todo, vive una fantasía permanente y son tantas las
ideas y las palabras que no recuerda la mayor parte de las promesas y de los
proyectos. Giran sin parar, hasta que caen nuevamente en el reposo obligado por
la otra faz de la enfermedad.
Siempre
fue así, repitiendo los episodios. Vedada para él la lucha por la vida, era el
sufrimiento de la familia, origen de desastres en la faz maníaca y dolor de
todos en la etapa depresiva.
Se
ha buscado la causa de esta enfermedad en alteraciones endocrinas,
neurovegetativas, metabólicas o localizadas en el mismo cerebro. Y hasta un día
recibí un trabajo de un español, que la localizaba en el abdomen. Decía que por
medio de una simple intervención quirúrgica, restituía al enfermo su personalidad
prepsicótica, es decir a como era antes de la enfermedad…
Pero
volvamos a nuestro paciente, quien un día llegóse a verme luego de varios años
que lo atendía.
Me
llamó la atención el estado de equilibrio en que se encontraba. Ni excitado, ni
deprimido. Parecía haber alcanzado un control que le permitía funcionar en forma
ecuánime. Impresionaba haber superado el estado de enajenación. Era capaz de
usar su razón.
Me
miró tranquilo, esbozando una ligera sonrisa.
— Créalo
doctor, lo que usted ve es cierto.
— ¿Qué ha
pasado?, pregunté.
— Hace ya
varios días que me siento cambiado. No me animaba ni a hablar. Ni venir a
verlo.
— ¿Cuánto hace?
— Cerca de un
mes. Me desperté un día, distinto. Ni deprimido, ni eufórico.
Mientras
me hablaba efectué in mente un
esquemático recorrido de la enfermedad: "Psicosis distímica. Locura maníaco
depresiva de Kraepelin. Endógena. Hereditaria. Caracterizada por la anormalidad
del estado de ánimo, anormalidad anímica de la que brotan los restantes
síntomas, sin que la enfermedad sea de curso progresivo, ni conduzca jamás a la
demencia. Se la considera incurable".
— A partir de
aquel momento volví a ser lo que era en mi juventud. Cosa que nunca había
pasado en estos años.
— ¿Y cómo ha
sido su vida en este mes?
— Retomé mis
libros. Pienso volver a trabajar normalmente. Atenderé mi campo. No olvide que
soy veterinario. Y mi profesión me gusta mucho.
— ¿Qué
medicamentos está tomando?
— Ninguno, los
he dejado todos. Hace un mes que no tomo nada de nada.
Esto
de veras me sorprendió. Prácticamente desde que inició su enfermedad, nunca
había suspendido los medicamentos.
— Cada vez es
mayor mi capacidad de pensar, mi concentración, mi memoria, todo
equilibradamente. ¿Qué opina doctor?
— Usted sabe
que soy un hombre de fe. Hay cosas que son difíciles de explicar, pero existe
una instancia superior. ¿Come bien?
— Sí.
— ¿Duerme bien?
— También.
A
pesar de todo, pensé en una remisión… precaria, provisoria. Un período de
aparente normalidad. Estaba seguro de que él también temía. Desconfiaba de sí
mismo. Aún se sentía impotente para comprender. Sentía miedo de volver a enfermarse.
— Le propongo un plan, le dije.
— Acepto,
contestó.
— Durante diez
días nos veremos diariamente. No sólo nos veremos sino que usted me tendrá que
acompañar a todas mis actividades.
— De acuerdo,
contestó con cierto entusiasmo.
Al
día siguiente me esperaba en la puerta de casa a las siete de la mañana;
seguimos en su coche.
— Vamos al
Hospital de Aeronáutica en Nueva Pompeya.
— Bien, doctor.
En
el camino hablamos sobre varios puntos, sin tocar en ningún momento el tema de
su enfermedad. Cerca ya del hospital me dijo:
— He vivido diez años en la locura total.
Lo
miré sin decir nada. Me asombraban sus palabras, cada vez más seguras. Y
siempre en tiempo pasado.
— Cuando pienso
en el tiempo perdido, me parece increíble. Mis chicos, mi mujer, lo que deben
haber sufrido.
— No piense más
en eso. ¿De acuerdo?
— De acuerdo
doctor. De acuerdo – repitió, como para convencerse a si mismo.
Durante
los diez días me acompañó al hospital, al Instituto de Neurosis (Ameghino), a
mi consultorio. Almorzábamos juntos. A la noche se iba a su casa. En todo ese
tiempo no pude observar ninguna anormalidad. Había cambiado, era otra persona.
— Es un
milagro, doctor, ¿no es cierto?
— Bueno, algo
de ello hay. Pero puede ser también el comienzo de un avance en curación de
esta enfermedad. Algo que usted hizo, que tomó, algo que cambió en su
metabolismo cerebral. Alguna transformación interna.
— Pueden ser
muchas cosas. Quizás mi voluntad. Quizás Dios.
Lo
he vuelto a ver muchas veces. Cada tanto tiempo viene a visitarme. Sigue bien,
desde hace años. Vive feliz con su mujer e hijos, algunos de éstos se han
recibido, él trabaja en su campo. Le va bien.
Siempre
hay esperanza, mientras haya vida.
Litio,
shocks, psicofármacos, psicoterapia, terapia por el arte, narcoanálisis.
Pero
sigo creyendo que todo está en una instancia superior.
TINIEBLAS
Cuando
entré a la habitación estaba acostado con la cara cubierta por las frazadas.
Era un día de frío; me miraba a través de un orificio, provocado o rotura
casual, que tenía la manta.
Llegué
con un enfermero que fue quien me había llamado por teléfono, explicándome que
el cuadro se había agravado; si podía ir a verlo. Lo habían encontrado esa
mañana en el suelo desnudo, manipulando sus materias fecales; había practicado
coprofagia. Al tratar de levantarlo para llevarlo al baño, los escupió y trató
de agredirlos, mientras gritaba incoherencias.
Este
enfermo me producía un estado muy especial, que me impedía actuar con
tranquilidad. De algún modo me acomplejaba.
Estudiante
de medicina, le faltaban dos o tres materias para recibirse cuando la noche de
fin de año mató a su padre a puñaladas sin ningún motivo aparente, sin haber
habido discusiones o peleas en esos días. Se produjo como una reacción en corto
circuito, violenta; más de veinte puñaladas. Estaba toda la familia delante, la
madre, hermanos menores; a partir de ese momento entró en estado de alienación
total. Traído por la policía, internado por juez.
Pasaron
unos meses, ya era junio. No hubo mayores cambios con la terapéutica instituida.
Estábamos frente a un cuadro de esquizofrenia en su variante más grave, la que
curiosamente se llama simple.
Los
enfermeros le tenían cierta consideración ese día, lo habían bañado, luego de
sedarlo. Estaba tranquilo.
— ¿Está bien
seguro de que está muerto?, pregunté, en alta voz. El enfermero me miró sin
saber qué contestarme. No sabía por qué se me había ocurrido preguntar eso.
Destapé
su rostro, sus ojos abiertos sin vida me miraron indiferentes. Apoyé mi mano en
su pecho, sobre la región precordial.
— Este corazón,
aún late. Este hombre existe aún. Ha sido un disparate querer llevarlo a la
morgue. ¿Quién ha querido
destruirlo? ¿Por qué? ¿Será el padre? Lo quiero salvar. Hay que salvarlo.
Salí
de aquella habitación, sin tener muy claro mi propio planteo, sin embargo tuve
la impresión de que había existido alguna reacción leve en el enfermo. Sí la
hubo en el enfermero, que me dijo: ¡Qué imaginaciones doctor, qué imaginaciones!
Fuera del pabellón, seguía escuchando las carcajadas del enfermero.
Dejé
pasar unos días. Cuando volví a visitarlo, lo encontré en la habitación parado
en una actitud humana. Comencé a hablar solo, mirándolo: Yo sabía que estaba
vivo. No se había ido de este mundo como el padre de él. Tu padre que está
muerto. Y que no volverá más. Que tú lo mataste por razones que ambos sabemos.
De todos modos no volverá más.
Y
me fui. Sin esperar ninguna reacción.
Indiqué
que comenzaran con insulinoterapia y psicofármacos por boca, en dosis mayores.
Toda
mi vida he padecido de insomnio. Según mi padre, que era un sabio, es la
resultante de un mal hábito. Hábito de trasnochador, desde muy chico. Creo que
puede ser.
Pero
lo que puedo decirles es que el insomnio es un síntoma muy serio, que puede
llevar a graves consecuencias en aquellas personas que no lo saben canalizar
debidamente.
Fue
una de esas noches en que no tomaba el sueño, cuando salí a recorrer los
pabellones. Llegué a su habitación y prendí la luz. Estaba despierto, me miró,
sus ojos se iluminaron, eran demasiado grandes para su rostro, reflejaban profunda
tristeza. Tristeza de vivir en la tiniebla, en la soledad sola.
— Buenas
noches.
Y
haciendo un esfuerzo enorme que traducía en su cara, me contestó: Buenas
noches. Advertí una voz de niño. De niño desamparado.
— ¿Cómo te
sientes?
— ¿Cómo me
siento?
— Sí, ¿cómo te
sientes?
— Me siento...
me siento... me siento aún lejos.
— ¿Lejos de
qué?
— ¿Lejos de
qué?
— Lejos de todo.
— ¿Qué es todo?
— Todo es todo.
Y
luego continué haciéndole preguntas, pero fue imposible obtener otra respuesta.
Me había abandonado. Había vuelto a su mundo esquizofrénico.
Sin
embargo, habíamos avanzado, había reaccionado. Una respuesta. Por algo se
empieza. Sólo los que hemos estado tratando psicóticos graves sabemos que
difícil es a veces obtener una simple palabra.
Pasaron
unos días. Un domingo por la noche regresaba al pabellón y pasé a visitarlo.
Había comprado merengues en Constitución.
— Te traigo un
regalo, le dije.
Me
observó silencioso.
— Abre el
paquete, son para tí.
Daba
la impresión de haber agotado toda la alegría de su vida.
Comenzó
a desatar el paquete lentamente. Me miraba a mí, miraba el paquete. Le llevó
cerca de diez minutos la operación. Al ver los merengues, me miró:
— ¿Para mí?
— Sí, para ti.
Tomó
uno. Manos muy blancas, enfermizas, dedos largos y finos.
— ¿Prefiere?,
me dijo, alcanzándome un merengue.
— No te
entiendo. Tú quieres decirme si quiero comer un merengue.
— Sí.
A
poco:
— Sí, quiero.
Ambos
comenzamos a comer.
— Lástima que
no haya vino – comenté, mientras espantaba una mosca que se asentó sobre el
merengue de él.
— ¿Qué opinas
tú de las moscas?
Pensó
un momento.
— ¿De las
moscas?
— Sí, de las
moscas.
— Que son
malas.
— ¿Por qué son
malas?
— Traen
enfermedades... – pensó – ... y que
quieren comer la torta.
Dos
días después lo fui a buscar, para salir a pasear. Había engordado unos kilos.
Mejor aspecto general. Día de sol, de primavera. Mes de setiembre.
— Vamos a
pasear...
Salimos
a caminar dentro del hospital. Anduvimos por espacio de una hora. Lo notaba
algo inquieto y fastidiado. Vi encenderse su cara cuando alguien lo miraba o
algún enfermo se me acercaba. Yo iba de guardapolvo blanco. En dos
oportunidades hizo la señal de la cruz.
— ¿Estás
cansado?
— ¿Cansado? Sí,
cansado.
— Bueno
volvamos. Por hoy es suficiente. Has andado mucho, después de estar demasiado
tiempo quieto.
Al
dejarlo en su habitación, le pregunté al salir.
— ¿Te piensas
recibir de médico? ¿Cuándo vas a comenzar a estudiar?
Quiso
contestarme. Pero sus palabras murieron antes de llegar a sus labios. Se mostró
inquieto.
— ¡Bah!,
tranquilízate. A veces el destino lo quiere así… meses más, meses menos.
Concluí
con rapidez:
— Te traeré
algunos libros. Hasta mañana.
A
la mañana siguiente le envié por un ayudante un cuaderno y dos biromes con una
nota que decía:
Juan José.
Te envío ese cuaderno, para que con tus
propias manos me escribas y cuentes todo lo que tú sabes de tí.
Un abrazo.
Santiago.
Pasé
a la tarde a verlo. Estaba el cuaderno abierto sobre la mesa de luz, en blanco.
— Quiero que
escuches … y trates de entenderme.
Silencio.
— No quiero
robarte tus secretos. Te quiero curar. Y para ello es necesario conocer, más a
fondo, lo desconocido que hay en ti. ¿Me entiendes?
No
supe en ese momento si hubo resonancia. Pero al día siguiente cuando entré en
su habitación, lo primero que vi fue el cuaderno abierto con la primera carilla
escrita.
"No sé
cómo empezar. No me acuerdo de nada. No me acuerdo de nada. No me voy a curar.
No puedo pensar.
¿Sabe por qué
no puedo pensar? Porque estoy muerto. Usted tenía razón estoy muerto. Y mi
muerte se fue produciendo de a poco. Se fueron muriendo partes de mi cuerpo. Y
es muy poco lo que queda vivo en mí. Muy poco. No puedo hablar, ni pensar. Ni
nada.
No sé hasta
cuando me responderán mis piernas. Sólo quiero que me lleven hasta el cementerio
y allí me quedaré hasta que me cubran de tierra. Juan José. "
Empleando
un tono autoritario, le dije:
— Usted no está
muerto, ni se va a morir. No tiene ningún signo de muerte inmediata. Se lo ve
físicamente bien. Usted está enfermo de la mente.
Volviendo
a mi forma habitual y en tono cariñoso:
— Tú te hallas
perdido. Sólo el hombre es capaz de perderse, dentro de sí mismo.
Silencio.
— Te trato de
ayudar. Para que te encuentres. Y puedas vencer así el estado en que te
encuentras. Debes ayudarme. Tendrás que luchar contigo mismo. Y vencerte. No
olvides que vence quien se vence.
Pero
lo cierto es que nunca volvió a escribir. Pienso que en esa oportunidad estuvo
al borde de la franca mejoría. Sin embargo, uno de los tantos días que lo
visitaba, me dijo:
— Doctor.
Entro de nuevo en el
pozo. Siento que me hundo. Me han robado el pensamiento. No pierda más el
tiempo... soy un muerto en vida.
Un
día se lo encontró golpeando el piso con la cabeza, hablaba del padre, no se le
entendía bien el resto.
Su
autismo fue aumentando, se fue encerrando en sí mismo cada vez más. Completa
introversión. Se negaba totalmente.
De
los subcomas pasó a los comas insulínicos. Se lo llevó a la impregnación con
psicofármacos. Tratamiento mixto insulina-electroshock, sin mayores variantes.
Seguir con psicoterapia y psicodrogas en dosis de mantenimiento.
Pronóstico:
malo.
Comencé
una psicoterapia intensiva. Diariamente. Distintas horas del día. Terminaba
agotado.
Todo
lo que aprendí sobre psicoterapia lo apliqué. Siempre consideré que no
cualquiera puede ser capaz de hacerla bien.
La
psicoterapia debe realizarla aquel individuo que posea ciertas condiciones que
lo habiliten para esa actividad. Que sea capaz de persuadir, sugestionar, darle
esperanzas al enfermo. Y sobre todo aliviar, eliminando la tendencia o sentimientos que lo trastornan.
Debe
tener las condiciones necesarias para que el enfermo tome conciencia de su
enfermedad. Partiendo de allí, buscar modificar su estado llevándolo por una
dirección saludable. Debe tratar de modificar tanto su conducta como su conciencia,
cuando cualquiera o ambas se hallen distorsionadas. Fundamentalmente hace
madurar al paciente, reformándole la estructura de los procesos mentales. Hace
que sus pensamientos sean más exactos o lógicos. Es decir, que sus ideas sean
correctas. Cuando el enfermo acepta su equivocación comienza a comprender el
mundo que lo rodea y poco a poco va cambiando su vida, ensanchando el campo de
su conciencia. Esto dicho así, no es fácil de conseguir, ni para el enfermo ni
para el psicoterapeuta que tiene esa misión.
El
tratamiento requiere tiempo y debe incidir sobre la reeducación del paciente.
Hay que modificar su forma de "ser y estar en el mundo", cambiar su
actitud existencial. Hacerlo cooperar y trabajar, así con el esfuerzo podrá captar
la verdadera intención de la terapia y se aclararán sus distorsiones. Luego
vendrá la modificación y allí dejará de sufrir y de hacer sufrir.
Pero,
volviendo a Juan José: fueron días y noches, donde se ahuecaban mis palabras.
Volvía
a mi habitación dialogando conmigo mismo. Siempre he creído que es el peor
diálogo.
No
encontré eco. Dejé de verlo.
Habían
pasado casi dos años, cuando volví a visitarlo.
Seguía
encerrado en su mundo. No sé si triste o resignado. Pero ausente de todo; había
en su actitud cierto conformismo con ese estado.
La
última vez que lo vi: postura fetal. Pómulos salidos, mejillas hundidas,
párpados hinchados, sus ojos muy rojos. Nunca lo vi llorar. Pero esa vez pensé
que lo había hecho. Miraba al infinito. No sé qué buscaba esa mirada. Quizás miraba
muy atrás, su infancia, su adolescencia. O buscaba el perdón de su padre, desde
el más allá.
Murió
poco tiempo después.
"Antes
de morir", me dijo el viejo enfermero español, "le dejó un papel."
Aún lo guardo. Dice así:
"Todos estamos
equivocados. La verdad no está aquí. Esto es gris. Vivimos en las tinieblas, la
luz llegará algún día. La luz llega con la muerte".
EL FILÓSOFO
"— ¿Que
por qué me llaman el filósofo? –
contestó a mi pregunta – Simplemente porque lo soy. Pero no soy filósofo ahora
que me enredó la locura.
Lo fui toda la
vida. Desde el momento que intenté conocerme. Ningún hombre puede conocerse.
Ningún hombre puede detectar o definir el propósito de su propia existencia,
pero sólo el hombre es el único ser viviente que puede hacer conjeturas sobre
la condición humana.
Continuó
hablando:
— Además soy
peripatético, con sentido de prospectiva filosófica, creo en la inmanencia y
busco de llegar a la gnosis absoluta.
Cuando
terminó de ubicarse filosóficamente, me miró con cierta ingenuidad, cosa
frecuente en algunos enfermos mentales y me dijo:
— ¿Me entendió
doctor?
— No –
respondí.
Esta
escena se desarrollaba en el hoy Borda, una tarde que había salido a caminar
por el hospital, buscando distraerme y tratando de superar una intensa cefalea
por tensión, que no se calmaba con aspirinas. Estaba a diez días aproximadamente
de rendir mi última materia, alrededor del veinte de diciembre de 1953. Fue en
aquel momento cuando me encontré con el filósofo, que estaba discutiendo, consigo
mismo, algo referente a la antinomia
locura-salud.
De
mediana estatura, expresión viva, hablaba con ardor. Me habían hablado de sus
'ocurrencias', pero era la primera vez que tenía oportunidad de estar solo con
él y fue entonces que le pregunté
por qué lo llamaban así.
— Además – me
dijo – sé recoger lo característico de cada uno y penetrar en lo profundo de su
alma. Esto me lleva tiempo de contemplación y meditación, siempre busco llegar
al núcleo esencial de las cosas. Tengo mucha confianza en mis recuerdos y en
mis impresiones, pero a veces caigo en inexactitudes o equívocos, debido a la
discontinuidad de mi juicio.
— Pero,
entonces ¿usted se considera enfermo mental?
— Sí y no – contestó.
— ¿Cómo es eso?
Explíqueme. Uno está enfermo o está sano.
— Mire doctor
la vida es una misteriosa representación, donde el escenario varía
permanentemente, los actores deben adaptarse a cada instante. Hay momentos que
uno desea hacerlo, hay otros que no. Y cuando no, nos toman por locos, filósofos
o genios.
— En mi caso
particular – continuó diciendo – he roto formalmente con leyes y principios
sociales. Estoy encuadrado en los míos propios, compatible con todos los demás,
inspirados en la auténtica autonomía del espíritu y la persona.
— Pero ¿cuál es
su filosofía en conclusión?
— La filosofía de manos y brazos abiertos –
contestó.
— Muy bien –
dije –. Desearía seguir hablando con usted, cuando esté desocupado por
supuesto.
— Siempre lo
estoy. El ocio es el mejor y más saludable estado del hombre.
— Si es así, lo
espero mañana en el Pabellón de Practicantes; en mi habitación que es la número
ocho, a eso de las cuatro de la tarde.
Me
fui pensando en todas las reflexiones del filósofo.
Había algo positivo: ya no me dolía la cabeza.
Al
día siguiente golpearon la puerta de mi habitación a las dieciséis en punto;
abrí, era el filósofo.
— No sabía que
los filósofos eran tan puntuales - le dije mientras lo invitaba a pasar.
— No lo soy
generalmente, contestó. Pero la distinción que usted me hace y las
posibilidades de indagar juntos me han tenido desde ayer sumamente ansioso de
continuar hablando.
En
esta segunda conversación lo noté más tranquilo. Lo hice sentar, mientras
preparaba el mate. Tomé el primero, como es de rito; le serví el segundo. Antes
de tomarlo, me miró en forma inquisitiva, como diciendo: ¿puedo hacerlo? Luego
de ello lo vi acomodarse mejor, vislumbré cierta alegría en su rostro. Me pidió
cebar el mate, le pasé la pava.
— ¿Por qué está
usted aquí? – fue mi primera pregunta.
— Porque es en
el único lugar que tengo tiempo y tranquilidad, para luchar con los grandes
enigmas de la vida. La mayoría de los hombres desisten de esa lucha. Se dan por
vencidos y juegan a vivir como niños. Les asusta el enigma de su propia
existencia. Sí, esta vida es la más adecuada para mis reflexiones. Entre estos
muros utilizo toda mi energía para pensar en profundidad.
— Ayer, al
encontrarnos, me dijo cuál era su ubicación en la filosofía – repuse –. Le rogaría que me aclare sus palabras, si las
recuerda por cierto.
— Las recuerdo
muy bien – contestó con seguridad, con una ligera sonrisa.
— Le dije que
era un peripatético. Me siento así porque, al igual que Aristóteles, me gusta
explicar mis teorías mientras paseo por los jardines del hospicio, o por los
patios. Cuando no estaba internado, me iba al Rosedal y siempre encontraba a
alguien que me acompañaba en mis recorridos. Además le dije que tengo sentido
de prospectiva; ello es porque mi pensamiento está orientado hacia el porvenir.
Que creía en la inmanencia. Considero que Dios está en el mundo; junto a mí,
junto a nosotros en este momento; presente en todas las cosas. Y porque busco
de llegar al gnosis absoluto; porque quiero llegar a un conocimiento esotérico
de altas verdades religiosas y filosóficas. Para conseguir esto mis esfuerzos
mentales han sido hasta hoy insuficientes, probablemente los intentos de alcanzarlo
me han hecho alterar la razón en algunas oportunidades. Los esfuerzos de
trascender los procesos lógicos, de colocarme por encima de las actitudes racionales
de mis semejantes, me han afectado. Quizás por esto también estoy aquí. O
quizás por ser lo que no soy, o de no ser lo que soy, o de no ser y ser a la
vez.
Lo
interrumpí, sin saber en realidad si comenzaba a delirar o estaba filosofando cuerdamente.
— Le diré que lo
que realmente me pareció un acierto de su filosofía es la forma como la llama:
filosofía de las manos y de los brazos abiertos.
— Eso da
cabida, o mejor dicho, da todas las posibilidades de articular o insertar
otras.
— ¿Por ello la
llama así?
— Sí, en parte.
Pero también la llamo así porque mi filosofía está dirigida a todos y quiero
recibirla de todos. La verdad es una, pero nadie se debe sentir dueño de ella.
Muchos hablan de haber recibido el conocimiento, otros de sentirse iniciados.
Mi interpretación es otra. Creo que todos los estímulos del mundo circundante
nos ayudan a sacar simples deducciones, pero para alcanzar el conocimiento superior
y penetrar en lo realmente metafísico es necesario salir de la realidad, con
una energía vital, que redoble el esfuerzo de la contemplación y venza la resistencia
de la frontera de lo físico. Allí se puede caer en dos cosas: o en una fantasía
alucinatoria y posterior delirio, o bien en el verdadero conocimiento.
En
ese momento se quedó mirando el infinito, esperando una respuesta que no llegó.
Entendí
que había terminado por ese día. Me levanté, me imitó.
— Bueno, creo
que por hoy debemos suspender la charla. Debo continuar con mis estudios. Pero,
¿qué le parece si pasado mañana, que es sábado, almorzamos juntos? Me miró con
cierta extrañeza, diciéndome:
— Sí... con
mucho gusto... pero ¿dónde?
— Puede ser
aquí, o bien en un restaurante de Constitución. ¿Dónde prefiere?
— ¿Podré salir?
— Sí, yo me
encargo del permiso.
— Hasta el
sábado doctor... y gracias por todo.
Esos
días fueron de intenso estudio. Mi última materia era Clínica Médica. La rendía
en el Hospital Rawson, contiguo. El examen era difícil, nos paseaban por todo
el programa, frente al enfermo. Y también exigían en la teoría. Esto me tenía
totalmente absorbido y alejado de toda otra preocupación.
El
sábado a las doce tocaron mi puerta tímidamente.
— Pase.
Era
el filósofo. Se había afeitado, bañado, perfumado.
— Permiso, no
sé si me esperaba, doctor.
— Sí, por
supuesto. En diez minutos estoy listo. Espéreme en el comedor, enseguida voy.
Salimos
del Hospital. Le propuse ir caminando hasta Constitución. En el recorrido
observé su andar firme, traslucía felicidad.
— Qué curioso,
lo que me pasa – me dijo, mientras caminábamos. – Estaba convencido que ya
nunca me sentiría ligado afectivamente a nadie. Aparece usted y resurgen mis
sentimientos de amistad.
— Me parece
normal, natural. Una reacción emocional compartida, ya que siento lo mismo por
usted.
— Sí, natural
en los normales. Lógica del corazón. Pero en mí han cambiado los juicios de
valores. Mi disposición actual, a la cual llegué por muchas vicisitudes, hace
que en ella no puedan encajar sentimientos interhumanos. Todas mis vivencias
han estado dirigidas hacia lo superior.
— Pero entonces
lo de manos y brazos abiertos...
— Absolutamente
cierto – contestó rápidamente. – Pero una cosa es simpatía, empatía, o contagio
afectivo temporal y otra un sentimiento concreto dirigido hacia alguien, como
en este caso.
— Pero, dígame
– pregunté nuevamente – ¿usted cree que el hombre puede vivir sin amor, sin
sentimientos? ¿Que éstos se pueden manejar a gusto y placer, tan facilmente?
¿Tener el dominio absoluto sobre ellos?
— No, nada de
eso doctor; nada de eso. Mi caso es muy particular. ¿Recuerda que los otros
días me encontró hablando solo? No vaya a creer que estaba alucinado. Eran
soliloquios conscientes, que tienen su origen en no querer darme con nadie
íntimamente. Hablo con todos, escucho a todos. Les explico, de acuerdo al nivel
intelectual de cada uno, me adapto; pero no me doy. No me entrego. Si lo
hiciera fracasarían mis esfuerzos de años.
— ¿Tiene
familia?
— Sí.
Dijo
esto y cambió el rostro. Se quedó en silencio. Faltaba una cuadra para llegar
al Munich. Seguimos callados.
Nos
sentamos, pedimos la comida. Lo miré fijo y le pregunté:
— ¿Usted cree
realmente que se pueden limitar los sentimientos? Y sin esperar contestación,
seguí hablando.
— Sería un
egoísmo inaceptable en un adulto, sano o levemente enfermo psíquicamente.
Comprensible en los chicos que no han desarrollado los suyos. Sin amor no puede
haber comprensión. Sin amor fallan todas las filosofías. El amor es espontáneo,
superior, central, profundo.
Seguí,
sin esperar respuesta:
— Simpatía ¿qué
es eso? Este mozo me cae simpático, la cajera también, quizás no los vuelva a
ver más en mi vida. Simpatía es una reacción periférica. ¿Cómo se mide una
simpatía? ¿Le puede ser simpático un hijo a la madre? ¿O un amigo al otro? No.
Eso rebaja el valor moral de los sentimientos más puros.
—
Bueno, bueno – me interrumpió. – Resulta que ahora el filósofo es usted. Y no
sólo eso sino que en diez minutos quiere echar abajo toda mi teoría de años.
Ambos reímos.
Terminamos
el almuerzo. Iniciamos el regreso al hospital. Pensé que había ido más allá del
punto que correspondía. Sentía la necesidad de ayudarlo y posibilitarle un
nuevo encuentro con los suyos.
— ¿Vive su
familia en Buenos Aires?
— Sí. En
Flores.
— ¿Quiere
visitarlos?
— ¿Cuándo?
— Ahora. Ya.
— Bueno… si...
no sé... Hace mucho tiempo que no los veo. Encontré en ellos una fuerte
oposición cuando expresé mis intenciones de cambiar de vida, no entendieron lo
del ocio creador, fecundo. Pensaron en un error, no me comprendieron. Luego
sospecharon que estaba bajo la influencia de malas compañías. Luego me creyeron
un impostor, un vago. Y al final concluyeron que estaba loco.
Eran
alrededor de las tres de la tarde. Le puse un dinero en sus manos, di media
vuelta y seguí caminando.
—¡Ah! Lo espero
antes de las nueve de la noche – le grité cuando me había alejado unos metros. Seguía
parado en el mismo lugar, mirando el dinero que tenía en sus manos.
Minutos
antes de la hora convenida escuché su voz en el pasillo del Pabellón. No golpeó
la puerta, hablaba desde afuera.
— Doctor,
quería avisarle que
estoy de regreso.
— Pase – dije.
Al
ver que no pasaba, abrí la puerta. Lo noté demacrado, reflejaba en su rostro
dolor y signos de sufrimiento. Sus ojos rojos. No quise hablarle. Sólo dije:
Vaya nomás a su pabellón, mañana o pasado nos veremos.
— Hasta mañana…
y gracias.
— Hasta mañana.
No
sabía cuál iba a ser su reacción. Medité, sin conciliar el sueño hasta muy
tarde esa noche. Se mezclaban cosas, de mi último examen, del filósofo. Me pareció
verlo como atrapado nuevamente por el mundo, su familia. Pensé que de algún
modo él se resistía a cambiar de vida, volver a la angustia. Poco a poco todo
se fue esfumando. Me quedé dormido mirando un cuadro futurista que me había
regalado un paciente, que nunca llegué a entender muy bien. Pasaron varios
días, rendí mi última materia y entré en una vorágine: los festejos por haberme
recibido, fiestas de fin de año. Enseguida un viaje a Bariloche de donde
regresé alrededor del veinte de enero.
Ya
instalado en el Hospicio, me llamaron una tarde de la guardia, por una
internación. Iba camino allí, cuando encontré al filósofo. Estaba acostado en
el pasto, leyendo un diario.
— Hola, ¿cómo
le va? Creí escucharle alguna vez que no leía los diarios.
Al
verme, se levantó rápidamente, se acercó extendiéndome su mano, para estrechar
la mía.
— ¿Me acompaña
hasta la guardia?
— Sí... sí...
con mucho gusto.
— ¿Y? ¿Qué tal
todo?, le pregunté.
— Todo es
sufrimiento y resignación – contestó lacónicamente.
— Pero puede
ser también lucha y superación del sufrimiento – agregué.
Me
miró, bajó la mirada. Noté que había perdido el orgullo filosófico de otrora.
Lo vi más humano. Hasta diría
totalmente cuerdo.
— Vuelvo al
mundo exterior. Esperaba su regreso, para irme. Ya tengo firmada el alta. ¿Vio
ese diario que leía?
Me
lo mostró sacándolo del bolsillo.
— ¿Sabe qué
hacía? Buscaba trabajo. Tengo un oficio, algo abandonado. Soy ebanista. Hace
cerca de diez años que no trabajo... creo que podré.
— ¿Y qué lo
decidió a ello? En menos de un mes ha cambiado todos sus planes. ¿Abandona la
búsqueda filosófica?
— Sí. Todo ha
cambiado para mí. Usted lo cambió todo.
— ¿Por qué yo?
Usted fue. Yo sólo le hablé del amor y de la familia.
— No quería
pensar en ello; cuando lo hice, perdí.
— Habrá perdido
como filósofo, pero ganó como ser humano.
— Dígame
doctor, ¿usted cree que he estado enfermo desde el comienzo?
— Francamente
no lo sé. Quizás lindando... en la frontera... o no.
Era
una tranquila y calurosa tarde de verano, aún me costaba aceptar que era
médico. Llegamos a la guardia, el filósofo esperó afuera. Interné un esquizofrénico,
en realidad un reingreso, que me llevó poco tiempo.
— ¿Entonces
vuelve a la realidad existencial? – dije al salir.
— Temo a eso;
temo a la angustia existencial. Creo como Heidegger que el hombre es angustia,
que la libertad es angustia. Angustia, que surge de la nada y que termina en el
ser.
Por
entonces Heidegger también era eso para mí, Sein
und Zeit y sus exposiciones de fenomenólogo filtradas por el existencialismo
y la Náusea de la reciente guerra.
Sólo mucho después lo vería como ontólogo. Por éso lo contrastaba enseguida con
las perspectivas realistas y así se lo dije.
— Pero usted
tiene conceptos distintos, de la trascendencia, de Dios.
— Sí, mi nada
surge de algo superior. Mi nada tiene otro sentido. Además acepto algunas cosas
de los existencialistas, otras no. Ellos dicen: existo, luego pienso. En eso
soy cartesiano. Pienso, luego existo. (Me señaló un débil mental profundo,
mientras yo apreciaba su opción filosófica como característica de la rigidez
mental promovida por la inseguridad.) Porque puedo existir y no pensar como ése
que está allí. Yo pienso siempre; a veces no duermo por seguir pensando. ¿Y
ahora qué, doctor? Un nuevo despertar a la vida
¿Me adaptaré? ¿O viviré el resto de mi vida con una sensación de
remordimiento por lo que hice, o por lo que no hice, o por lo que dejé de
hacer?
— Creo que lo
más importante que a usted le ha sucedido es que ha vuelto a amar. Un hombre
que no tiene la capacidad de amar, un hombre que no puede querer a sus
semejantes, es una máquina. Sólo los inadaptados emocionales y espirituales,
los inadaptados morales y sociales, o los oligofrénicos, carecen de esa capacidad.
Creo más: que la luz se hizo en su mente y se encontró a sí mismo. Ese debe ser
el triunfo de su filosofía.
Dio
cuatro o cinco pasos sin hablar. Yo había callado. Aún existía lucha interior.
Pero la decisión estaba tomada.
— ¿Puedo seguir
viéndolo doctor?
— Por supuesto
que sí, las veces que quiera.
Pareció
aliviado. Me miró profundamente y en silencio. Seguimos juntos unos metros
más. Yo seguí hacia el pabellón, el se fue desviando lentamente hacia su
destino, en silencio. Caminaba tranquilo, lo noté envejecido. Como alguien que
regresaba de un largo viaje.
Nunca
lo volví a ver." Esto, lo que garrapateé ya hace más de medio siglo en las
páginas en blanco de un mataburro (Vademecum)
en cuyas otras páginas disponibles lucían a lápiz viejas fórmulas magistrales
que utilizábamos en aquellos años (a algunas de las cuales habría que volver
por bien de los médicos, de los farmacéuticos y del país), lo había encontrado veinte
años más tarde, en 1976, pocos días antes de decidirme a transcribirlo
revolviendo viejos recuerdos. En ese momento agregué la última observación.
Nada varió después.
BLOQUEO
Llegó
a verme una tarde a mi consultorio un hombre joven – luego supe la edad,
veinticinco años – elegante, a quien la naturaleza había dotado de todos los
atributos que puede poseer un hombre.
Luego
de un minucioso interrogatorio, surgió el problema que lo traía a la consulta.
Le costó mucho explicarlo, se sentía avergonzado y molesto de reconocer su
dificultad. Herido en su amor propio, lo lanzó de golpe: "Soy impotente.
No sirvo".
— He practicado
casi todos los deportes conocidos. Soy fuerte, he hecho karate, box. Todo anda bien. Sin embargo, cuando llega
el momento no funciono. Doctor, siento una enorme angustia. He fracasado varias
veces.
Hablamos
más de lo que se estila, cerca de dos horas y media. Me contó toda su vida.
Anamnesis completa. Decidí pedirle una batería de tests. Se fue más tranquilo,
diría que con optimismo y cierta esperanza.
Alrededor
de quince días después dejó un sobre cerrado con los resultados de los informes
psicológicos. Pidió hora para el viernes; era lunes.
Ese
mismo día analicé los resultados.
El
test de Szondi mostraba:
"Aleación de
tendencias opuestas. Sublimación de la sexualidad. Urgente necesidad de cariño,
que irrumpe en primer plano con gran intensidad.
Se plantea un
conflicto entre el 'hacerse valer' – 'imponerse' – y la 'vergonzosidad' ('deseo
de no atraer la atención' chocando con el impulso a querer reparar lo que se ha
hecho mal. Configura así el cuadro de un Abel que se exhibe. La salida también
se logra mediante la autoconsideración, quejas y lamentaciones por lo que le
ocurre, continuando así con la técnica de ocultarse y a la vez desnudarse ante
los demás).
Yo impulsivo,
frenado; llega rápidamente al rechazo por acción dominante de la negación.
Tendencia al despliegue interior con orgullo y obsesión.
Inflación
psíquica. Por momentos pérdida del sentido de la autoconciencia. Contacto: tipo
de unión infiel, tendencia al cambio a pesar de no haberse separado del objeto
primitivo.
Proporción
psicosexual: masculinas 13, femeninas 17
Clase:
instintual. Caracteres: megalomanía. Mecanismos obsesivos. Volubilidad sexual.
Homosexualidad latente. Elementos paranoicos."
El
test de Rorschach: "Personalidad
bien dotada cuyo nivel de rendimiento se ve perturbado por una disposición
obsesiva que lo sumerge en una actividad interior angustiosa, tratando de
elaborar su problema sexual.
Siguiendo el
nivel temático y controlando las secuencias, se advierte en relación a dicho
conflicto la imposibilidad de una clara identificación sexual. En su relación
de pareja se reeditan conflictos con la figura materna. Ella o quien la
sustituya, aparece con rasgos de severa rectitud, sobrecogida por ideas de expiación;
después de esos contenidos sobrevienen expresiones de represión reactiva o de
aceptación dependiente.
El problema a
nivel actual es el de la dirección que debe adoptar frente a la mujer, provocando
desajustes heterosexuales.
Inseguridad,
sometimiento, alternando con impulsos violentos reactivos, conmociones
instintivas, agresivo, conforman un desequilibrio interior, que aumentan la
dificultad para pilotear las situaciones, favoreciendo la incubación frustrante
de inoperancia y de impotencia (con todos los matices psíquicos y físicos).
Preocupación
paranoide, vivida ansiosamente como una fachada de encubrimiento que teme
destruir en cualquier momento.
Hay elementos
de tipo hedonista, búsqueda de un 'destete' de la figura parental
dominante, lucha contrafóbica
consciente y sentimiento de indefensa que quiere superar, que conduce a la
aceptación amplia del psicoterapeuta."
Test
de Raven: "Inteligencia
superior al término medio." Psicodiagnóstico de Mira y López. Miokinético:
"Marcada depresión endógena. Heteroagresividad proyectada que tiende a
disminuir. Enfoque paranoide."
Test
TAT: "La figura
femenina aparece con caracteres de dominio, su relación sexual con ella es vivida
como una autoevaluación para medir su rol y desempeño ante ella, con un sedimento
de autoinsatisfacción.
Todo lo que
pueda tomarse como escarceo sentimental, un preludio de tipo sensual, siente
que lo lleva conforme al esquema que se ha trazado. No así en lo erótico, en lo
sexual, donde su racionalización es la dicotomía infantil entre lo que es la
relación permitida a nivel tal vez de pecado.
Su falta de
integración, en una sola mujer, de ambas formas de amor la racionaliza
trasladándola a la idealización que hizo de la figura materna.
Aceptando lo
que puede haber de auténtico, gravita más que todo lo que surge del Rorschach.
Depresión;
adopción en ocasiones de una actitud que puede parecer burlona."
Luego
de apreciar estos informes y los distintos tests, saqué las siguientes orientaciones
para la labor clínica:
Paciente
de inteligencia superior, con un cuadro depresivo, en una personalidad
paranoide con rasgos obsesivo-fóbicos. Con serios conflictos en el área sexual,
donde aparentemente ha jugado un papel importante la madre.
Pasé
a una evaluación preliminar de medios y fines. Consideré que todo lo que lo
perturbaba se podía resolver, si pudiéramos usar en forma positiva sus deseos
de salir adelante, sus propósitos de lograr una buena adaptación y conseguir
normalizar sus relaciones.
Y lo que era más importante: su fe y sus evidentes
ansias de ser tratado.
Comenzamos
el mismo día viernes el tratamiento. Yo había elegido operar con narcoanálisis,
uno de los medios para inducir las producciones imaginarias típicas del
comienzo del sueño. Durante ellas el médico incorpora información motivante
bajo un supuestamente menor umbral de resistencia y de este modo el paciente
puede asimilarla y procesarla no sólo inconscientemente sino también
conscientemente. (La inducción de este semitrance ahora se ha perfeccionado y
se usa también para propósitos no médicos, buenos y malos; desde interrogatorios
forzados hasta cuestiones psi donde
es conocida como ganzfeld technique o
digital autoganzfeld). Se presentó
muy ansioso, deseoso de saber los resultados de los tests y se sorprendió
cuando le dije que no se lo diría ese día. Que lo hablaríamos en las distintas
sesiones.
Lo
hice recostar. Mientras me traían la jeringa, le pregunté de modo que me
refiriera su primer fracaso. Y acto seguido le dije que a partir de ese momento
le prohibía, en forma absoluta, intentar tener contacto con ninguna mujer.
— ¿Por qué te
quieres curar? – le pregunté.
— Bueno, ¿es
natural, no?
— Sí, claro.
— Además,
doctor, me quiero casar.
— ¿Estás de
novio?
— Desde hace dos
años. Muy buena chica. Estoy enamorado. Pero tengo miedo.
Inicié
el tratamiento. Al inyectarlo se mostró temeroso.
— ¿No es
peligroso? ¿Cómo me cura esto?
— Ningún
peligro, tomando ciertas precauciones. Que están tomadas. Ahora aflójate bien,
relájate, deja tu mente en blanco. Y quiero que repitas que confías en que yo
te curaré. Confío en usted, porque usted me curará.
— Confío en
usted. Me curará.
— Luego
repetirás: Me siento completamente tranquilo. Lo pensarás.
— Me siento
completamente tranquilo.
Siguió
en silencio.
Al
comenzar a despertar, movió su cabeza para ambos lados, la expresión de su
rostro marcaba un dolor.
— ¿Qué te pasa
Eduardo?
— No sé, no sé.
Quiero curarme, la quiero a Marta. Son dos cosas distintas.
— ¿Cuáles son
esas dos cosas?
— Me duele un
poco la cabeza. ¿Es normal?
Ya estaba
completamente despierto.
— Sí, es
normal. – Le traje dos aspirinas. Las tomó.
— ¿Puedo
levantarme?
— Si no estás
mareado, sí. Siéntate. ¿Qué sensación has tenido? ¿Se te fue el miedo?
— No, no tengo
miedo. Tuve la sensación de penetrar en algo muy profundo que me abandonaba,
que buscaba refugio en una caverna. Cuando quería salir me hundía.
Lo
mediqué con un antidepresivo-tranquilizante y nos despedimos hasta la semana
próxima.
— Ardía de
deseos de venir – fue el comentario luego del saludo. – He cumplido con las
indicaciones que me dio. Me he sentido más tranquilo. Se ha repetido ese sueño
de los otros días.
Más
seguro, se acostó, se arremangó la camisa.
— ¿Ve que no
tengo miedo?
— Sí, sí. Ya lo
veo. Ahora no quiero que pongas ninguna resistencia. Aflójate bien. Deja tu
mente en blanco. Quiero que te sientas completamente tranquilo. Cuéntame de tu
madre, ¿cómo es contigo? Háblame de tu madre.
— ... mi madre
me cuida mucho... pero le tengo miedo... no me dejaba jugar de chico... no
quiere a mis amigas... las corre... no la quiere a Marta.
Luego
se durmió. Antes de quedar inmóvil, tuvo un ligero temblor. Al despertar, le
dije:
— Quiero que
despiertes contento, sonriendo. Y que me hables de Marta. ¿Cómo es ella? ¿Cómo
es Marta...?
Con
cara de felicidad, me miró y dijo:
— Puedo
hablarle de Marta, tengo deseos de hacerlo.
— Te ruego.
— Es la más
linda mujer que he conocido, un poco haragana. Tiene unos ojos... Me quita las
angustias. Mi madre está celosa de ella... me parece.
—¿Por qué te
parece eso, Eduardo?
— Creo que no
la quiere. La critica. No estudia, ni trabaja. No necesita. Debiera estudiar.
Dibuja muy bien. También sabe cocinar. Me prepara unos platos bárbaros.
Después
de varias sesiones, le pedí que dijera a sus padres que deseaba hablar con
ellos.
— Doctor,
soy demasiado grande.
Ellos no saben nada. Les dije que lo veía por un estado nervioso y nada más.
— Quédate
tranquilo. Nada saldrá de mí. Pero me gustaría hablar con ellos.
Días
después vinieron por el consultorio. Formaban un matrimonio muy distinguido y
se presentaron como los padres de Eduardo.
— Me van a
perdonar. Tengo por norma hablar con los padres de mis pacientes aunque sean
mayores. Siempre ayudan en los recuerdos. Sobre todo de la primera infancia, la
niñez. En fin, agregar algo que ayude en la terapia.
— Pero doctor,
¿está muy enfermo Eduardo?
— No, señora,
nada de eso. Algo nervioso. Dificultad en su concentración y en su memoria.
Quiere recibirse, ser abogado. Le faltan pocas materias y se nota cansado. Uds.
saben, quiere casarse.
Cuando
dije esto último, la señora se sobresaltó, al tiempo que decía:
— Nada de eso
doctor, es muy joven. Lo vamos a llevar en un viaje que pensamos hacer, tal vez
un año. Le hará bien, como descanso.
— ¿Le han dicho
del viaje? ¿Lo consultaron? – El padre no había abierto la boca. – ¿Qué opina
usted, señor?
Rechazó
contestar, sin enojo. Señalando a su mujer hizo un gesto significativo. La
madre de Eduardo retomó la palabra.
— Está decidido
y no hay pero que valga. En pocos días nos vamos.
Se
despidieron y salieron del consultorio.
Todo
resultaba muy sencillo de comprender. Padre débil de carácter. Madre sobreprotectora,
castradora, etc., etc. ¡Et cœtera!
Ya
Eduardo conocía el resultado de los tests, el resultado de la entrevista con
sus padres y teníamos que arribar a conclusiones obligadas. Conclusiones donde
estaba implícita la solución de su problema concreto.
— Lo entiendo
mejor, diría que casi lo comprendo todo. Estaba al borde del abismo. Me
empujaba mi propia madre. ¿Por qué, doctor, por qué?
Cerró
los ojos, brotaron lágrimas que, corrieron por sus mejillas. Estaba dolorido.
Quería dormir. Se despertó de la narcosis, más tranquilo. Continuó un tiempo el
tratamiento. Se fue a vivir solo. Se casó con Marta, estuve en el casamiento.
El padre, padrino de la boda me dio un abrazo, al tiempo que me decía:
— ¿Qué le
parece el novio? De tal palo, tal astilla.
La
madre me miraba de lejos, demacrada. No aceptó el juego de la vida.
EL
DRAMA DE GARRICK
Un
famoso actor cómico argentino llegó a verme a mi consultorio, con un cuadro
depresivo serio; una noche, en plena atención del mismo, me invitó a concurrir
al teatro donde actuaba. Quedé francamente maravillado, no sólo por su
actuación, sino porque además en ningún momento dejó traslucir su estado melancólico.
Esperé
que saliera del camarín para agradecerle su invitación y felicitarlo por su
chispa, sus salidas fuera de argumento, etc. y le dije:
— No hay una
persona que haya estado triste esta noche en esta sala. Usted es un genio.
Me
miró sonriente, complacido y me dijo que al día siguiente me enviaría una nota
a casa. Por la mañana recibí la poesía de Juan de Dios Peza con esta nota.
"Quiero
que Ud. vuelva a leer la poesía de Garrick aunque ya la conozca y que encuentre
en Garrick a su paciente.
REIR LLORANDO
Viendo a Garrick (actor de la Inglaterra)
el pueblo al aplaudirlo le decía
eres el más gracioso de la tierra
y el más feliz... y el cómico reía...
Víctimas del spleen, los
altos lores
en sus noches más negras y pesadas
iban a ver al rey de los actores;
y cambiaban su spleen en
carcajadas.
Una vez... ante un médico famoso
llegóse un hombre de mirar sombrío:
Sufro (le dijo) un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.
Nada me causa encanto ni atractivo.
No me importa mi nombre ni mi suerte.
En un eterno 'spleen' muriendo
vivo.
Y es mi única pasión la de la muerte.
— Viajad y os distraeréis.
— ¡Tanto he viajado!
— Las lecturas buscad.
—¡Tanto he leído!
— Que os ame una mujer.
— ¡Si soy amado!
— Un título adquirid.
— Noble he nacido.
— ¿Pobre seréis quizás?
—¡Tengo riquezas!
— ¿De lisonjas gustáis?
— ¡Tantas escucho!
— ¿Qué tenéis de familia?
— ¡Mis tristezas!
— ¿Vais a los cementerios?
— Mucho... Mucho...
— De vuestra vida actual, ¿tenéis testigos?
— Sí, más no dejo que me impongan yugos:
Yo les llamo a los muertos
mis amigos:
y les llamo a los vivos
mis verdugos.
Me deja (agregó el médico)
perplejo vuestro mal,
mas no debo acobardaros;
tomad hoy por receta este consejo:
Solo viendo a Garrick,
podéis curaros.
— ¿A Garrick?
— Sí, a Garrick...
La más remisa y austera sociedad
le busca ansiosa.
Todo aquel que lo ve,
muere de risa.
Tiene una gracia artística asombrosa.
— ¿Y a mí me hará reir? — ¡Oh sí! Os lo juro.
El, nadie más que él, mas...
¿qué os inquieta?
— Así (dijo el enfermo)
no me curo;
yo soy Garrick, ¡cambiadme la receta!
Cuantos hay que cansados de la vida,
enfermos de pesar,
muertos de tedio,
hacen reir como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio.
¡Oh! Cuántas veces al reir se llora!
Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora
el alma llora cuando el rostro ríe.
Si se muere la fe,
si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa.
Lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: ¡la sonrisa!
El carnaval del mundo
engaña tanto,
que la vida es breve mascarada:
Aquí, aprendemos a reir con llanto,
¡y también a llorar con carcajadas!"
Unos
días después me llamaron de urgencia. Había hecho un intento de suicidio.
Cuando llegué estaba en coma. Hablé con su señora. Me mostró otra carta, que le
había escrito su marido.
"Querida
mía: me sentía desde hace mucho tiempo suspendido en la nada. Nunca negué tu
amor y el mío siempre existió. Pero mi vivir últimamente ha sido una verdadera
angustia y desesperación. Creo que he sido un enorme peso en tu vida.
Hace mucho
tiempo que quiero emerger. Salir de este profundo pozo. Para mi no existe el
esclarecimiento. Dios me abandonó y yo voy tras él.
Me siento
aislado y marginado. Mi existencia ha llegado a límites insoportables.
Cuando todos
reían, inclusive yo, mi corazón y mi alma entera se constreñían de dolor. Mi
proyecto de vida está terminado. Es un drama que necesita este final. La muerte
significa la paz. Adiós amor".
Lo
internamos y se le comenzó un tratamiento intensivo. Si bien la dosis de
barbitúrico era elevada se hicieron lavajes de estómago, suero en goteos permanentes.
Fue así que días después había salido adelante del cuadro tóxico.
Aconsejé
mantenerlo internado con un tratamiento de antidepresivos, somniterapia y
psicoterapia. Concurrí a verlo diariamente.
Al
principio el diálogo fue muy reducido, hasta que llegó a entender mi explicación
analítico-existencial de su problemática y comenzó a aceptar sus fallas de
personalidad y todos los componentes fóbicos, obsesivos y su depresión, la que
arrastraba desde su niñez.
Tenía
primero que encontrar los medios para estabilizarlo emocionalmente. Con la
colaboración de su mujer, poco a poco le fuimos elaborando un futuro con
esperanzas, buscándole distintos caminos para su salvación y adaptación. Tratamos
de hallarle una nueva fórmula para encontrar la felicidad perdida.
Después
de tres meses salió de alta. Paulatinamente se fue reintegrando a sus
actividades. Comenzaron nuevamente sus éxitos, lo volví a ver actuar. Continuó
visitándome en el consultorio.
Un
día al despedirse, ya salía, se paró en la puerta, volvió hacia mí sus ojos y
me dijo:
— Doctor,
mi alma ha comenzado a
reir. Me he alejado de Garrick. Adiós.
No
lo he vuelto a ver, a no ser por los medios de difusión.
OTRA CURACIÓN INEXPLICADA
Una
noche, en el Pabellón de Practicantes del Hospital Neuropsiquiátrico de
Hombres, festejábamos; no recuerdo si la llegada del invierno, de la primavera
o del verano, pero si recuerdo que a las ocho de la noche ya Adorni tenía
preparadas cerca de cien milanesas para empezar la fiesta.
Vera
organizaba la recepción, dando los últimos toques sociales a la reunión,
mientras los ayudantes (internados lúcidos) hacían viajes al exterior del
hospital, buscando vino y otras bebidas.
El
Indio Sosa cataba a medida que
llegaba el vino. El Comandante
Cabrera pegaba gritos y saltos de admiración y recordaba otras épocas cuando
por los pasillos del pabellón "corrían las espiroquetas y los
gonococos", según su decir. Y les gritaba a los nuevos practicantes que
habían sido alimentados a leche de higo y que además los habían arrancado
verdes.
Bosshart,
preocupado en un rincón, observaba una historia clínica, que le acababan de
traer del servicio de cirugía – aparente cuadro de abdomen agudo. Diagnóstico
psiquiátrico: esquizofrenia catatónica. Diagnóstico quirúrgico: apendicitis
aguda con posible peritoneo tomado.
Inmediatamente
nos reunimos alrededor de la mesa del comedor, mesa con capacidad para unas
cuarenta personas y comenzamos el debate. Si se lo operaba ya o se lo enfriaba
con bolsa de hielo y control. Primó este criterio porque ya llegaban los invitados
y no queríamos ser descorteses con ellos. Así se inició la reunión, con un
copetín preparado especialmente para el ablandamiento, luego de ello pasamos a
las milanesas, lomo, etc. con acompañamiento de guarniciones varias.
Horas
después partió el equipo quirúrgico al servicio de cirugía. El paciente estaba
en su actitud catatónica, inmóvil y nos miró sin demostrar ninguna expresión de
asombro. Nos lavamos; luego se hizo la anestesia y lo llevamos a la sala de
operaciones.
Si
en ese momento Arce, Finochieto o Chutro nos hubiesen observado, seguramente
ninguno de nosotros hubiera terminado la carrera de médico.
Las
técnicas quirúrgicas fueron las de los primitivos cirujanos incas, representados
por el peruano Muro, que era junto con Bosshart los que dirigían la intervención.
La anestesia su¡ generis, con una preanestesia
de cogñac. Luego vino el cloroformo. Se inició la operación que terminó con
éxito a las cinco de la mañana, sobrando restos de vísceras. Pero lo más importante
de esta experiencia fue que el paciente bien diagnosticado de esquizofrenia,
curó su apendicitis y también su cuadro mental. Salió de alta curado de ambas
cosas, días después.
Pero
nosotros aún no lo sabíanos. Volvimos al pabellón a festejar el éxito de la
operación sólo en materia de medicina interna, en el momento que Zapico decía
un discurso sosteniendo que él era Oriol, presidente de Francia.
Barrionuevo
seguía comiendo desaforadamente.
Y
el flaco Martínez le hablaba de Tucumán a una señora extranjera que no le
entendía ni jota.
Ballester
y Schiano hablaban de negocios.
Rozada
peleaba con Mena – por una media.
Miró, contemplaba callado un cuadro.
Carafí quería convencer a dos ayudantes que la única solución era la Revolución
Nacional.
Vázquez
Villa intentaba un concierto con la guitarra, pero Pifano insistía sobre el uso
de la creolina para curar el cáncer y que no olvidaran que él era profesor
general de la Universidad y que tenía una casuística muy importante con respecto
a esas curaciones.
Estaba
amaneciendo. Cuando los primeros rayos del sol entraron al pabellón, todos
comenzaron a volver a la realidad. Algunas invitadas debían salir furtivamente,
otras habían desaparecido en alguna habitación.
En
eso apareció Sicotra (internado delirante) con una trompeta con la que nos
sabía despertar y comenzó sus primeras notas.
Se
lo silenció y volvió a su pabellón.
Entonces
llegó su Alteza (repitiendo siempre: "io pago") que decía ser rey de
reyes y que pagaba todos los gastos. También era el Rey de Peche del mundo,
llegó trayendo leche de la cocina.
Decidimos
desayunar y mientras lo hacíamos, ya con Febo afuera, se empezaron a oír los
gritos, cantos, delirios e incoherencias de los internados que habían iniciado
su diaria actividad.
Había
despertado la locura. Nosotros íbamos a dormir la nuestra, sin imaginar que
habíamos inaugurado con éxito la psicocirugía abdominal (1). ¿No decía Platón
que también en el abdomen había alma?
___
(1) Por entonces la psicocirugía había
sido puesta de moda con el resonante éxito proclamado en los artículos de
Mauricio Goldenberg y Mauricio Abadi, "Lobotomía
en tres casos de psicóticos con impulsos" (Archivos de neurocirugía 6,
506-509, 1949) y de Carlos Pereyra, Mauricio Goldenberg y Alberto de Zabaleta,
"Tratamiento por electropirexia en
dos casos de paralisis general progresiva y uno de taboparálisis" (La
Prensa Médica Argentina 36, 2762-2968, 1949).
EL AMOR
EN EL ENFERMO
MENTAL
Una
noche estaba yo en mi habitación del hospital neuropsiquiátrico con un
ayudante. Su nombre era Mario, he olvidado el apellido. Vino luego de la
guerra, del norte de Italia.
Enfermó.
Hizo un cuadro delirante, sobre una personalidad esquizotímica. Culto,
inteligente.
Estaba
yo leyendo un libro sobre la mujer y el amor, cuando Mario que acababa de
traerme un té, luego de leer la tapa del libro, me dijo:
— ¿Usted cree
en el amor?
— ¡Sí, por
supuesto que creo!
— Yo, no.
— ¿Ha sufrido
desengaños?
— Quizás. Ahora
no estoy seguro.
Ese
día lo noté con una lucidez total. Había otros que era imposible hablar con él;
comenzaba a delirar y no se lo podía seguir.
— Dígame Mario.
¿Existe el amor entre los enfermos mentales?
— ¿Sí? ¿No? No
sé.
Y
luego continuó solo haciéndose preguntas y contestándoselas:
— ¿Existe el
amor entre los hombres? Tampoco sé. ¿Existe el amor entre los animales? Puede
ser. ¿Existe el amor entre las plantas? Creo que sí. ¿Existe el amor entre las
piedras? Sí.
— ¿Por qué cree
eso, Mario?
— Porque Dios
está en los minerales.
Y
siguió antes que yo hablara.
— Respira por
las plantas, camina en los animales y piensa a través del hombre. Pero en mi
vida hallé hombres malos, animales voraces y plantas dañinas. Nunca me hizo
daño una piedra, a no ser arrojada por la mano del hombre. Fui mordido, me
quemaron ortigas y fui castigado cruelmente.
— Sin embargo,
Mario, el amor es la fuerza que hace vivir en intensidad a los seres humanos.
Luchar tras logros a veces difíciles; y, sobre todo, soñar permanentemente.
Escuchaba
atento. Y de algún modo me impuse ganarlo.
— ¡Qué sería de
la vida sin amor y sin sueños! Mario, cuando el ser humano deja de querer,
comienza a morir. Cuando se pierde la capacidad de amar, se pierde la capacidad
de luchar. Y a partir de allí, todo es igual: el sol, la noche, la luna o las
estrellas. Pero hay un misterio. ¿Qué sucede cuando se trastornan los mecanismos
de las emociones? ¿Qué sucede en los psicóticos? ¿En los psicópatas? Conozco
como se da en los neuróticos, con ansiedad, con angustia, con histeria, con obsesión.
¡Pero la pasión en los delirantes! No sé.
Me
miró silencioso un instante. Y empezó así:
— Yo soy un delirante. Yo he amado
intensamente. Pero creo que el amor es distinto de un delirante a otro. Nada es
igual. Es como la pasión en los sanos. Unos quieren y otros quieren que los quieran.
Unos saben querer y otros no aprenden nunca. Fui abandonado. Fue ese el origen
de mi enfermedad. Me mató un "metejón". No hay remedio para ello. No
hay consuelo para la desdicha. Sólo hallar el olvido. O contemplar con ansiosa
esperanza los dones de Dios. Dígame doctor ¿qué otra cosa puede ser la pasión
irracional si no locura, enfermedad...?
Se
quedó mirando hacia dentro. Como buscando la respuesta a sus propios
interrogantes.
Cuando me miró, noté en sus ojos un brillo
especial. Entraba en el delirio.
— Mario, tengo
que descansar. Mañana continuaremos. Hasta mañana.
Al
ver mi actitud tan terminante, se levantó y salió del cuarto.
Lo
seguí viendo diariamente, sin cruzar palabras. Sólo los saludos. Hasta que una
noche, golpearon mi puerta. Era Mario.
— ¿Puedo hablar
con usted, doctor? Como está solo pensé que no lo molestaría.
— Adelante,
siéntese.
— He pensado
mucho, en la charla de los otros días. Noches que no he dormido, por resolver
mis propias dudas.
— ¿Cuáles son?
Dígame.
— Primero el
tiempo del amor.
— ¿Cómo es éso?
— ¿Puedo querer
aún?
— Claro que sí.
Esbozó
una sonrisa. Y apretando su labio inferior con los dientes, dijo:
— ¿No existe un
desgaste? ¿No se borrará en el cerebro el centro del amor? Fui internado por
ello. Tanto tiempo aquí. Años de monotonía, de abstinencia, resentimientos.
Humillaciones.
Viví enterrado
estos años. No creo
que exista la felicidad para mí.
— Algo ha
cambiado en usted Mario. Ha vuelto a pensar. Se ha marcado una huella en su
cerebro, que estaba borrada por el olvido, por el no pensar. Ya existe una
señal de alerta.
Mientras
le decía estas cosas, pensé en su cuadro mental crónico, sin soluciones. Hasta
dónde era conveniente crearle expectativas, sobre bases falsas. Era su última
esperanza. Yo la alimentaba. No sabía si hacía bien. Había un corazón que
latía, en su cerebro enfermo. Hay tanto para saber de las enfermedades mentales.
¿No estará allí, dentro del pecho, el origen de los delirios? Hasta ayer vivía,
sin imágenes, sin deseos, sin sentimientos. Le había colocado una burbuja de
esperanza en su mente. Le había tirado una cuerda. Se sentía auxiliado. Lo podía
ver en su entusiasmo al hablar. En sus ojos y en sus palabras. Parecía más cuerdo.
— Es cierto
doctor, no pensaba. Me enredaba en mi propia confusión. Y cuando en alguna
oportunidad pensé salir, me embotaba concientemente para volver a entrar en la
oscuridad.
Suspiró
profundamente, como si fuera distinta la realidad. Mostrábase aliviado,
auxiliado. Veía una vertiente nueva. Tanta desesperanza.
— ¿Cómo puede
curarse un "loco", si está rodeado de locos? ¡Si todo el ambiente
está enfermo! Negligencia, descuido. Basura, eso somos, Basura. Abortos. Mal
paridos. Pasión, amor. Si me he dejado de querer a mí mismo. ¿Cómo podré querer
a otro ser?
Sólo creo en el
hambre. Y en la sed. Sólo creo en el pan y en el agua que me la quitan.
En ese momento, comenzó una alucinación:
— Ya voy. Un
momento. Ya voy.
— ¿Quién lo
llama Mario?
— No lo puedo
decir ahora. Mañana quizás. Mañana.
Se
levanto de la silla, se dirigía hacia la puerta, cuando giró lentamente y a
pesar de la perturbación que lo inquietaba, me dijo:
— Me hubiera
gustado mucho tener un hijo. -Con ello me hubiera evadido para toda la vida.
Quedé
pensando en su respuesta. Con ello me probó un sentimiento. Un deseo superior.
Algo más que el instinto de conservación.
Dos
noches después tuvimos qué descolgarlo de un árbol, de donde pendía con una
soga al cuello, muerto.
Son
frecuentes los suicidios. Este era distinto para mí. Luché muchas noches con mi
conciencia. Hasta que un día en una cantina decidí hablar largo con mi amigo
Núñez. Estábamos esperando a Canosa y Caracotche, que se demoraron.
Le
expliqué cómo habían sido las cosas. Me escuchó. Tomó un sorbo de vino, me miró
y me dijo:
— Chango, vos
sos muy afectivo. Como yo. Todo fue un sueño. Es necesario que lo olvides. Era
una fantasía incompleta. Se completó ahora. No podía ser de otra manera. Tú le
diste el valor que no tuvo en años para decidirse. Le injertaste la razón.
Y
rodeándome con su brazo, me dijo:
— Mira
Changuito, debes olvidarlo. Ya pasó. La locura es eso, abunda de cosas
extrañas, de miedos y verdades. Actuaste bien. Confía en mí.
Sentí
un gran alivio. Pensé en Mario. Volvería a hacer lo que hice. Hablé con él, lo
escuché. Se sintió querido, comprendido. No estaba solo. Cuando supo la verdad,
la única salida era el suicidio. O quizás se había curado.
Su
imagen se fue esfumando poco a poco.
EITEL COLIQUEO NÚNEZ
En
los hospitales psiquiátricos suceden muchas cosas, alegres y tristes; normales
y muchas anormales. Quizás, muchas de ellas, comunes a todos los grupos
humanos. La diferencia es que aquí la integración es distinta, se unen dos
sectores con distintos enfoques de la existencia.
Una
de las cosas que más nos mortificaba y que sigue siendo un verdadero drama para
el enfermo mental es ver cómo la mayor parte de los internados son abandonados
por sus familiares. Los primeros días concurren diariamente, luego
semanalmente, más tarde mensualmente y después nunca más. Tan es así, que por
lo menos en aquellas épocas los médicos debíamos citar a los parientes para
hablar del enfermo, que necesitaba del afecto de ellos, además de elementos de
higiene, etc., etc.
¿Cuál
es la reacción de los enfermos al abandono? Gran parte de ellos no quieren irse.
Y nos decían "esto es nuestro hogar". Su todo.
Lo
hemos encontrado en cartas que nunca enviaron, en papeles, paredes, anotaciones
de aquellos enfermos que morían solos. Verdaderas tragedias que han vivido bajo
un encierro voluntario. Alegatos a la sociedad actual, a quien hacían
responsable de su soledad.
Muchos
salían de alta, curados; y los volvíamos a ver al poco tiempo, algunos
alienados, otros simulándolo para poder internarse. Tenían el estigma, estaban
marcados. Habían perdido el derecho de vivir en familia.
Cuando
a los más lúcidos les hablábamos de sus derechos en la sociedad, nos decían que
habían sido arrojados de la sociedad, desamparados. Y agregaban "nosotros
pertenecemos a este mundo y nada más. No nos interesa la libertad en esas
condiciones. Aquí tenemos amigos, casa, comida; ¡qué más!"
He
conocido a muchas personas en contacto con los enfermos mentales que han
comprendido todas estas cosas. Y le han dado calor humano, en el trato de todos
los días. Recuerdo que, cuando entré a Alienadas (Moyano), me impresionó mucho la
forma de ser del Dr. Armando,
del Dr. Del Valle y del Dr. Cabral. Pero quien dejó marcado un
recuerdo que jamás podré olvidar fue Eitel Coliqueo Nuñez, quien me enseñó el
trato cariñoso a la enferma más agresiva o deteriorada: a entenderlos más
profundamente.
Nuñez
había nacido en Tapalqué, provincia de Buenos Aires. Fue quizás lo mejor que
conocí en mi vida. Como hombre, como capacidad y como buen amigo.
Nunca
quiso terminar su carrera de médico, le faltaban un par de materias. Sabía lo
que un profesor, enseñaba como tal. No quiso recibirse, no quiso cambiar su
status-rol. Fue el eterno practicante.
Su
placer era despertarme por la mañana con su mate amargo y la guitarra. Con la
pava, el mate y "la viola", nos metíamos en la habitación de Braulio
Moyano, de Armando, o del jefe de servicio que estuviera de turno y lo
despertábamos con música y mate. El Indio,
como lo llamábamos a Nuñez, sólo tocaba dos cosas en guitarra, dos cosas
sureñas, "El Pollito" y una
milonguita campera; ahí terminaban sus conocimientos de música. Después me
pasaba el "instrumento" y debía seguir hasta la hora de ir al
Pabellón.
Nuñez
murió hace unos años. Al morir frisaba en los sesenta nada más. Había sufrido
tres infartos. Era un fumador empedernido.
Se
entusiasmaba con las improvisaciones y las payadas. Recuerdo una en lo del Dr. Martínez Dalke; la "tenida"
duró varias horas y hasta
el momento de morir me lo recordó: Chango,
la vamos a seguir arriba, señalando el cielo. Ese día lo vi muy mal y yo me
fui muy mal. No volví a verlo vivo.
Revolviendo
unos papeles encontré lo que le escribí para el día de su muerte. Para
despedirlo. No lo pude decir.
Dice
así:
Hízose la noche y nació la luz. Luz que lo
conduce y lo llama ahora.
Se aleja en vuelo de plateado sino, hacia su
destino, el que sonó siempre, el de la pureza de su alma intensa, el de su
pasión, el de su locura por la verdadera señal de Dios.
Inspirado en brumas que se develaron a sus ojos
de mirada triste encontró el camino de la paz.
Allá en la noche de su nueva senda brilla una
estrella, la de su luz, que conservaremos con el recogimiento ante la
incomprensible transformación: "Él no se ha ido, el aún sigue aquí."
Cada cosa suya, cada recordarnos de sus movimientos, de su comportarse, de su
deleitarse en las buenas obras; de su gran desapego por los intereses, de su
drama vivo del dolor ajeno, de su silencioso culto cotidiano.
Dejo, con mi drama de la soledad, la canción
sincera de la lejanía. Miro a la distancia esa luz plateada de una estrella
tenue dibujada sola en el cielo azul, en la inmensidad. Misteriosa estela de su
fugaz vuelo, que persiste pura en el firmamento de la aurora roja del amanecer.
Día tras día veremos ese amanecer, claro algunas veces, otras muy brumoso; un
destello siempre brillará a lo lejos, el de su alma inmensa, llena de ilusión.
Hasta siempre, hermano.
NICOLAS PIFANO
Entrada
la noche, comenzaba en el pabellón una actividad social intensa; esto sobre
todo cuando no estábamos en época de exámenes.
El
instrumento musical más utilizado fue siempre la guitarra.
Abel
Fleury, el eximio guitarrista, estuvo internado durante una temporada y nos
deleitaba con sus conciertos del atardecer.
Uno de los practicantes, hoy destacado médico,
también era concertista de guitarra. Me refiero a Vazquez Villa.
Y
al final la guitarra caía en manos de Nicolás Pifano, quizás la figura más
importante del hospicio. Tal es así que un pabellón lleva desde hace unos años
su nombre; figura en una placa, que fue colocada en medio de una ceremonia en
la que él estaba presente. Hoy ha fallecido.
Son
tantos los recuerdos de Pifano que necesariamente debo ampliar su historia.
Nicolás se transformó en un símbolo. Su increíble bondad le valió el cariño de
todo. Antes de enfermarse fue juez de paz en Bahía Blanca. De allí lo trajeron
por su problema psíquico.
Siempre
sostuvo que lo internaron sus contrarios políticos, que no le permitieron
llegar a la vicepresidencia de la Nación porque según él integraba la fórmula
Alvear - Pifano. Usaba sombrero permanentemente, se anudaba dos o tres corbatas
al cuello, llevaba un ancho cinturón con algunos patacones y colgaban de él varios
pares de medias. Siempre andaba moviéndose para ayudar a quien lo necesitase.
Por la mañana temprano se encargaba del desayuno en el pabellón. Por las noches
nos leía textos de medicina, sobre todo en épocas de examen; sin embargo
debíamos tener cuidado pues muchas veces hacía sus propias interpretaciones,
agregando a lo que leía párrafos de su inspiración.
Recuerdo
una noche en la que comenzó a recitar el Martín Fierro (lo sabía todo de
memoria) acompañándose con la guitarra. A eso de las dos de la madrugada nos
fuimos a acostar y a la mañana siguiente lo encontramos guitarra en mano
finalizando el poema de Hernández.
Pero
no sólo conocía poesía gauchesca sino que incursionaba en todo género. Recuerdo
unos versos de Campoamor, que Pifano siempre repetía:
Para el mundo que sin fe
presume mucho y ve poco,
es necio el que menos ve
y el que ve más es un loco.
O
la otra del mismo autor:
Hay Cresos que con ansia desmedida
gastan la vida en apilar dinero,
sin calcular primero
que el oro vale menos que la vida.
O
aquel otro de Lope de
Vega,
Pues ningún loco se hallare
que más incurable fuera
si ejecutara y dijera
un hombre cuanto pensare.
De
Muñoz Seca:
Siempre fuiste enigmático
epigramático y ético,
gramático y simbólico
y aunque te escucho flemático
debes saber que lo hiperbólico
no me resulta simpático.
Siempre
en verso nos daba un remedio contra la hipocondría.
Vida honesta y arreglada,
hacer muy pocos remedios
y poner todos los medios
de no alterarse por nada.
La comida, moderada,
ejercicio y distracción;
y no tener aprensión.
Salir al campo algún rato,
poco encierro, mucho trato
y continua ocupación.
De
todo lo que decía, una frase me impactó y ha quedado grabada en mi memoria:
"La respuesta a todo es el amor".
Era
un filósofo, delirante para el mundo, para la ciencia.
A
veces pienso si Nicolás Pifano no fue el más cuerdo de los hombres que conocí
en mi vida.
Por
lo menos fue el más bondadoso.
SILENCIO
Cuando
abandonaba aquella habitación con una exagerada refrigeración, sentí como el
calor me golpeaba el rostro y comencé a escuchar todos los sonidos y las voces como
altisonantes. Es que aquella habitación estaba dotada no sólo de refrigeración
sino que sus paredes estaban adaptadas a prueba de sonido.
— Volveré
dentro de un par de horas – le dije a la enfermera que acompañaba desde hacía
aproximadamente dos años a la señorita Estela, quien había permanecido en
silencio absoluto todo ese tiempo.
Le
indiqué además que suspendiera todo tipo de medicación a partir de ese momento
y que le quedaban terminantemente prohibidas las visitas.
— Se pondrá muy
nerviosa e irritada, doctor, si no le administramos ninguna medicación – objetó
la enfermera.
— Trate de
mantenerla todo lo posible sin drogas – contesté –. Usted será la única persona
que sabrá lo que aquí hacemos. Y no olvide que como enfermera le corresponde
guardar reserva absoluta de todo lo que ocurrirá; es secreto profesional.
Alzó
la vista y yo fijé mis ojos en los suyos, que se movieron indecisos.
— Controle su pulso,
respiración, temperatura; anótelo cada dos horas. Asimismo mida orina y observe
si evacúa intestino. Todo anótelo.
Hice
una breve pausa.
A
partir de este momento confío el cuidado de la paciente a usted y a nadie más.
Ni sus padres deben verla. Debo ausentarme por dos horas – le dije –. Hasta
luego.
— Hasta luego –
repitió la enfermera, cierta mezcla de intriga y de temor reflejada en su cara.
Subí
a mi coche y me dirigí hacia la ciudad, distante veinte kilómetros de aquella
estancia de la provincia de Buenos Aires.
Azul,
pueblo antiguo, con una larga historia, aún conserva viejas casas de construcción
primitiva. Zona rica, por su ganado y agricultura.
Fui
directamente a una de las farmacias principales. Pedí un hipnótico en ampollas,
un psicoestimulante también en ampollas, jeringas y demás. Luego me dirigí a la
Unión Telefónica y pedí una comunicación a Buenos Aires, para saber si existía
alguna novedad de este caso y noticias en general.
— Ha llamado en
dos oportunidades un señor que estaba muy interesado en la Srta. Estela, pero
no quiso dejar su nombre. Insistió en saber dónde estaba internada. La
respuesta fue que se desconocía el lugar.
Volvía
de regreso al campo y comencé a pensar si había hecho bien y si no había sido
riesgosa mi decisión de tratar este caso, en medio del campo, sin apoyo
sanatorial. Sólo la enfermera y yo, con el personal de servicio de una antigua
estancia que evidentemente debía ser una de las más importantes de la provincia
de Buenos Aires. Según escuché hablaban de un gran número de cabezas de ganado.
Existía también una cabaña de toros que en varias oportunidades había sido
premiada en la Sociedad Rural.
Entre
soliloquios y recopilando el caso recordaba que hacía una semana se presentó en
mi consultorio un señor mayor, cansado, deprimido, afectado por el fuerte calor
de ese verano infernal. Se dejó caer en el sillón y con un tono de desesperación
me dijo:
— Doctor,
creo que es la última
persona que concurro a ver y pienso que en usted está la posibilidad de salvar
a mi nieta. Si no es así dejo de luchar y me doy por vencido. Hasta hoy han
fracasado todos los tratamientos. Ha estado internada en los mejores sanatorios,
con los mejores especialistas y no se ven cambios en su estado psíquico.
— Cuénteme,
señor. Hábleme del caso – pedí.
Mi
secretaria nos había traído dos te fríos con limón y sacarina, que además de ser
refrescantes y quitar la sed constituyen una buena receta para adelgazar.
— Esto pasó
hace dos años – contestó mi visitante –. Mi nieta era una niña encantadora de diecinueve
años, llena de éxitos en el ámbito social, en lo deportivo buena jugadora de tenis y golf, estudiante universitaria, con
alegría de vivir y simpatía natural poco común. Vive con mi señora y conmigo,
sus padres separados y vueltos a casar ambos la habían dejado con nosotros
cuando ella tenía siete años. Mi hijo, su padre, concurre a verla semanalmente.
La madre se casó con un empresario estadounidense y está viviendo desde hace
seis años en Venezuela.
En general la
vida de mi nieta transcurrió normalmente. Creo que a pesar de la situación de
sus padres era feliz. Única hija, única nieta – mi hijo no tuvo más hijos – era
la luz de nuestros ojos. Mi situación económica es buena. Biarritz, Costa Azul,
París, etcétera, cuando ella lo decidía. Vivíamos por ella, doctor.
A
esta altura del relato la emoción lo había afectado y continuaba hablando con
lágrimas y con una voz angustiada.
— Una noche,
doctor, la trajeron de una fiesta; una reunión en la casa de una familia
conocida, gente muy seria. Se había quedado sin voz, no podía hablar, su rostro
era de total sorpresa. Nos interrogaba con la mirada. Inmediatamente llamamos
al médico de la familia. La recostamos, preparamos un té caliente que no quiso
beber. Después de medianoche llegó el médico clínico, que la examinó detenidamente.
Diagnosticó un cuadro de afonía aguda, le recetó un paliativo, gargarismos,
reposo en cama y que guardara silencio.
Doctor Valdés,
desde hace dos, años mi niña guarda silencio total. No volvió a hablar. La
examinaron los especialistas en garganta más destacados del país, todos
coincidieron que no presentaba ningún problema orgánico. La llevamos a Estados
Unidos, igual resultado.
De regreso en
Buenos Aires comenzamos a pensar en la parte psíquica. Fue así que comenzó
tratamiento psiquiátrico, psicológico, psicoterápico. Tratada en forma
individual, en grupo, en nuestra casa, bajo internación, en forma ambulatoria.
Hemos probado todos los métodos, doctor, ninguno ha dado resultado. La conclusión
de los especialistas es que estamos frente a un caso que muestra un fuerte
complejo de culpabilidad, o que una fuerte tensión emotiva la habría llevado a
un mutismo total.
Todos hasta hoy
han coincidido en ello, pero cuando llega el momento de la curación o del conocimiento
del por qué está así han fracasado lamentablemente. Debo decir que la conducta
de todos ellos ha sido muy honesta y que al no ver una evolución favorable, me
han explicado que no pueden seguir adelante, ya que no se ve mejoría. Alguno
consideró que estábamos frente a una psicosis grave, esquizofrénica y aconsejó
internación, impregnación con psicofármacos; otro, electroshock;
y uno de ellos,
insulinoterapia. No nos hemos decidido por ese tratamiento tan severo; tenemos
miedo. pensamos que no puede ser tan grave, si hasta unas horas antes de aquel
día era una niña totalmente normal. No puede ser, doctor, no puedo aceptarlo.
Allí
empezó con una crisis de llanto, que le impidió continuar. Quedé en verlo al
día siguiente en su domicilio de la Avenida Alvear a las diecisiete horas.
Cuando
llegué, me esperaba el matrimonio mayor, con una ansiedad que se reflejaba en
sus rostros.
— Dr. Valdés, he pensado toda la noche en usted
– comentó la señora –. Esta casa es un cementerio. Se ha perdido la
alegría de vivir.
— Nuestra niña
está arriba, en su cuarto; en este momento descansa por los efectos de un
tranquilizante.
La casa es una de aquellas de las que quedan pocas
ya en nuestra capital, muy grande para tres personas; seis, con las tres de
servicio. La recepción tenía las paredes cubiertas en boisserie; en el living había una araña enorme. Traté en forma casi
involuntaria de contar el número de lámparas mientras hablaba del caso, pero no
pude terminar de hacerlo; eran muchas. Subimos a la habitación, decorada en
estilo francés, sin excesivo lujo pero sin que faltara un detalle. La enferma dormía
en una cama de dos plazas. Sentada a su lado una enfermera de tipo fraulein se levantó al llegar nosotros,
respondió al saludo con seriedad y se hizo a un lado, cediéndome la silla para
un mejor examen de la enferma.
— ¿Desde cuándo
duerme? – pregunté.
— Desde las
trece, hora en que comió una pequeña parte de lo que le sirven, como siempre.
Su
estado general era sólo regular. Había perdido diez kilos de peso, se le
efectuaba tratamiento de suero endovenoso semanalmente, vitaminas, minerales …
pero no era suficiente, ya que su alimentación por boca era reducida.
Traté
de despertarla sacudiéndola suavemente. No respondió. Entonces presioné
ligeramente sobre su hombro derecho mientras repetía su nombre.
— Estela.
Despierta. Quiero que me escuches.
Sus
párpados temblaron. Vibró sensiblemente su cuerpo y ante mi persuasiva
insistencia Estela se sobresaltó, abrió los ojos, me miró unos segundos con
atención y luego volvió a sumirse nuevamente en su estado con algo de indiferencia
y algo que respondía a los efectos de las drogas.
— Siempre es
así, doctor, aunque esté sin medicación; siempre es así.
La
observé por espacio de quince minutos, sin hablar; tomé su pulso, revisé
también su abdomen, no mostraba signos de alteración física. No obstante su
pulso era hipotenso, ligeramente taquicárdico. Lo que más me preocupaba era su
pérdida de peso, que en estos dos años siempre había sido progresiva. Salí de
la habitación y bajé al escritorio, mientras me servían un whisky.
— Con mucha
soda – pedí.
— ¿Qué piensa usted,
doctor, de nuestra niña? – preguntó el abuelo.
— Les diré; lo
primero que quiero proponerles, es el alejamiento de Estela. Lejos de esta
casa; no sé aún el lugar. Si fuera posible, en las afueras, lejos del ruido de
Buenos Aires. Quizás buscando romper su silencio con más silencio y soledad. Pero
dónde, no sé.
— ¿Podría ser en el campo? – inquirió la abuela –.
Tenemos un campo a unos trescientos kilómetros de aquí, en Azul. Es un lugar
cómodo y con personal de servicio de muchos años.
— Sí, creo que
puede ser.
— ¿Cómo hará usted,
doctor? Si desea le alquilamos un avión para que pueda viajar, no sé si
diariamente, usted dirá.
— No – dije –; me
voy a vivir a Azul por un tiempo, al campo, junto con la enferma. Pero quiero
estar solo con ella y que a ese lugar no entre nadie más que la enfermera y yo.
Hice
una pausa para subrayar un pedido especial.
— Otra cosa
quiero pedirles. Con urgencia necesito que la habitación donde permanezca Estela esté totalmente
aislada de los ruidos, bien refrigerada y que nadie entre en ella. Sólo Fanny (la enfermera) y yo – repetí nuevamente.
— Doctor,
todo lo tendrá listo en
pocos días, lo importante es Estela.
Terminé
mi whisky; les había abierto otra puerta a la esperanza de ambos abuelos.
Saludé y salí a la calle. Aún hacía calor, eran ya las siete y media de la
tarde. Seguí caminando por Alvear hasta Callao, me detuve a tomar un café; saqué
mi libreta de anotaciones y organicé mi partida hacia Azul para dentro de … ¿qué habían dicho? … cuatro días. Anoté además ideas
sueltas, "diagnóstico", "tratamiento de Estela". Pero lo
más importarte fue que al final puse, "pronóstico: bueno, recuperación
total". Me sentía optimista. Tenía fe.
Esto
fue un sábado. El día miércoles al mediodía me llamaron.
— Todo está
listo, doctor. ¿Cómo trasladaremos a Estela? – preguntó el abuelo.
— En ambulancia
– contesté.
— ¿Y usted, doctor?
— Yo viajaré en
mi coche. Necesito los datos del campo. Lo espero esta tarde a las diecinueve
horas en mi consultorio, con todos los datos; sobre todo quiero saber la hora
que llegará la ambulancia al campo. Quiero estar allí antes que ella.
Al
día siguiente salí muy temprano para Azul, ya que según referencias del abuelo
la ambulancia llegaría a últimas horas de la tarde de ese día.
Llegué
bien con mi Estanciera, sin
inconvenientes. Eran las diez y media de una mañana que prometía ser muy
calurosa. Me recibieron el encargado del campo y su señora, que cumplía funciones
de ama de llaves o algo así.
— Lo
esperábamos, Dr. Valdés.
Nos avisaron anoche que usted llegaría por la mañana.
— Lo primero
que necesito es ver la habitación que tienen preparada para la señorita Estela.
Además, debo pedirles desde ahora gran tranquilidad y que se evite todo tipo de
comentario al respecto.
Llegué
a la habitación. No habían escatimado gastos y me sorprendió la rapidez con que
se había hecho todo. Había un orden perfecto y estaba todo tal cual lo había
pedido. La habitación estaba alejada del resto de la casa, disponía de baño
privado y se llegaba por corredor techado. Dos camas tendidas, dos sillones chicos,
una mesita de luz y una mesa contra la pared opuesta.
Me
bañé, almorcé, descansé un rato a la siesta como es allí costumbre general.
Salí luego a recorrer los alrededores de la casa, mientras pensaba en detalle cómo
encararía el tratamiento.
Llegó
la ambulancia cuando ya comenzaba a anochecer. Estela estaba semidormida, la
habían sedado antes de salir. Subí y me acerqué a ella.
— Hola Estela.
Soy el Dr. Valdés, quien te va a
ayudar. Soy quien te va a curar.
Bajaron
la camilla y la acostamos en la cama destinada para ella, que siguió sin
cambios en el rostro.
— ¿Qué tal el
viaje? – pregunté a Fanny.
— Bien, doctor;
viajó tranquila. No
hubo inconvenientes.
— Me alegro de que
hayan venido solas. Pensé que no sería así.
— Fue difícil
el despegue. Estaban ambos abuelos muy afectados, pero le han tomado confianza,
doctor.
— Quiera Dios
que no los defraude y salga adelante con Estela. Este timbre está conectado con
mi habitación; cualquier novedad a partir de este momento, me avisa, ya sea
durante el día o la noche. Mañana comenzaremos el tratamiento. Hasta mañana y
que descanse.
Antes de salir
me acerqué a Estela, que me miró inexpresivamente. Le di un beso en la frente y acaricié su
mejilla.
— Hasta mañana,
Estela – siguió el silencio.
Mientras
comía, recordaba que tenía diez días para resolver el problema: licencia en el
hospital y en mi consultorio. Había dejado mis enfermos por diez días, no sin
bastante resistencia por parte de ellos y de mi familia.
Dormí
bien esa noche, sin interrupciones. Con la música de los grillos y la tranquilidad
que ofrece el campo. Nada hay mejor que el campo para descansar.
Esa
mañana comencé mi tarea con Estela. Desayuné temprano, luego me encaminé hacia
la habitación de la enferma.
— ¿Qué tal
durmió? – le pregunté a Fanny.
— Bien, doctor;
toda la noche. La llevé al baño a eso de las once, luego durmió hasta hace
media hora. No ha desayunado aún.
— Prepáreme la
medicación, por favor. La inyectaremos ya mismo. La dosis es tres centímetros
cúbicos del frasco de pentotal sódico, con un cuarto de cada una de las
ampollas pequeñas.
Estela
permaneció en la misma posición de siempre, semidormida. Me vio acercarme sin
modificar su actitud.
— Extiende tu
brazo derecho – le ordené, como si fuera un hecho natural.
No
respondió a la orden.
Entonces
lo tomé y le coloqué un elástico alrededor del mismo. Fanny me alcanzó un algodón con alcohol.
Apliqué lentamente la medicación. Al pincharla no hizo ningún gesto de dolor.
Silencio.
Allí
comencé la narcoterapia. Simplemente el primer día hablé durante casi tres
horas, al dormirla, mientras dormía y al despertar.
— Soy el Dr. V. Quiero ayudarte. Este tratamiento se llama
narcoterapia y actúa sobre tu subconsciente. Lo que inyecto es pentotal, con
atropina y un psicoestimulante. Algunos lo llaman el suero de la verdad. Quiero
que cooperes. Te quiero ayudar, Estela.
Cuando
despertó el primer día miró con cierto interés, pero permaneció inmutable. Sólo
noté un gesto hacia la enfermera, como si le molestara su presencia. Desde ese
día nunca más estuvo presente Fanny. El resto del primer día la vi varias veces sin
mayores variantes.
El
segundo día de tratamiento, por la noche, Fanny me llamó. Había escuchado quejidos o algo
parecido. Tuvo la impresión de escuchar palabras. Cuando llegué dormía
profundamente.
Llegó
el tercer día de narcoterapia.
— Estela, te
pido realices un movimiento con tu brazo derecho. Levanta tu mano derecha.
Levanta tu mano.
Hizo
un pequeño movimiento para alzar la mano y se quedó dormida profundamente. Al despertar, me
miró distinta. Le sonreí, le pellizqué una mejilla y le dije:
— Estoy
conforme contigo, Estela. Las cosas van bien. Tienes que seguir cooperando,
haciendo esfuerzos por sanarte.
Ese
día le pedí a Fanny que
tratara en lo posible de mantenerla sentada en la cama; no dejarla dormir e
intentar que caminara dentro de la habitación.
Al
cuarto día por la mañana, inicié la sesión pidiéndole que sonriera y diciéndole
que lo que había hecho no era tan malo.
— Nadie te
odia, Estela. Todos te quieren bien. Tus abuelos, tu padre y yo. Sobre todo yo
te comprendo, Estela. No es tan malo lo que has hecho. Es natural que haya sido
así, Estela.
Esto
último lo decía sin saber nada en especial, pero fue una especulación para
tratar de conseguir su reacción.
Cerró
los ojos, aparentemente dormida. Salí de la habitación y le dije a la enfermera
que no le hablara y la dejara con su silencio.
Volví
por la tarde, comencé a inyectarle y estuve hablando sólo por espacio de una
hora. Durmió y cuando comenzó a despertar le dije:
— Quiero que me
digas tu nombre. Tu nombre. Cómo te llamas.
Y
rompió el silencio:
— Me llamo
Estela.
— ¿Y qué te
pasa, Estela?
— No puedo. No
puedo. No puedo hablar.
— Ahora sí. Ahora estás hablando. ¿Tuviste un
accidente? ¿No es así, Estela?
— Sí.
— ¿Cómo fue,
Estela?
— Estoy
cansada. No más hoy.
— Muy bien,
dije: pero te voy a pedir algo muy importante. Quiero que comas. ¿Deseas comer
algo en especial?
— Me es igual.
— Mañana
vamos a salir a caminar. Por hoy nada más. Te pido que recuerdes todo. Ahora
sonríe, Estela. Sonríe.
Me miró atenta. Sus ojos se llenaron de lágrimas
y sonrió.
Saqué
mi pañuelo, sequé sus lágrimas y me despedí con un beso en la frente.
— Hasta mañana,
Estela.
No
la volví a ver ese día.
Eran
las dos de la madrugada del quinto día cuando sonó el timbre en mi habitación.
Me vestí rápidamente. Cuando llegué a su cuarto la encontré con un cuadro de
excitación psicomotriz.
— Fanny, cárgueme la jeringa sólo con pentotal y
atropina.
Rápidamente
la enfermera trajo la medicación y comencé a inyectar muy lentamente.
— Déjenos
solos, Fanny – le dije en alta voz
para que me escuchara Estela.
Ya
solos pregunté:
— ¿Qué te pasa,
Estela? Cuéntame.
— Soy una
degenerada. Quiero morir. No quiero seguir viviendo. No quiero volver a pecar.
— Trata de
repetir mentalmente lo que te digo: "Me siento completamente tranquila".
Repite
mentalmente: "Me siento completamente tranquila".
Deja tu mente
en blanco. Mañana hablaremos, estarás más tranquila. Me contarás todo.
Serenamente. Caminaremos por el campo. Ahora duerme.
Allí
empujé el émbolo de la jeringa y el hipnótico hizo efecto rápidamente.
Al
día siguiente, sexto día, cuando entré en la habitación Estela estaba desayunando,
comiendo una tostada con manteca y mermelada. Comía con deseos.
— ¡Buen día,
Estela!
— Buen día,
doctor – saludó Fanny.
Y
como un eco lejano, Estela repitió:
— ¡Buen día,
doctor!
— Mire, Fanny, cuando Estela termine de desayunar,
quiero que la vista. La pasaré a buscar dentro de media hora –, dije y me
retiré sin observar su actitud.
Cuando
regresé me esperaba sentada en uno de los sillones, vestida.
— Vamos, Estela
– dije –. Hasta luego, Fanny.
Era
una hermosa mañana de sol. La temperatura agradable. Caminamos unos cincuenta
metros sin hablar. De pronto observé que me miraba.
— ¿Qué tal,
Estela? ¿Has dormido mejor anoche?
— Sí.
— Más
tranquila.
— Sí.
— Todo lo
arreglaremos juntos. Tú y yo. Todo se solucionará. Sobre todo tú conciencia,
Estela.
— ¿Cómo,
doctor? – dijo lánguidamente.
— Comprendiendo
mejor. Lo que tú has hecho es humano. Desde que el mundo es mundo pasaron cosas
así. Es producto del exceso de amor. La pasión irracional.
— Sí, claro.
Pero no con un tío carnal, hermano de mi madre.
Hice
como que no había escuchado esto último y seguidamente le pregunté.
— ¿Habías
bebido, Estela?
— Sí.
— ¿Mucho?
— Sí.
— No puedo
caminar más, estoy agotada. Mareada. Volvamos, por favor.
Regresamos
en silencio. Se acostó. Controlé su presión arterial. Estaba con 10 de máxima y
6 de mínima.
— Déle un
hipertensor y que duerma, dije a Fanny.
Viajé
al centro de Azul. Fui directamente a la Unión Telefónica, llame a Buenos
Aires. Hablé con el abuelo de Estela. Le comenté lo sucedido, es decir, que
había empezado a hablar. Escuché que gritaba a su mujer contándole la novedad.
Emocionado, me preguntó si podían viajar ese día para verla.
— No, será allí en Buenos Aires, en poco
tiempo.
Almorcé
en la ciudad. Recorrí todo el centro, llegué cerca de la estación y pedí
visitar una antigua casa con entrada por la calle San Martín y salida por la
calle opuesta. La casa de mis abuelos. Allí nació mi padre el 26 de junio de
1885.
No
sé si por lo de Estela, por el lugar, pero me sentí muy emocionado. Me alejé
sin saludar a los actuales moradores. Me escapé, temía que mi voz no respondiera
bien. Caminé varias cuadras hasta que volví a mi coche y regresé.
Llegué
cuando caía el sol. Me esperaba el encargado.
— ¿Cómo está,
doctor?
— Bien. ¿Alguna
novedad?
— Sí, doctor.
La Srta. Estela pidió para mañana que le preparen su caballo.
— Qué por favor
ensillen otro para mí. En lo posible manso.
Luego
de bañarme, visité a Estela. Estaba comiendo.
— Come todo,
doctor – dijo Fanny después
de saludarme.
— Me alegro,
contesté. "Te vas a venir gorda, te vas a venir" – le dije imitando
el arrabalero.
Estela
se rió.
— Mañana
saldremos juntos a cabalgar. ¿Estas de acuerdo, Estela?
— ¿Podré,
doctor?
— Claro que sí.
— Me comentó el
encargado que eras una experta amazona.
— Regular.
— Que tome la
pastilla para dormir, Fanny. Hasta
mañana, Estela. Antes de dormir voy a ensayar con una escoba, para estar mejor
preparado para mañana.
Ambas
rieron.
— Que descanse,
doctor – dijo Estela.
— ¡Ah! Y muchas
gracias por todo lo que hace por mi.
Al
día siguiente me encontré que nos esperaba un mensual con dos caballos, cerca
de la habitación de Estela. Entré a su cuarto y la encontré transformada, con
ropas de montar; se la veía alegre.
— ¡Ah no! Eso
es trampa – le dije –. ¡Yo no tengo equipo! ¿Dónde iremos, Estela? Tú que
conoces debes guiar.
— Le mostraré
el lugar más bonito de aquí.
Hablaba
fluidamente, con ánimo; se notaba su mejoría física.
Llegamos
a un arroyo, que atravesaba el campo. Hasta ese momento hablamos de cosas
intrascendentes.
— ¿Qué te
parece si bajamos?
— Bueno - y se
descolgó del caballo.
Habíamos
andado unos kilómetros y comencé a sentir ciertas molestias en los muslos. Debe
ser el galope, pensé.
Atamos
los caballos, nos sentamos a la orilla del arroyo. Y sin preámbulos me dijo:
— ¿Qué opina
usted doctor, de todo esto? ¿Saldré adelante? Es espantoso. ¿Cómo podré mirarle
la cara a mis abuelos, a mi padre?
— Hasta hace
unos días los mirabas.
— Sí, pero los
miraba, sin ver. Y el silencio era una barrera.
— ¿Cómo fue
todo Estela? Lo que recuerdes, dímelo. Estamos totalmente solos.
Hubo
un silencio. Luego dijo:
— Desde que mi
madre se fue del país, me escribe una carta mensual, a veces creo que lo hace
por compromiso, no sé, es tan rara, bebe mucho. No ha querido volver ni
siquiera de paseo. Muchas veces he pensado que sigue enamorada de papá. Pero ya
los dos tienen su propia vida, sus hogares separados. La actual mujer de mi
padre, es una snob, vive de la
estupidez humana.
Hablaba
cada vez con más entusiasmo y con deseos de decir cosas.
— Pero la cosa
es otra, doctor.
Desde que se
fue mi madre, mi tío Ernesto, que me lleva cerca de veinte años, me venía a
buscar semanalmente.
Claro que cuando
yo tenía trece años, el tenía treinta y pico; yo lo veía muy mayor. Soltero,
ahora ha pasado los cuarenta. Íbamos al cine, a tomar el té, a caminar con
algunas amigas mías o de él.
A veces me
decía, "Mira Estelita, a veces pienso, que yo reemplazo a tu madre. Y que
mi hermana, que sabe que te veo seguido, está contenta y tranquila con ello".
— Estela, es
cerca ya de la una, está haciendo calor. Volvamos despacio y me sigues contando
– la interrumpí, porque su tenor emocional se alteraba progresivamente y temía
una crisis.
— Qué hermoso
lugar – comenté –. ¿Hace mucho que conoces esto?
— Desde muy
chica. Siempre venía a este arroyo. Me quedaba largas horas hablando sola.
Piense, doctor;
hija única, padres
separados. Mis abuelos me han dado todo lo que quise, pero nunca pueden dar lo
que da una madre a una hija, o un padre al varón. La mayor parte de los hijos
de separados, son neuróticos, abandónicos, minusválicos – espetó.
— No todos
Estela. Sí, un porcentaje significativo; pero no todos.
Llegamos
a la casa y le pedí que me acompañara a almorzar en el comedor. Se cambió y
apareció quince minutos después, ocasión en que la noté más tranquila.
— ¿Cómo está,
señorita Estela? – le preguntó la señora encargada.
— Bien, Juana;
mejor. Gracias.
Se
sentó en silencio, observé que comía con deseos.
— ¿Quieres
vino, Estela? – le dije, acercándole la botella.
— No, gracias,
doctor.
— ¿Te gustaría
escuchar un poco de mi vida?
— Sí.
— Soy casado,
con seis hijos. El menor tiene menos de un año, se llama Juan Sebastián. Lleva
ese nombre por Juan Sebastián Bach. A mi mujer siempre le gustó la música de
Bach.
¿Qué opinas de
los chicos, Estela?
— Me gustan.
Hubiera deseado tener uno o más hermanos, los he necesitado.
¿Tiene hijas
mujeres?
— Sí, tres.
Carolina, Dolores y Josefina.
— ¿Son
cariñosas?
— Sí, mucho. Yo
también lo soy. Siempre pensé que a los hijos hay que darles mucho amor, pienso
que eso les da seguridad.
— Muy cierto,
doctor. Yo siempre he sido insegura de mi misma. He sufrido de miedos
nocturnos, pesadillas. Una vez soñé que me ahogaban en una bañera y me pareció
ver la cara de mi madre que reía.
Terminado
el almuerzo, nos fuimos a descansar y le pedí que me escribiera esa tarde el
hecho que tanto la afectó; que luego de leer lo escrito, destruiríamos el
papel. Pensé que sería más fácil para ella.
La
vi por la tarde. Se sentía
muy cansada, no tenía deseos de levantarse de la cama.
— ¿Has escrito,
Estela?
— No, doctor.
Pero le prometo que esta noche lo haré, detalladamente.
Esa
tarde me dediqué a escribir parte de la historia; temía olvidar detalles. Antes
de acostarme, pasé por la habitación de Estela.
— ¿Es
necesario, que duerma la enfermera aquí esta noche? – dijo.
— Sí –
contesté.
— La molestaré con la luz.
— No importa.
Está acostumbrada a dormir a medias, como todas las enfermeras del mundo.
En
ese momento entró Fanny.
-¿Alguna
indicación? – preguntó.
— Sí, Fanny. Estela va a escribir esta noche; deje la
luz del velador prendida. Usted duerma. De todos modos tiene el timbre a mano.
Hasta mañana y
felices sueños.
Afuera,
una noche estrellada, de una belleza increíble. Luna nueva. Música de distintos
tonos.
Dormí
toda la noche, sin perturbación – y al día siguiente me levanté, no había hueso
en el cuerpo que no me doliera. Lo notaba al sentarme, sobre todo. Me senté a
desayunar, pedí dos aspirinas; las estaba tomando cuando llegó Estela, con
varias hojas escritas.
— Buen día,
doctor; lo prometido es deuda. Aquí está todo. Me costó escribir ciertos
detalles pero está escrito. ¿Cuándo lo piensa leer?
— ¿Desayunaste?
— No.
— Bueno, hazlo.
Luego nos sentaremos en la galería y leeré.
Decía
así:
"Dr. antes de empezar: siento una profunda vergüenza y
estoy arrepentida de lo que hice.
Pero por
primera vez, me doy cuenta que usted comprenderá; que alguien sabrá mi secreto
y confío en usted.
¡Ah! Quiero
decir algo, lo hago por escrito porque no me animo a hacerlo personalmente, ¿lo
puedo llamar Santiago? Me da más confianza".
Levanté los
ojos del papel y mirándola – estaba sentada a dos metros de mí – le dije:
— Sí, puedes
llamarme Santiago.
— Gracias – contestó.
Sigue
la nota.
"Después
de la separación de mis padres, pasaron años hasta que llegué a convencerme de
que Ernesto llenaba el espacio vacío dejado por mi madre.
Una noche, hace
de esto algo más de dos años, me invitó a comer. Él venía con una señora amiga.
Del restaurante fuimos a una boîte, "África", que está en el
hotel Alvear. En un momento dado me sacó a bailar y fue la primera vez que noté
que era un hombre. No tío, ni madre-tío; un hombre. Me intranquilicé esa noche,
no pude dormir bien.
Al día
siguiente lo llamé y le pedí verlo. Quedamos en almorzar juntos, en "La Biela".
Cuando llegó,
le pedí que me escuchara y le expliqué lo de la noche anterior, que había
notado una serie de sensaciones raras, cuando bailaba con él.
—
¿Como qué? – me dijo.
—
No sé explicarlo bien.
—
Esta noche podremos ver qué es lo que pasa contigo.
Me pasó a
buscar por casa a eso de las siete de la tarde. Tomamos un copetín en nuestro
club; tenía que ver a un amigo allí.
Luego fuimos a
comer, bebimos vino y decidimos ir nuevamente a África.
Estábamos
solos. Bebimos una y otra vez, whisky; más de la cuenta quizás.
Más tarde le
pedí que me acercara hasta la casa de unas amigas mías, donde estaba invitaba a
una fiesta.
—
Pasaremos por mi departamento, antes. Quiero buscar cigarrillos y dinero. Me
encontraré con unos amigos más tarde.
En su casa tomamos
otros whiskies – y lo que
puedo recordar, doctor, es que estoy acostada en su cama desnuda con una hemorragia
y a Ernesto, desesperado, diciendo:
—
¿Cómo hice yo esto? ¿Cómo te he hecho esto?
Me vestí
rápidamente, me coloqué algodón en la herida, salí corriendo, llegando a la
puerta de su departamento sentía sus sollozos de arrepentimiento.
Llegué a la
casa de mis amigas, caminando, corriendo, a cinco cuadras de la casa de
Ernesto; toqué el timbre, salió una de ellas – el personal de servicio ya se
había retirado – y cuando quise saludarla, no pude hablar. Había perdido el
habla, no tenía voz.
Me llevaron a
casa, todos muy sorprendidos y asustados. Quizás falten detalles, en rasgos
generales está todo. El resto lo conoce ya.
Finalmente
¿cómo termina esto, Dr.? ¿Qué
será de mí? ¿Superaré todo lo pasado? ¿Volveré a ser quien fui? No creo, ya no
será igual.
Muchas gracias,
doctor. Estela."
Terminé
de leer. La observé unos minutos, sin que lo advirtiera. Finalmente le pedí que
camináramos.
— Agregaremos
algo al tratamiento, que te ayudará a superar el problema. Mandaré a buscar
unos medicamentos que hoy mismo lo comenzarás a tomar.
Es un nuevo
antidepresivo, con otro psicofármaco que cumple funciones de antiobsesivo y
antifóbico. Seguiremos por la tarde con narcoanálisis. Luego de la siesta
iniciaremos la etapa final de esta parte del tratamiento.
Volvimos.
— Por favor Fanny, prepáreme la inyección. Aumente a media ampolla
del estimulante, resto igual.
Comencé
a inyectar y no tardó en aparecer la reacción de ansiedad, con marcada
angustia. Llorando y a gritos, me dijo:
— Lo quiero. Lo
quiero a Ernesto. Soy una perdida. Me violó. Era como mi padre y me violó. No
hay salvación para mí.
Sin
quitar la jeringa de la vena, dejé de inyectar y le dije:
— Quiero que
escuches atentamente esto que te diré Estela, entiende bien lo que te diré. Ya
que luego dormirás.
Tu tío Ernesto
se suicidó. Dos días después de lo que sucedió se suicidó. Hace dos años que
Ernesto murió en forma instantánea, de un tiro en el corazón.
Abrió
los ojos, me miró con desesperación, se quiso levantar. Pero en ese momento
empujé el émbolo de la jeringa y quedó dormida.
Cuando
averiguaba los antecedentes hereditarios y personales de Estela, su abuelo me
había dicho de la muerte del hermano de la madre. "Un suicidio raro",
dijo; "no podemos entenderlo". En aquel momento tampoco yo lo relacioné
con este problema.
Durmió
por espacio de treinta minutos. Al despertar abrió muy grandes sus ojos, me
miró con ansiedad. Pidió fumar. Desde que se enfermó no había vuelto a fumar. Fanny le alcanzó un cigarrillo, lo encendió, temblorosa.
Aspiró profundamente, largó el humo; me preguntó (con los ojos cerrados y los
dientes apretados).
— ¿Es cierto,
doctor? ¿Es cierto lo de Ernesto?
— Sí, Estela,
sucedió dos días después de lo que pasó entre ambos. Van pasados dos años de
ello.
— ¿Pero cómo
nunca nadie me lo dijo? ¿Por qué? ¿Por qué? – Y se puso a llorar violentamente.
Lloraba auténticamente, sentida. Era un llanto guardado durante dos años.
Al escuchar los
gritos, entró Fanny.
— ¿Necesita
algo, doctor?
— Sí, Fanny; quédese, cuídela que no se haga daño.
Déjela llorar todo lo que desee, eso le hará bien. Las lágrimas borraran sus penas.
Déle luego
estas dos pastillas, dormirá hasta mañana. No le insista si no quiere comer.
Quédese a su lado. Me avisa cualquier cosa.
Pasé
a eso de las diez de la noche, dormía profundamente.
— Pasó la
tormenta, doctor. Duerme bien.
— Hasta mañana,
Fanny.
— Hasta mañana.
Cuando
al día siguiente entré en su habitación me sorprendió no encontrarla en su
cama. La enfermera notó mi sorpresa:
— Se está
duchando en este momento. Durmió bien. Se despertó hace unos minutos, preguntó
por usted – comentó Fanny.
— Gracias.
Cuando esté lista, dígale por favor que la espero en la galería.
Apareció
una media hora después; caminaba tranquila, despacio. Se acercó a mí.
— Buen día,
doctor.
— ¿Qué tal
Estela?
— No sé qué
hacer. No sé cómo empezar de nuevo. Luego de todo este tiempo en silencio... creo
que dejé de hablar porque dejé de oír. No escuchaba nada.
— Estabas
escapando, Estela. El mecanismo más expeditivo que adquirió en ese momento tu
organismo fue la mudez. Fue una conversión, un mecanismo psicosomático. Pusiste
una barrera al mundo. Tú misma me lo dijiste, una barrera entre tí y el medio.
Pero ahora te
pido dominio: que vuelvas a vivir alegre, a tener la alegría de vivir. Hablar de otras cosas. Alguien dijo que llevar una
astilla en el corazón y hablar de otras cosas es hazaña de fuertes. Y tienes
que ser muy fuerte. Sobre todo los primeros días, en que tendrás que
enfrentarte con gente, principalmente con tus abuelos y tus padres.
— Mi padre. Mi
madre ya no existe. ¿Es posible que en todo este tiempo que estuve enferma no
haya venido a verme? ¿Cómo es posible?
— Ya veremos,
Estela; ya veremos. Por ahora no huyas de tu familia y enfréntate. Las cosas han mejorado; es
un secreto de dos.
Hoy viajamos a
Buenos Aires. Iremos en mi coche, con Fanny. Saldremos a las 4 de la tarde.
En
el viaje hablamos de temas generales, sin mayor importancia. Llegamos a Buenos
Aires de noche. Unos kilómetros antes me dijo:
— Tengo náuseas.
— Asoma la
cabeza por la ventanilla, haz algunas inspiraciones profundas, espira lentamente.
Fanny, búsqueme
unas gotas de algún antiespasmódico. Vamos a parar en alguna estación de
servicio para que las tome.
Mejoró.
Además de las gotas le di un tranquilizante.
Llegamos
a la casa de los abuelos. Nos esperaban, inclusive el padre de Estela.
Cuando
entró, la noté muy pálida; temí una lipotimia. Corrió hacia el abuelo
pidiéndole perdón por todo lo que habían sufrido por ella. Se abrazaron.
Todos
lloraban y los dejé solos.
Salí,
subí a mi coche; me sentía bien. Doblé hacia el bajo y me dirigí hacia mi casa
en Belgrano. Al día siguiente me llamó Estela por teléfono.
— Santiago,
le quiero hacer una
invitación y le ruego la acepte. Lo invitamos a comer esta noche en casa, venga
con su señora. ¿Puede ser?
— Sí, Estela,
con mucho gusto, ¿a qué hora?
— Veintiuna horas.
— Hasta luego.
— Gracias,
doctor.
Apenas
pasadas las nueve llegamos. La casa era distinta: gran cantidad de flores,
todas las luces prendidas. Nos esperaban los cuatro; pasamos a la recepción.
— Perdone lo de
ayer, doctor – me dijo el padre de Estela. No nos dimos cuenta, estábamos
aturdidos, emocionados. Disculpe que no lo atendiéramos.
— Nada de eso, entendí
muy bien la situación.
Tomamos
una copa allí y pasamos al comedor. Estela, la más activa, antes de sentarse
controló la cocina. Ella había dirigido todo.
— Ha vuelto a
ser la de antes – me dijo la abuela.
— ¿Usted que
opina, señor? – pregunté dirigiéndome al padre de Estela.
— Estoy muy
contento, doctor, pero desearía saber cómo puedo cooperar para su total
restablecimiento.
— De ello
prefiero que hablemos en mi consultorio.
Esa
noche fue todo alegría y felicidad. Un tiempo después apareció por mi
consultorio la madre de Estela. Había llegado de Venezuela y antes de ver a su
hija, quiso visitarme, conocer exactamente cuál era su estado.
— Yo no viajé
en aquella oportunidad, doctor, porque antes que la noticia de la enfermedad de
Estela recibí la carta de mi hermano Ernesto, donde me contaba todo lo que
había sucedido y terminaba diciéndome que había decidido suicidarse ese mismo día.
Cuando llegó la
carta de Ernesto pedí inmediatamente una comunicación con Buenos Aires, pero ya
había sucedido el desastre.
Me afectó mucho
todo eso y me refugié en la bebida. Viví meses alcoholizada; luego mi marido me
internó en un sanatorio de Miami, en Estados Unidos, donde estuve varios meses.
Salí de allí curada; volví a mi casa de Caracas. Mi esposo es empresario estadounidense,
una persona muy buena pero muy práctica y pensó que debía dejar pasar un
tiempo, antes de venir a Buenos Aires.
Pero ya estoy
aquí y dispuesta a aceptar las críticas. Me hago responsable de mis culpas. Ya
he visto a mi ex-marido, el padre de Estela y fue él quien me dijo que debía
visitarlo a usted, antes de ver a mi hija. ¿Cree usted conveniente que la vea
ahora?
— Pienso que
sería conveniente tener antes una charla con el padre de Estela y usted.
Al
otro día concurrieron ambos a mi consultorio. De esa reunión surgió la decisión
de encontrarnos al día siguiente a las diez de la mañana en el Hotel Plaza,
donde residía la madre de Estela.
Esa
misma noche concerté una entrevista con Estela para encontrarnos a las nueve
del próximo día en una confitería de la calle Florida.
Le
expliqué todo lo que padeció la madre, omití la carta de Ernesto. Le hablé de
su alcoholismo crónico, de su internación en Estados Unidos. Que había sufrido
mucho. Le pregunté si estaba de acuerdo en encontrarnos con ella y con su padre.
Me dijo que sí.
De
allí nos encaminamos al hotel. El encuentro fue muy emotivo. Yo tenía grandes
esperanzas de esa reunión. Pensé sería bueno para todos. Resultó bien.
Hoy
Estela está casada, con dos hijos. Vive feliz.
Su
madre viaja cada dos o tres meses a Buenos Aires, entusiasmada y deseosa de ver
a sus nietos.
Un
día recibí un obsequio, con una nota que decía:
"Santiago
– para Ud. este recuerdo de toda una familia a quien le devolvió la felicidad
perdida. Estela".
Los
dejé creerlo, pero no me lo creí. A veces las cosas salen bien; ya sabía yo que
no siempre.
HISTORIAS CORTAS
Estas historias
cortas fueron momentos vividos. "Instantes", algunos dramáticos,
otros graciosos, todos reales, que sucedieron así como los cuento. Sin
agregados, ni rebuscados argumentos; tal cual pasó así lo digo, sin modificación
de ninguna especie.
CONVERSIÓN
El
único lujo que no pueden permitirse los normales o los cuerdos es la "locura
de los locos". No es loco quien quiere, sino quien puede.
Se
dice que el débil mental es el pobre que nació pobre; el demente es el rico que
empobreció y el psicótico es el que desvió su fortuna.
— ¿Vale la pena
la vida de ser vivida con esta enfermedad en mi cerebro? Incurable, ¿no,
doctor?
¿Qué pasa cada
momento en mí? Me transformo en distintas cosas. Me siento desde insecto hasta
gigante. He visto mi imagen pasar frente a mí. Pero lo que más me asustan son mis
ojos, mis propios ojos. Cuando me miro a un espejo tiemblo y cuando lloro, mis
lágrimas son gotas de sangre.
Un día mientras
me afeitaba, desapareció mi cara frente al espejo. Otro día me imaginé que era
un mono y comencé a saltar y a adoptar la conducta de un simio; me detuvieron,
no entendieron nada. ¿Cómo le podía explicar al policía? Pensó que estaba borracho,
me envió a un calabozo. Permanecí cuarenta y ocho horas detenido. La mitad del
tiempo lo pasé arrodillado, pidiendo a Dios que me ayudara a comprender. Que
alguien me explicara si soy culpable de mi herencia patológica.
Una vez tuve
que entender que si seguía siendo judío, sufriría todos los dolores que
sufrieron mis padres. Me convertí al cristianismo y leí, aprendí a rezar, a buscar
a Cristo. Cuando creí haberlo hallado, me habló y me insultó. "Morirás
judío, maldito". No me importan los juicios humanos doctor, pero no puedo
contra Dios.
Ayer se repitió
un sueño: voy por una senda malherido, sangra mi circuncisión, hasta quedar
anémico – y despierto transpirando, gritando, con un dolor muy fuerte en la
zona genital y le confieso que debo masturbarme; es lo único que me calma en
ese momento. Y luego comienzo con los problemas de conciencia. Nunca hice mal a
nadie, doctor. Creo ser mejor que el católico mas ferviente y práctico. Pero
doctor, ¿vale la pena la vida, de ser vivida así? Tengo veinte años y sólo
conocí sufrimientos, visiones dolorosas, culpabilidades injustas y lo más grave
es que no tengo capacidad de terminar con mi vida.
Fue
largo el tratamiento. Le tomé mucho afecto.
Le
expliqué y le enseñé con paciencia a descubrir la ilusión de la vida. Que
diariamente se operan milagros y que todo ello está en la fe que uno tiene. No
analizar con los sentidos todas las cosas, algunas hay que hacerlas con el corazón.
— Sí – solía
decirme –. Pero soy yo el que carga con el peso y no usted.
— Es mía la
responsabilidad y la preocupación de curarte – le contestaba.
Hizo
durante un período de dos meses un priapismo rebelde, lo mediqué con alcanfor.
Busqué el origen más en profundidad, por medio del narcoanálisis. En una sesión
apareció la imagen de una mujer que lo había engañado, con quien había iniciado
un romance y de la cual aún seguía enamorado.
— Ella era lo
único que poseía en mi vida y me jugó sucio. No he conseguido sobreponerme y
creo que no lo lograré nunca. Me persigue día y noche, tengo sueños eróticos.
Cuando
me explicaba estas cosas comenzaba con taquicardias y debía medicarlo con
sedantes. En una oportunidad tuve que llegar a la quinidina, por que no le
calmaban los tranquilizantes.
— Hace unos
meses se casó. Tenía derecho a hacerlo, estaba libre. Pero yo no merecía eso.
Me dejé convencer. La creí mía para siempre. Fui un idiota.
— El mundo no
se viene abajo por la traición de una mujer – comenté un día –. El corazón se
renueva en cada instante. Renace cada mañana.
— No, eso no es
así. Hay un destino, hay un amor, hay una vida.
Seguimos
avanzando. Bajo el efecto de la narcoterapia le provocaba su fantasía. Había
mejorado notablemente. Podía decir que, prácticamente, su cuadro psicótico
había empalidecido.
— Nunca le
conté doctor. Hice tratamiento con ácido lisérgico. Luego seguí no sólo con el
ácido. También fumé marihuana.
Notó
mi asombro, porque jamás hasta ese día me había comentado el problema de su
toxicomanía.
— Perdóneme no
habérselo dicho antes. Todo fue culpa de ella. Estaba muy enamorado. Yo era muy
tímido. Ella me ayudó a ser más extrovertido. Cuando dejé de verla me
transformé. Me torné muy agresivo, violento con todo el mundo. Y así llegué a
la locura total. Cuando me encontró usted...
Recién
descubría que su cuadro psicótico podía ser "reactivo". Es decir una
resultante de tóxicos, que se habían sumado a su estado depresivo situacional.
Y que el pronóstico era totalmente distinto. De allí la mejoría que se podía
apreciar y que era franca.
— ¿Sigues
tomando o fumando?
— No. Desde que
empecé el tratamiento con usted dejé totalmente.
— ¿Has tenidos
deseos?
— A veces. Pero
lo he dominado con las pastillas que me dio usted
Pasó
el tiempo gris y sin sentido que había vivido los últimos meses. Vencimos el
cuadro depresivo. No presentó síntomas de abstinencia. Comenzó a ver el mundo
de otra tonalidad. Un nuevo romance ocupó su mente. Reía de nuevo. Reía con
esperanza.
Volvió
a vivir.
FIJACIÓN
— ¿Sabe por qué
lo sigo viendo, doctor? Porque estoy enamorado de usted. Necesito escuchar su
voz, mirar sus ojos, sus manos, estar cerca suyo. Cada uno de mis instantes son
para usted y todo lo que entra en el campo de mi conciencia tiene relación con usted
Todo
ello me lo decía un hombre casado, padre de tres hijos, de treinta y cuatro
años de edad, profesional, con lágrimas de vergüenza y de dolor y con un cuadro
depresivo con un fuerte impulso de autoaniquilamiento.
— Nunca fui
homosexual, ni siquiera he tenido experiencias homosexuales. Pero estoy
enfermo, muy enfermo. Cuando lo vi por primera vez – concurrió por un estado
depresivo, en una personalidad obsesivo fóbica – a pesar de mi estado estaba
enamorado de mi mujer, quería a mis hijos y mi hogar. Hoy no me interesa nada.
Deseo estar cerca suyo todo el día, de noche no duermo y sigue usted como un
parásito, en mi mente y en mis pensamientos.
Comencé
tratamiento de electroshock y tranquilizantes, al mes los suspendí y seguí
con narcoanálisis. Lo veía dos veces por semana. Al segundo mes de tratamiento,
luego de una sesión de narcosis, al comenzar a despertar me dijo:
— Doctor,
usted es mi padre...
— Repita eso – le
pedí.
— Usted es el
padre que no tuve, lo quiero como a un padre.
El
padre abandonó el hogar cuando él tenía pocos años y nunca más lo volvió a ver.
La
búsqueda del objeto perdido es de una influencia total en este cuadro. Las
pérdidas importantes no se convierten en un hecho real para el que lo sufre
hasta que pasa algún tiempo. Y mientras esto sucede el damnificado sigue manifestando
una angustia de separación.
Y
surgen así tipos de comportamiento que pasan por distintas etapas; pero siempre
están asociados con el deseo de recuperar el objeto perdido.
Muchos
casos, similares a éste, nunca dejan de luchar, aunque comprendan que su
búsqueda es inútil, negando la realidad.
Y
volviendo a este caso, existe una imagen del padre, borrosa, armada en
ilusiones o en fantasías, que surgían desde hacía mucho tiempo, en razón del deseo
de hallarlo.
Como
adulto había configurado una neurosis de abandono, con todas las características
de la misma y la arrastraba desde su infancia. Pero dado el tiempo
transcurrido, siempre abonado a la angustia, fue poco a poco minando sus posibilidades
de superar el justo dolor. Entró cada vez más de lleno en la fantasía. Al
querer convencerse de la falsa realidad pretendió hallar en mí su objeto
perdido.
LA MADONA DE LAS SIETE LUNAS
Hacía
pocos días había ido al cine, a ver "La Madona de las Siete Lunas".
No sé si recuerdan la película, que nos mostraba una mujer con doble
personalidad donde la protagonista pasaba por momentos en que abandonaba a su
marido y se iba con otro hombre. Estaban en ese momento muy de moda las
lecturas sobre psicoanálisis y no existía revista donde no apareciera un
artículo haciendo referencia a algún tema similar.
Llegó
una tarde a mi consultorio un matrimonio. Prácticamente me venían a plantear su
separación; recomendados y aconsejados, no recuerdo por quien que les había aconsejado
que hablaran conmigo, habían llegado a pensar que no estaría de más la apreciación
de un especialista. Los hice pasar juntos e inmediatamente comenzó la agresión
de parte del marido, mientras ella se defendía bastante bien con argumentos
relativamente válidos.
Opté
por verlos por separado e hice pasar a la señora. Le dije:
— ¿Quiere usted
salvar su matrimonio?
Contestó:
— Doctor, tengo
dos hijitas, mi marido es buena persona, trabajador, buen padre...
— Pero entonces,
¿qué ha pasado? Cuénteme usted – repliqué.
— Doctor, es
una desgracia lo que me sucedió. Vino un primo mío de Italia; hacía dos meses
que vivía en casa, hasta que comenzara a trabajar. Luego se mudaría. Es joven,
me trajo regalos. Los chicos en el colegio. Y un día me requirió de amores y yo
acepté. Fue nuestra desgracia que mi marido, ese día, vino antes del negocio.
No vio nada en especial, pero sí nos vio acostados juntos y acariciándome. ¡Qué
desgracia! Doctor, por los chicos. No sé que hacer.
— Bueno,
señora, sin decirle a su marido quiero que lo antes posible vaya a ver una
película que se llama "La Madona de las Siete Lunas". ¡Ah! Y tenga
cuidado, porque también le voy a pedir a su marido que la vea.
Pasó
el marido al consultorio y me hizo idéntico relato: "cosa que no podía
explicarse", ya que Mariela había sido una santa toda su vida. Desde
chiquitita, le decía su madre, había sido siempre muy seriecita; no podía comprenderlo.
— Mire amigo, sería
largo explicarle todo el mecanismo psíquico por el que ha pasado su señora. Pero
le voy a pedir algo especial. Quiero que vaya al cine hoy o mañana y vea la
película "La Madona de las Siete Lunas" una o dos veces y la semana
que viene vuelvan los dos, para seguir hablando del problema.
Pasó
una semana. Una tarde llego al consultorio y me encuentro al matrimonio
sentado, tomados de la mano y con las dos nenas. Eran los primeros que habían
llegado. Los hice pasar juntos, sin los chicos.
— Doctor,
lo he comprendido todo
– me dijo el marido –. Ha quedado todo perfectamente aclarado, lo de la doble
personalidad. Imagínese doctor, yo no sabía.
Eso
sí, quiero que usted la trate para que no le sucedan más esas cosas: por los
chicos, por el barrio.
Y así se fueron contentos y sin rencores. Pasaron
varios años, un día apareció Mariela por el consultorio y me hizo un racconto de todo el tiempo en que las
cosas habían andado tan bien.
— Pero hace
tres días me sucedió nuevamente algo terrible. Mi marido lleva las nenas al
colegio y en lugar de irse directamente al negocio, como habitualmente, regresó
a casa pues había olvidado unos papeles. Y me encontró nuevamente como aquella
vez, pero éste era otro primo que había llegado de Italia hace quince días.
Dígame, doctor
¿podremos ir a ver otra vez "La Madona de las Siete Lunas"?
EL DIA QUE INTERNAMOS LA SANA
Diariamente
a los psiquiatras nos suceden cosas raras y es natural que así sea, ya que el
medio donde nos desenvolvemos es normalmente anormal.
De
mi época de practicante en Alienadas, el neuropsiquiátrico de mujeres (hoy Moyano),
recuerdo un anecdótico episodio del que, a la distancia, puedo decir que como
fue breve resultó bastante divertido.
Una
noche estábamos comiendo y nos avisa la enfermera de guardia que había una
enferma para internar. La guardia quedaba en la planta baja, mientras que el
pabellón de médicos y practicantes estaba situado en el primer piso. Bajamos y
nos encontramos esperando en el hall
a dos mujeres de mediana edad, que según nos refirieron luego eran hermanas.
Cuando las hicimos pasar al consultorio entró una de ellas primero y la que
quedó atrás nos hizo el gesto característico, atornillando el dedo índice derecho
sobre la sien del mismo lado, para indicarnos el estado de la hermana.
Comenzamos
el interrogatorio y la examinada nos dijo:
— Traigo a mi
hermana para internar, pues se hace intolerable su estadía en casa.
— Sí, claro – comentamos.
Y
continuamos su internación buscando los detalles más evidentes de su enfermedad,
mientras ella insistía en que no era ella la enferma sino su hermana, la que
estaba afuera. Debo aclarar que esto es muy frecuente de escuchar, ya que
muchos veces a los enfermos los llevan engañados a la internación e inclusive a
los consultorios particulares psiquiátricos, dada la negativa del enfermo a
concurrir por no aceptar su enfermedad.
Terminada
la confección de la historia la enviamos a la sala de admisión, con bastantes
esfuerzos por parte de las enfermeras para conducirla.
Minutos
más tarde se le entregó a la hermana la ropa de la nueva internada, para que la
llevara a su casa.
Había
pasado poco más de una hora cuando nos avisaron que abajo estaba el padre de la
enferma que acabábamos de internar.
Bajamos
y nos encontramos con un señor regordete, sumamente nervioso e inquieto, que
transpiraba profusamente. Sin tiempo a saludar, nos dijo en cocoliche:
— Ma dottore, questa è la enferma – señalando
a quien hacía unos instantes había llevado la ropa de la hermana –. La que
internaste è Pasquala, la sana.
TUERCAS Y COCODRILO
En
general a los psiquiatras nos miran atentamente y nos escuchan esperando ver el
gesto, la palabra o la acción en que aparezca nuestra propia anormalidad. Y
quizás algo de ello exista. Un viejo profesor solía decirme: "Tenemos que
acercarnos tanto al enfermo mental que algo nos debe contagiar de ellos, así
los comprenderemos mejor." Es el llamado efecto catatímico, es decir, el contagio de la locura.
Pero,
naturalmente, todo tiene su límite. Son frecuentes, sobre todo en reuniones o
fiestas, preguntas como estas: "¿Dígame doctor, usted a su casa entra por la puerta o por
la ventana?" O "¿Cómo se hace para pellizcar espejos?" O "¿Y
quién lo trata a usted, doctor?" etc., etc.
Pero
lo más tremendo son los cuentos sobre los psiquíatras y Napoleón, las langostas
y las rarezas en general. Sin embargo, la estadística que todos los días crece
y en algún momento me llegó a fastidiar versa sobre dos cuentos de enfermos
mentales.
El
primero se refiere a aquel automovilista que perdió una rueda frente al
hospicio, por habérsele salido las tuercas flojas que hubieran debido ajustar la
misma. Y estaba sin saber resolver el problema, cuando un enfermo apoyado en el
muro del hospital, le grita: "Señor, saque una tuerca de cada cubierta restante,
de este modo quedarán tres en cada una. Luego coloque las que quitó en la rueda
que no tiene. Así podrá llegar a un taller, donde le resolverán el problema."
Perplejo
el automovilista, reza el relato, siguió al pie de la letra las indicaciones
del enfermo y resolvió su inconveniente. Pero quedó con deseo de preguntar algo
y sin poder contenerse, le dijo:
— Perdone
señor, ¿ustedes no están ahí por locos?
— Sí – respondió
el enfermo –; no por estúpidos.
El
segundo cuento es el del cocodrilo que se come al enfermo. Cuéntase que fue el
caso de un enfermo que se quejaba que debajo de su cama había un cocodrilo y
que temía que se lo comiera. El médico lo trató como un cuadro alucinatorio hasta
que un día fue a ver al paciente a su domicilio, pues había dejado de concurrir;
y se enteró que se lo había comido un cocodrilo.
Estos
dos cuentos los debo haber escuchado miles de veces y siempre me quedé atento y
reí al final. Hasta que un día dije basta. Y cuando alguien empezaba a contarlo
comencé a interrumpir diciéndole,
"Discúlpeme pero a ese cuento ya lo conozco". Sucedió varias veces.
Hace
unos cuantos años viajé a Venezuela, invitado por el gobierno. Una noche en
Caracas concurrí a una recepción, donde me sentaron a la derecha del dueño de
casa. Señor este muy amable y distinguido que, ni bien nos sentamos a la mesa,
me dijo: "He esperado este momento desde que usted llegó, para estar solos".
Pensé en algún tema político, científico, económico...
No,
nada de eso. Me quería contar dos cuentos nuevos de moda en Venezuela, sobre
"locos". Uno era el de las tuercas y el otro el del cocodrilo. Los
escuché atento – ¡Ay!– y reí … reí como
si fuera la primera vez que me los contaban.
MORDISCÓN
No
solían despertarnos en invierno, ni de madrugada, de no ser la causa
importante. En general los problemas se dejaban para la mañana siguiente: internaciones
y asuntos tipificables. De allí que cuando nos buscaba el enfermero nos
vestíamos rápidamente y salíamos. Esa era la consigna. Evidentemente había
sucedido un hecho muy delicado: un enfermo fortachón, que medía un metro noventa
por lo menos, había exigido al enfermo que estaba en la cama de al lado que le
succionara el pene. El mismo se resistió. Por esto el forzudo lo acogotó y casi
lo estrangula. Viendo que llevaba las de perder el vecino decidió humillarse, pero
cuando estaba en esa misión de un mordiscón le abrió el escroto (piel que cubre
los testículos) haciéndole un tajo de unos diez centímetros por el que los
testículos salían afuera.
Sin
ninguna posibilidad de conseguir anestésico a esas horas decidimos suturarlo en
carne viva y el forzudo aguantó el sufrimiento sin proferir palabra, aunque con
abundante transpiración.
Hablamos
con el otro enfermo quien nos explicó lo sucedido, cosa que ya había hecho el
enfermero. Lo enviamos a otro pabellón, si no probablemente el grandote lo
hubiera destrozado.
Días
más tarde me encontré con el operado. El comentario fue: "Me siento mejor
que nunca, doctor. Eso sí, si lo
encuentro al degenerado que me mordió, lo mato." Y continuó caminando, con
cierta dificultad ya que la inflamación en la región genital aún permanecía.
CROQUETAS
Y MILANESAS
Si
cualquiera de los que integrábamos el grupo del pabellón de Practicantes del
Hospital Neuropsiquiátrico de Hombres fuese invitado adonde un plato del
convite resultare ser sesos, preparado en cualquiera de sus formas, seguramente
buscaría el mecanismo más apropiado para no comer tal plato – y probablemente
ya ningún otro.
Una
mañana, uno de los integrantes del equipo de anatomía patológica vino a
desayunar al pabellón. Y trajo consigo un cerebro que le habían dado en el Servicio
de Cirugía, para su investigación por don Braulio. Como nuestro pabellón le
quedaba de paso, lo trajo consigo mientras desayunaba.
De
allí en más se sucedieron dos cosas. Una, que quien lo hubo de traer, olvidó
llevarlo. La otra fue que el cocinero que teníamos en Practicantes lo tomó en
la inteligencia de que alguien había comprado seso y lo había dejado para ser cocinado.
El
cocinero, que era también un internado, sin consultar comenzó ese mismo día con
"croquetas de seso". Siendo humano el órgano cerebral, habiendo
agregado debidamente arroz hervido, queso de rallar, huevo y rebozador las croquetas
resultaron abundantes. Repitió el plato a la noche e inclusive alguna quedó
para el día siguiente.
Cuando
el cirujano interesado preguntó a Anatomía Patológica qué cuadro había presentado
el cerebro aquel, comenzó la búsqueda. Y así fue que la noticia llegó al
pabellón. Ajeno a toda situación, el cocinero dio sucintamente las explicaciones
del caso.
Al enterarnos de lo sucedido se presentaron
distintos cuadros gastrointestinales y de allí un verdadero reflejo
condicionado. Nunca nadie más comió seso en nuestro pabellón.
Unos años más tarde nos enteramos de que habíamos
alcanzado desagravio. En el pabellón de investigaciones a veces se hacía asado
en una parrilla detrás de la Morgue o se cocinaban en el subsuelo algunos
platos complementarios y alguien había traído de la Colonia de Torres los
cerebros de varios oligofrénicos, que por su tamaño se notan menores a los cerebros
humanos corrientes y, para ojos inexpertos, remedan a veces en volumen a los de
vaca; y en vez de comenzar a fijarlos el mismo día los dejó en la heladera,
para que al día siguiente se cortaran frescos y se seleccionaran en cada uno
los cortes que, según las tinciones por aplicar, habrían de empezar a fijarse con
formol, alcohol u osmio. En este caso los hicieron como milanesas.
RARA FORMA DE CONOCER
Una
de las anécdotas que recuerdo del viejo Hospital de Alienadas y que nos dejó algo
desubicados con el clero, fue la siguiente:
Cierto
día tuvimos la visita de un alto prelado de la Iglesia, que venía a conocer el
hospital.
Lo
llevamos al Pabellón Tomasa Vélez Sarsfield que desde su construcción fue orgullo
del hospital: especie de sanatorio interno que a pesar de los años se mantiene
en muy buenas condiciones. En aquella época contaba con cuatro servicios: la
planta baja cuyo jefe era el Dr. Del Valle, el primer piso con el Dr. Martínez
como jefe de Servicio, el segundo piso con el Dr. Armando como jefe y el tercer
piso dirigido por don Braulio (Moyano).
Pero
volvamos a nuestra historia. Entre la entrada del Hospital y el Vélez
Sarsfield, a mitad de camino, está la capilla, que visitaba el obispo. Al salir
de allí, una enferma empezó a gritarle que lo conocía: "Padre; yo lo
conozco. Padre; yo lo conozco". El Dr. Armando que estaba al lado le dijo que le restara
importancia. No obstante ello, el obispo pidió hablar con la enferma. "Es
probable que me conozca, hace unos años daba misas cerca de aquí y en otras iglesias
de Buenos Aires."
Fue
así que interrumpimos la marcha y esperamos que se acercara la enferma, que
continuaba diciendo: "Yo lo conozco padre, yo lo conozco." Frente a
Monseñor, éste le dijo:
—
Bueno mijita, si es así, dime. ¿Cómo, o por qué me conoces?
La
enferma, una hipomaníaca, mirándole la parte baja de la espalda repuso: "Lo
conozco por el culo, padre, por el e..." Seguimos la marcha en absoluto silencio;
nadie quería hablar.
Y
al subir los primeros escalones del Vélez Sarsfield, el obispo sonriente comentaba:
"Espero que aquí adentro nadie más me recuerde por mi anatomía".
HIPOCONDRÍACO
Uno
de los cuadros más complicados de tratar son los hipocondríacos. Sus
síntomas son tan asistemáticos y variados que pueden recorrer todo el organismo sin que en
general, tras prolijísimo examen y una vez descartado todo posible disturbio en la sensibilidad visceral (como lo ocasionarían, por ejemplo, alteraciones sífilíticas del fascículo solitario), el médico encuentre nada orgánico en sus presuntas disfunciones. Ante mínimas dudas el clínico prosigue buscando, a veces por muy largo tiempo, y con el vínculo que establece procura inadvertidamente el cuidado (mal apuntado, pero cuidado al fin) que demandaba el cuadro neurótico de base. La hipocondría por supuesto también puede sumarse a las psicosis, tanto a las que tienen visible organicidad como a las que no la evidencian, complicando aun más el caso. Los análisis de laboratorio, radiológicos, etc., suelen arrojar resultados dentro de los valores normales, pero hasta las pequeñas desviaciones exigen romperse la cabeza y no raramente inducen tratamientos innecesarios. Donde la medicina se mecaniza ocurren más intervenciones superfluas.
A
estos enfermos se los llama enfermo-problema
y los clínicos les "disparan" (huyen de ellos) – hasta que caen en
manos de los psiquíatras, ocasión en que comienza nuestro arduo turno de tareas.
No
es cierto que sea una enfermedad "de ricos" como se suele decir. Su incidencia
se distribuye como la de cualquier otro cuadro que toma distintos sectores
sociales. Recuerdo un hipocondríaco que apareció un día a verme en el Instituto
de Neurosis y me dijo:
— Doctor, me han visto varios médicos y no me
encuentran nada. Sin embargo estoy muy enfermo.
— ¿Qué es lo
que le pasa? Explíqueme.
— Tengo un
dolor muy intenso en la "nucla", que me entra en el
"celebro" y que no me deja tranquilo.
Pero además,
doctor, he sido operado de la pendi y me sacaron varias piedras de la visícula;
y no le cuento la cantidad de gusanos que tengo en las tripas. Soy alérgico y
muy asmático.
De chico tuve
un pasmo.
— ¿Un pasmo?
— Sí, doctor.
— Es decir que usted
es un pasmado de chico.
— Sí, doctor.
— Y ¿nunca le
dijo ningún médico que el pasmado de chico queda con una serie de problemas
como los suyos?
— No – repuso y
me miró sorprendido.
— ¡Ah! Bueno,
mi amigo; ¡y aún le quedan otros dolores y molestias generales que sufrirá!
— ¿Cuáles,
doctor, cuáles?
— Palpitaciones,
sudoraciones, temblores, hasta pueden llegar a paralizarse brazos y piernas.
Su
asombro fue in crescendo, hasta que me dijo:
— Doctor,
usted me asusta y en
lugar de curarme me siento peor.
— Esto no es
nada, espere que surjan las otras enfermedades. Entonces venga y lo curaré en
serio.
Se
fue silencioso. Ni siquiera me pidió una receta de aspirina.
Aunque
no lo volví ayer, estoy convencido que mejoró. Por lo menos yo sentí un gran
alivio.
OBSESO COLEGA
Los
psiquiatras sabemos que dentro de las neurosis, los cuadros más graves son los
obsesivo-fóbicos. Las compulsiones se repiten de forma permanente y esto genera
enorme angustia y ansiedad, llevando al paciente a verdaderos estados de franca
alienación. Esto sucede sobre todo si no pueden realizar los actos compulsivos,
que son verdaderos rituales; una vez hecha la descarga se sienten más
tranquilos. Pero muchas veces contra los actos compulsivos está la personalidad
del individuo que lucha por vencerse. Y es allí cuando se produce una pugna entre
la aparición de esa tendencia y la personalidad del paciente. Y entre el querer
y no querer y el hacer y no hacer surgen los temores, las fobias y la ansiedad.
Nadie
está exento de hacer un cuadro psiquiátrico y de algún modo, en más o en menos,
todos somos algo neuróticos.
¿Quién
no ha padecido estados de ansiedad, o sentimientos de culpabilidad, o fobias, o
ciertas compulsiones, como el de empujar a alguien que está delante de nosotros
en el subterráneo, o de contestar "váyase al diablo" al jefe que nos
recrimina por algo, o de reírse a carcajadas estando solo, o de hacer muecas
frente al espejo sólo por verse? ¿Quién no ha padecido malestares físicos
"generalizados"? ¿Sobre todo, quien, dada una fuerte tensión ambiente,
no ha sufrido intensos dolores de cabeza?
El
que dice que nunca padeció de algo de ello se engaña.
A
todos nos puede pasar; pero, cuando nos pasa en forma exagerada y es un
psiquiatra el que lo padece, todos los que lo notan lo critican o exageran y
mucho más los mismos psiquiatras.
El
Dr. B. había sido muy buen
clínico general y luego había pasado a la especialidad, tornándose excelente
psiquiatra.
Pero
el pobre B. padecía de un cuadro obsesivo-fóbico, que todos conocíamos sin por eso
apreciarlo menos pero que le obligaba a una permanente lucha consigo mismo. A
cada momento debía realizar innumerables ceremoniales: al bajar del coche debía
tocar tres veces el picaporte, mirar el reloj del pabellón tres veces, etc.
Un
día nuestro amigo decidió ponerse de novio y lo encontré por la calle con su
novia y su futura suegra. Fue en Lomas de Zamora y en ese momento caminaba por
la calle Laprida – las veredas eran de baldosas blancas y negras y el Dr. B. iba salteando las negras con sus dos acompañantes,
las que trataban de seguirlo. Al verme, siempre un caballero, su comentario fue
que le estaba enseñando un juego a su novia. Saludé y seguí mi camino; cuando conocedor
del paño miré hacia atrás por encima de mi hombro, había retornado el juego...
Poco
tiempo después anunció su casamiento. El día de la boda fue una verdadera lucha para vestirlo.
Le contaron cerca de treinta veces en poner y sacarse el pantalón del jaquet.
Luego de variadas dificultades salió vestido.
Para
salir al altar con los padrinos, fueron necesarios dos acompañantes más, dos
amigos, que tenían la consigna de apuntalarlo y evitar que mire el piso, toque
madera, gesticulara cuando apareciese el sacerdote, desprenderse saco o
pantalón, etc. Todo fue bien hasta que, de regreso del altar, tocó los tres
primeros bancos y caminó fuera de la alfombra, salteando baldosa por medio. Se
tocó tres veces el cuello. Miró tres veces para atrás al altar. ¡Ah! Olvidaba;
cuando se despidió del sacerdote, golpeó tres veces la parte de madera del
reclinatorio. Besó tres veces a la novia.
Llegaron
al coche, lloviznaba en la calle; entró la novia, subió él, bajó, subió, bajó.
Y al querer subir la tercera vez, resbaló y cayó largo a largo en la vereda.
Algunos
chicos, que gritaban el consabido "¡Padrino
pelado!" – "Padrino sin plata"; en aquélla época se
estilaba, para provocar que el padrino les tirara unos níqueles – al verlo en
el suelo embarrado además que B. no les había tirado monedas, comenzaron a desgañitarse
gritando con ritmo: "¡Padrino pelado,
sucio y revolcado!"
Se
levantó, subió al coche. Arrancó el chofer. Y cuando avanzaba, lo vimos
asomarse tres veces por la ventanilla.
N.B.
Al final del manicomio, en el muro que enfrenta el declive del terreno del
hospicio, una o varias manos anónimas se tomaron el trabajo de pintar con letras
de metro y medio de alto un cartel de diecisiete metros de largo: "Los psiquiatras
están todos locos". Pero juro que exageran.
AMEGHINO
A
pesar de la vida social que llevábamos en el viejo Pabellón de Practicantes del
hoy Hospital Borda, en ningún momento dejábamos de atender a los enfermos y de
ponernos al día con nuestros estudios. Y era así que en las épocas de exámenes
nos retraíamos a nuestras habitaciones y, estando las urgencias hospitalarias
atendidas por el cuerpo médico y enfermeril, nos dedicábamos de lleno al
estudio. Encerrados, nos quedábamos en cama, tomando mate amargo, mientras uno
cebaba y el otro leía y comentaba, turnándonos con el libro y la pava. A veces,
un ayudante colaboraba.
Al
mediodía o a la noche nos encontrábamos en el comedor, donde nos poníamos al
día con respecto a las noticias del "exterior". Una u otra comida se
prolongaba en sobremesas amables, donde surgían los recuerdos del hospicio, de
nuestros viejos maestros, historias para comentarles a nuestros hijos o nietos.
Siempre
recuerdo algunas anécdotas de un gran profesor de la especialidad, el Dr. Arturo
Ameghino, famoso por
sus peculiaridades y salidas geniales.
Vestía
en forma elegante, pero tenía la singularidad de usar dos prendas por cuya
combinación se lo distinguía a distancia: guardapolvo gris y rancho.
Cierto
día un alumno que tenía que rendir la materia, se le acercó a Ameghino, que
estaba sin su rancho, y le dijo:
— Che, gallego.
— ¿Qué
necesita, niñu? – contestó el profesor de itálica raíz, imitando muy bien el acento
hispano.
— Tomá estos
pesos. En el momento del examen, traéme un débil mental profundo, que no
pronuncie una palabra. Cosa que el interrogatorio frente al profesor sea
imposible. ¿De acuerdo?
— De acuerdo,
niñu.
— Mañana por la
mañana rindo. Mi nombre es Bustamante.
¡Bueno!
Ameghino se guardó el dinero y se fue.
Al
día siguiente, grande fue la sorpresa del estudiante al ver sentado en la mesa
examinadora al "gallego". Por supuesto Bustamante fue llamado a rendir
examen con el catedrático Ameghino. Este lo hizo sentar y le dijo:
— El caso sobre
el cual Ud. debe rendir examen es un Pick. Porque hoy hay huelga de débiles mentales
profundos.
El
examinado se quedó mudo. Ni para atrás ni para adelante. Ameghino lo despidió
amablemente, diciéndole una cuarteta que así se hizo célebre:
— Bustamante,
barriga picante: un uno te has ganado y yo la plata me he guardado.
En
otra oportunidad Ameghino concurrió a la Facultad de Medicina, acompañado por
un jefe de trabajos prácticos. Iban cambiando ideas con respecto a los
programas de la materia que se habían modificado últimamente.
Ya
dentro de la Facultad entran Ameghino y su ayudante al ascensor y el primero,
seriamente, mirando al ascensorista le indica:
— Por favor nos
lleva a Pueyrredón y Santa Fe...
Siempre
pensé que todas estas cosas las hacía con toda intención. Pues Ameghino sabía
que lo consideraban un "egregio loco" y especulaba con esto,
exagerando sus actos y actitudes para darles elementos a sus críticos y materia
a su vocación por la chanza: sal de la vida.
CANGREJO
No
todas pero algunas de las historias que se cuentan de los psiquiatras son
ciertas. Y creo que uno debe mantener esas creencias, para darle sal a la vida.
Todos
diariamente deberíamos reír, por los menos unos diez minutos – con o sin ganas.
Obligarse a hacerlo mejora el humor. Esto tiene base psiconeuroendocrina y de a
poco lo están redescubriendo otras culturas, tradicionalmente "serias y
comprometidas con el trabajo". Un buen ejemplo son las obras de Norman Cousins.
No las violentas risotadas egoístas de la risa-escape ni de la risa-victoria,
sino el simple y comunicativo buen humor.
Considero
que el rasgo más importante que el ser humano debe poseer para una buena
adaptación en cualquier sociedad es el buen humor.
Ríe
y reirán todos.
Corría
el año 1956. Ya me desempeñaba como médico interno del Sanatorio Mouchet, donde
el profesor Enrique Mouchet, director y dueño del mismo, me mostró el camino de
la filosofía psiquiátrica. Y donde el subdirector, el Dr. Carlos Voss, me reveló los misterios de
la psicopolítica, sus métodos, aplicaciones y cuanto daño se podía llegar a
hacer con ella. No se agotaban allí sus enseñanzas. Largas charlas diarias,
donde luego de un análisis de la situación general del país y de las posibles
soluciones socio-político-económicas, entrábamos de lleno en materia
psiquiátrica. Tenía la convicción de que toda alteración de lo psíquico en realidad
estaba siempre ligada de algún modo a alteraciones del organismo y que todo era
cuestión de tiempo, pero algún día se descubriría. También me decía que junto
al pensamiento patológico de los psicóticos y mezclado con él siempre estaba el
pensamiento sano.
Voss,
Núñez, Armando, Carcano, Erro, Jorge Ramos Mejía, Nachón Ramírez, cada uno de
ellos dejaron en mi existencia conocimientos, que me ayudaron a ser un poco más
humilde y a conocer mejor al ser humano.
¿Humilde?
Para aquella época tenía un automóvil Hudson Terraplane convertible del año 1937, que
según me comentó su vendedor había pertenecido al general Guido Lavalle. Era un
coche espectacular, modelo único. Lo llamaba Manuel.
Una
tarde cerca de la estación de Temperley, a unas diez cuadras del Sanatorio, se
me trabaron los cambios. Sólo la marcha atrás funcionaba y tuve que hacer esas diez
cuadras de culata. Llegué a eso de las tres de la tarde. Justamente a la hora
en que los familiares de los internados esperaban en la puerta de calle del
establecimiento para pasar a visitarlos. Asombrados me vieron venir desde
varias cuadras marcha atrás. Y aumentó su sorpresa al reconocerme cuando bajé
del coche y recorrí los doce metros que separa la puerta de calle de la del
edificio, caminando para atrás.
María
Fe, una española muy simpática que se desempeñaba como administradora del
sanatorio, al verme llegar en esa forma inusual me preguntó:
— ¿Qué pasa
doctor, perdió algo?
— Sí – contesté
–, se me rompieron los cambios.
— ¿Cómo?
— No. Nada,
nada.
Puse
en primera, di la
vuelta y seguí para mi habitación a cambiarme.
ESTALLIDO
Allí
donde terminan los caminos de la vida, donde mueren las palabras, donde se
acaban las ilusiones, donde todos los horizontes se esfuman para dar lugar a la
realidad desnuda, allí comienza la vejez.
Y
cuánto más te resistas a aceptarla, más dura será contigo. Y si insistes en
negarla es que una de dos cosas te circunda, tal vez ambas: o entras en la
locura senil o caes en el ridículo.
De
la primera no hay regreso, pues ha muerto el tejido nervioso y mientras
funcione tu cerebro lo hará con un porcentaje operativo mínimo.
De
lo segundo, del ridículo, puede salvarte la riqueza, que si la tienes hará que
te vean siempre joven, raro, snob: te
corresponderán. Pero si en tantos años has adquirido lucidez sabrás, en el
fondo, de su fatuidad. Y la otra posibilidad es que puedas conseguir elevarte a
la cima de una montaña – real, virtual o figurada – y de allí arrojarte al
vacío en prosecución de alguna empresa relacionada, si es que la encuentras.
Tendrás una muerte heroica y con ello cubrirás el ridículo anterior. En cambio
si aceptas tu condición de persona mayor no te hará falta ningún ser
inauténtico: serás lo que has de ser, con tu dignidad intrínseca y la de todas tus
elecciones en la vida.
En
homenaje a todos los mayores que se esfuerzan aceptando con agradecimiento las
oportunidades, aun menudas, que la realidad les brinda en esta etapa; y en el
recuerdo de mis padres que murieron con más de ochenta años y no cayeron en el
ridículo, que cuando notaron la enfermedad marcharon en la misma dirección y se
alejaron en la eternidad, acepten que les cuente esta historia – real – donde
se mezcla la enfermedad y el ridículo.
Fue
uno de esos días, que llegaba cansado al Instituto de Neurosis viniendo del
Aeronáutico, cuando entró la enfermera Julia y se dirigió a mí, diciendo:
— Doctor,
desde hace varias horas
lo está esperando esa señora de rojo; la envían del hospital de Clínicas, a su
nombre.
— Luego de un
té la atiendo.
Diez
minutos después pasó la señora de rojo:
— ¿Cómo le va,
señora?
— Bien, ¿y
usted?
— Bien,
gracias. ¿Trae una nota para mí?
— Sí. Sírvase.
Efectivamente,
me la enviaba el Dr. Sarruf del Clínicas, con la siguiente nota:
Santiago:
Te envío a Plumita, para que la examines y me
envíes un informe.
Un
abrazo,
Sarruf.
Pedí
una ficha en blanco y comencé el interrogatorio:
— ¿Cómo es su
nombre?
— Me llamo M.
J. P. de S., pero le ruego que me llame Plumita.
Así me dicen todos mis amigos.
— Como no, Plumita. ¿Edad?
— ...cumplí
setenta años, el mes pasado.
— ¿Estado
civil?
— Viuda. Desde
hace veinte años.
— ¿Hijos?
— No.
— ¿Cuál es su
problema, plumita?
— Padezco de
estallidos vaginales, que me hacen perder la tranquilidad.
— ¿Y cómo es
eso?
— ¡Ah! Es una
cosa increíble, es algo que me explota abajo. Como si fuera un estallido.
— ¿Es
frecuente?
— Bueno,
diría que diariamente.
— ¿Y qué hace
usted?
— ...salgo...
camino... hablo... a veces en fin.
Le
envié el informe-respuesta a mi amigo:
Querido Turco:
Me la enviaste a Plumita,
por vaginal estallido,
no necesita psiquiatra,
necesita un buen marido.
Viuda de 70 años,
ya no tiene solución,
imposible ser virtuosa,
no la salva ni Charcot.
Dejala vivir tranquila,
hasta estallido final,
indicale algún purgante,
que eso no le vendrá mal.
Un abrazo,
Santiago
CARTAS
Este
capítulo corresponde a mensajes enviados por mis pacientes, algunos al decidir
abandonar esta tierra, otros como testimonio de lo que han vivido en el mundo
de la alienación o como una prueba más de su enfermedad.
Algunos
de sus autores penetraron el azul del cielo, otros viven.
Muchos
de los papeles están borroneados por las lágrimas, son difíciles de leer por la
forma en que fueron escritos en ese momento de inestabilidad emocional.
Y
en general todos llevan un instante de "locura".
Locura
motivada por la vida, por la pasión o por el desencuentro consigo mismo.
He
tomado sólo tres.
de: DESPEDIDA
Me llamaron una
noche, tarde, de un hotel donde había una carta a mi nombre, que debía recoger
urgente. Cuando llegué estaba la policía. Pregunté en portería por la citada
correspondencia.
— Lo esperan,
doctor – contestó el encargado, que se veía muy nervioso.
— ¿Quién?
— La policía.
— ¿Qué ha
sucedido?
— El señor de
la carta … y su amiga … se suicidaron … en la habitación número diez. En el
primer piso. Le quieren hacer unas preguntas … y que reconozca los cadáveres. Murieron
ambos … pistola 45 … vino la Asistencia Pública, muerte instantánea. El disparó
a la señora y luego en su sien. Pase doctor, pase por favor. Ellos tienen la
carta.
Entré a la habitación y me encontré con un cuadro
muy triste. Cama de matrimonio antigua, ambos desnudos, sangre por todos lados.
— Lo hemos
molestado, doctor – me dijo el oficial luego de saludar –. Necesitábamos que
reconociera los cadáveres. Hemos leído la carta dirigida a usted.
Y
agregó mientras me alcanzaba el sobre abierto con la carta dentro:
— Como podrá
ver, tiene su dirección y teléfono. Tendremos que hacerle algunas preguntas.
— Sí, como no –
respondí mientras mi mente hacía un racconto
de este cuadro penoso –. Sí, los conozco. Pacientes míos. Problemas de familia.
Impedimentos. Una tragedia pasional.
El es un
estudiante de medicina. De una familia que tenía una gran fortuna y se
fundieron. El padre murió cuando él era un niño. Quedaron en la calle.
Manejaban la empresa unos tíos. Y de un día para otro, se quedaron sin un peso.
Comenzó a trabajar siendo un niño, estudiaba al mismo tiempo. No estaba
preparado para eso, tiene cerca de 35 años. Actualmente trabajaba en una
mensajería, por la noche en la Unión Telefónica de operador. Mantenía a toda su
familia, no le alcanzaba el dinero. Por ello no podían casarse. Tenían mucha
oposición de la familia de la novia. Dos personas buenas y ya ve usted, todo terminado.
Pero,
discúlpeme un momento. Deseo leer la carta.
Interrumpí
el interrogatorio, sin esperar respuesta. Manuscrita, con rasgos irregulares.
Dos carillas. Decía así:
"Querido doctor Valdés:
Ud. es la única persona que conoció lo nuestro en
profundidad y este drama que hemos vivido hoy toca a su fin.
Ud. nos ha comprendido y ayudado siempre, por
ello pensamos que debíamos darle esta explicación.
Sea esta carta testimonio de nuestro amor.
Hoy es una de esas noches en que todo surge así
como sólo lo puede imaginar la mente. Sin vacilaciones, ni dificultades. Nos encontramos
colocados por encima de los prejuicios, de la vida misma. Desaparecieron todas
las barreras contra las cuales vivimos luchando, contra las cuales los hombres
chocan y se repelen para no volver a intentar otro empuje. No sentimos siquiera
el entorpecimiento, estamos aquí porque así lo queremos, porque ya nada nos
importa más que nosotros mismos. Nuestro amor era lo más importante, lo más
intenso. Nos estremecimos con sólo pensar así, qué importa todo lo demás. Desterrábamos
toda idea que surgiera interrumpiendo nuestra dicha. Nos sentíamos elevados,
transportados a otra atmósfera, a un mundo invisible. Era el hoy, el momento.
El cielo y nosotros. En silencio veíamos pasar las horas, correr el tiempo y
nos sentíamos más unidos. Habíamos existido tanto tiempo en vano y nos parecía
tan lejos todo lo anterior, una niebla cubría todo lo pasado. Y ahora surgía el
temor de perdernos en la nada, la vida pasaba tan rápido...y caeríamos en la
obscuridad... Luego surgió la idea de la muerte.
Es una decisión tomada. No podemos seguir más.
Los padres de Carmen se han opuesto desde siempre. No hay posibilidades. Ninguna
comprensión. Dicen: 'es un bohemio, un alcoholista, un vago, un loco'.
Ud. sabe cuantas veces en su consultorio hablamos
de nuestro dolor. Vernos a escondidas, perseguidos. Nos vamos destruyendo poco
a poco. No queremos seguir.
Pero hoy fue un día pleno de felicidad. Vivimos
profundamente nuestro amor. Poco tiempo, quizás, pero muy profundamente.
Por todo, doctor, gracias; adiós.
Carmen
y Carlos".
Al
dejar de leer, mi cara evidenciaba el dolor. Le pedí al oficial volver al día
siguiente para la declaración. No hubo inconvenientes.
Salí
del lugar aquel. Pensé que ya nadie los podría separar. Los unió
definitivamente la muerte. En algunas oportunidades al recordar este caso me he
angustiado mucho. ¿Cómo habrán sido esos cinco minutos antes de la muerte?
Pero,
¿por qué debió ser así? Si tenían el derecho a la felicidad … ¿Por qué lo
vieron tan equivocadamente? ¿Por qué el
árbol del cansancio cotidiano les tapó el bosque de la vida como proyecto? No
lo comprendieron. No lo comprendo.
Una
página negra. Una más en la historia de los hombres.
de: "AUTOMARGINADO"
Joven
de veinte años. Hace ya mucho de ello; todo terminó en 1975. Lo asistí por un
cuadro depresivo, en una personalidad esquizotímica, con una cantidad de complejos;
sano físicamente, bien parecido.
Comenzó
abandonando el Colegio Nacional en segundo año, quejándose de sus compañeros y
de sus profesores, para retraerse en su casa. No salía ni a la calle, se
quedaba permanentemente en cama, sin hablar; comía poco.
Se
quejaba, en la primera oportunidad en que lo asistí, de molestias generales de
tipo hipocondríaco. Inseguro de sí mismo, temeroso, abrigaba ideas obsesivo-fóbicas
y dejó traslucir las de autoaniquilamiento, por lo que le inicié tratamiento
antidepresivo, tranquilizantes y psicoterapia.
Puse
en conocimiento de sus padres esta situación y les advertí que quizás, de no
modificarse el cuadro, comenzaríamos un tratamiento más intenso la próxima
semana. Mejoró. Lo seguí viendo por espacio de unos cuatro o cinco meses. No
continuó el tratamiento.
A
los tres años aparecieron los padres a verme, muy afectados por lo que había
sucedido. Llorando ambos, sin poder hablar me alcanzaron una carta dirigida a
ellos que además me mencionaba y decía así:
"Queridos padres y Abuela:
Yo sé que ésta noticia les va a hacer sufrir
mucho, pero es por unos días y nada más. Peor sería que siga toda la vida
haciendo esa vida que Uds. conocen y el barrio también, sufrirían de a poco y
eso es peor que de un golpe y nada más. Yo nací MAL, aunque Uds. hayan creído
que tenía arreglo, yo me sentía cada vez peor, mi cuerpo, mi ánimo, etc. De
todos lados recibía golpes, en casa, en la calle, cuando estudiaba y trabajaba,
etc., la mente humana no llega a resistir tantos golpes y antes que vivir
sufriendo y temblando preferí esto. Quiero que no sufran porque tarde o
temprano nos vamos a encontrar en el otro mundo, yo ya no aguanto más esta
vida, con miles de complejos, tímido, aburrido, siempre mudo, fea voz, fea
cara, sin amigos, sin conocer una mujer, todas las personas me dan consejos
como a un niño, teniendo 20 años. No se hagan problemas. Mucha gente muere y
más chicos que yo y NORMALES, ahora papá puede vender el taxi y con esto y la
jubilación pueden vivir tranquilos y después mudarse de casa. Yo era un clavo
para Uds. Toda la gente me miraba como bicho raro, como si fuera de otro mundo.
Las chicas se reían de mi cara. A todos los muchachos les va todo bien y yo
cada vez peor y quien sabe dentro de un par de años dónde iba a parar yo. Yo nací,
para que toda la gente me odie hasta mis familiares, menos los que vivían
conmigo, que me daban consejos, pero yo no podía hacer nada porque yo nací
ANORMAL. Los que no me decían 'tonto', me decían '¿Salís con mujeres?', otros 'No
hablás nada', en el colegio 'Qué voz tenés, tenés una papa en la boca'. En fin,
era INDESEABLE, en todas partes. Además sin mujer no podía más.
Yo a Uds. no los iba a tener toda la vida, por
eso que si no era hoy iba a ser mañana.
Además en la escuela recibí desengaños con las
chicas, que sólo jugaban conmigo. Tenía complejos con la cara, me miraba al espejo
y me deprimía por completo y no tenía ganas de salir a la calle, por eso estaba
todo el día acá adentro y cuando salía temblaba al hablar y todo el cuerpo. Por
eso no quería tratar gente ni ir a fiestas. Me odiaba yo mismo. Qué podía
esperar de los demás.
Que el Dr. Valdés me perdone por lo que hago.
Quédense tranquilos, que yo era un problema y un
clavo. Adiós".
Todos nos vamos a encontrar.
Nombre …………………………..
Apellido …………………………..
Nacimiento …………………………..
C.I. …………………………..
L. de Enrolamiento
…………………………..
Me maté con pastillas de dormir que las conseguí
el día 1/4/75, son las 12 de la noche. Adiós”.
Único
hijo. Ese fue un trágico final. Siempre estuvo solo. Por inmadurez no entendió
al mundo, se encerró y luego el mundo no lo entendió a él. Tomó la muestra que
encontró, en especial los compañeros adolescentes que lo criticaban, y creyó
que era todo el mundo. Su visión egocéntrica le impidió comprender siquiera un
poco a los demás ("les va a hacer
sufrir mucho… por unos días y nada más), creyó que todos eran tan
egocéntricos como su propio estado adolescente y no pudo esperar a crecer él
como es necesario para conocer a más de los otros, ver que no todos son igual de
egocéntricos, crecer en la alegría del amor y establecer relaciones maduras. Necesitaba
hacer lo que se hace, vivir sólo roles y no genuina vida interior ('¿Salís con mujeres?' … Además sin mujer no
podía más. … en la escuela recibí desengaños con las chicas, que sólo jugaban
conmigo. … Me odiaba yo mismo. Qué podía esperar de los demás). Pero los demás no crecen por uno. Hizo
depender su identidad de las relaciones exteriores, de los datos civiles. Un
sentido más alto del existir no lo concebía siquiera. La prédica social
facilista y hedonista no contribuyó a que se dominara. ¡Es tan fácil decir:
"no aguanto más"!
Se
creyó indeseable, odiado. Lo creyó definitivo y fue un automarginado. Trágico
error, valiosa lección para otros.
Lo
mató la soledad y la falta de comunicación.
El
no fue más que un instrumento de su propia muerte.
de: INADAPTADO
El
hombre normalmente pone de relieve, en todos los actos de su vida, una especie
de cósmica necesidad de seguridad.
Cuando
el niño se aferra a su madre, cuando el joven quiere hallar un lugar seguro de
trabajo, cuando el adulto toma medidas para el porvenir, están también de algún
modo buscando esa seguridad. Inserta sin duda en lo más íntimo de cada ser
humano, su finitud ontológica. Todo lo dicho no es más que expresión consciente
e inconsciente de la limitación o debilidad del ser humano.
Uno
de los factores principales de la normalidad es desde luego el suficiente
desarrollo y adecuada actividad de la inteligencia. La debilidad de estos
factores constituye una debilidad vital. En la anormalidad se encuentra casi
siempre una insuficiencia, perturbación o perversión de las funciones
intelectuales propiamente dicha.
Los
franceses llamaban delirio de los
disarmónicos a aquellos cuadros que se instalaban en individuos con un
coeficiente intelectual inferior, que sin llegar a configurar un cuadro de debilidad
mental profunda, como lo es la oligofrenia o frenastenia, son débiles mentales
superiores. Florecen en invernadero. Pero es indudable que tienen una serie
especial de "dificultades" para la lucha por la vida y que frente a
hechos o circunstancias que los desvían del carril normal de su existencia
entran en episodios donde suelen configurar una serie de cuadros psiquiátricos,
que varían desde la histeria a los delirios.
En
contraposición, sin embargo, existen casos en que la inteligencia está por
encima del término medio y es más fuerte la enfermedad. Diría que en los casos
de inteligencia superior es más refinado el cuadro y pueden llegar a hacer más
daño, o producir mayor sufrimiento a los que conviven con él.
Tengo
siempre presente un caso, del cual guardo una carta además de la historia clínica.
La larga carta peroraba así:
"Doctor, poca gente me comprende. En mi
familia, nadie. Me he ido quedando solo. Mis amigos se han ido alejando. No
puedo, ni quiero seguir.
Todo es masa. ¿Qué es la masa? Es un conjunto sin
personalidad, personas no cualificadas y que se encuentran en cualquier estrato
social.
Me siento minoría.
La división de la sociedad en masas y minorías
excelentes no es, por tanto, una división en clases sociales sino en clases de
hombres y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e
inferiores.
En rigor, dentro de cada clase social hay masa y
minoría auténtica.
Las minorías excelentes están constituidas por
seres de concepción propia y de pensamientos y actos egregios, buscadores de la
perfección y ajenos por completo a ese dejarse estar y dejarse estar y dejarse
llevar, propio de la masa.
La masa arrolla todo lo diferente, lo egregio,
individual, calificado y selecto.
Quien no sea como "todo el mundo",
quien no piense como "todo el mundo", corre el riesgo de ser eliminado.
Y claro está que ese "todo el mundo" no es todo el mundo.
"Todo el mundo" era la masa y minorías
discrepantes, como una unidad compleja. Ahora "todo el mundo", es la
masa, sólo la masa que espera ser movida. Se deja conducir. Nuestra masa, descendiente
de inmigrantes, que llegaron y llegan aún sin otro contenido que un feroz
apetito individual, anormalmente exentos de toda disciplina interior. Gente
desencajada de sus sociedades nativas donde hubieran vivido moralizados, sin
darse cuenta, por un tipo de vida colectiva estabilizada e integral.
Pero el emigrante no es un español, un italiano,
un sirio. Es un ser abstracto que ha reducido su personalidad a la exclusiva
mira de hacer fortuna. Es cierto que todos los hombres aspiran a ello, pero en
el alma de los que viven inscriptos en sociedades antiguas ocupa esa aspiración
mucho menos espacio y no es la radical norma de sus actos, sino que se halla
mediatizada por otras muchas normas y aspiraciones. La hipertrofia de aquella
se produce a costa de estas, que deprimidas, dejan libre a la audacia.
La influencia que en la vida eterna de la
Argentina, en lo moral y aún en lo sentimental adquieren las crisis económicas,
sería inconcebible en una nación europea.
La causa decisiva es psicológica y consiste a mi
juicio, en que dentro de cada individuo ocupa el afán de riqueza un lugar completamente
anormal. Esta característica es propia de todo pueblo nutrido por el torrente
emigratorio.
Por ello en el argentino hay falta de
autenticidad, porque no ha descubierto su real ser. No pone toda su vida en sus
actos. No cumple con su misión. Sabe que esta invertido el orden, los "huecos
sociales", surgen antes que los hombres capaces de llenarlos y llevarlos
adelante.
Los que hemos llegado a una propia perfección, no
podemos manejarnos con falsas creencias. No soporto más el engaño. Me he
cansado de huir de la realidad sin que nadie me comprenda.
Adiós, doctor".
Cuando
recibí esta carta llamé inmediatamente a la casa. El día antes lo habían
enterrado. Se suicidó, con un arma de fuego. Era un profesional distinguido.
Siempre primero de su curso y también destacado en los destinos y en el extranjero.
Psicópata
paranoide, con una seria desviación sexual. Quizá esto lo llevó a la muerte. Su
mujer, único reducto que le quedaba, nunca pudo tolerar su sexopatía.
Fue
muy inteligente, pero siempre un inadaptado.
LA TERAPÉUTICA DE LOS COLORES EN LOS ENFERMOS NERVIOSOS
La importancia
de los colores no se advierte si no imaginamos un mundo humano desprovisto de
color. La percepción que trasunta la visión de las cosas que nos rodean
implicaría una monótona imagen que a su vez traduciría reflejos sensoriales
distintos. El tratamiento psiquiátrico se beneficia averiguando las significaciones
y efectos de los diversos tonos en cada paciente particular y procurando luego,
con su presencia, los efectos que ayuden – adyuven,
decimos los médicos – al tratamiento.
Los colores son
entonaciones subjetivas que no impulsan tan agudamente como las emociones o las
sensaciones álgidas o placenteras. Los colores son más neutros, sí, pero operan
emocionalmente por su conjunto y lo prolongado de su presencia. No surten
efecto en lo inmediato como lo haría un pinchazo, pero sí en contribuir al
menor o mayor carácter reconfortante del entorno donde mora cada uno.
El ambiente en
que el ser humano desenvuelve su vida cotidiana es pues fundamental por su
valor adjuvante o colaborativo de la terapéutica psíquica y, entre otros
aspectos, es muy importante la influencia del color sobre el ánimo, el temperamento
o la conducta.
Se puede ver en
las notas expresivas de los colores aislados y en la armonía de su conjunto.
Fácil es
definir psicológicamente a una mujer que usa los tonos obscuros y no se pinta,
de otra que aunque a veces mayor y abuela, usa colores expresivos. En la
primera se dibuja la desilusión, el desaliento y tal vez la frustración de
ilusiones idas. En la segunda la alegría de vivir y el anhelo de una belleza
tal vez perdida. Ambas imágenes son igualmente valederas para la observación
clínica. Y así como con la presencia personal ocurre con la disposición y colores
de la morada.
Lo mismo ocurre
en la educación de los niños y la orientación de los viejos: unos como otros
requieren igual tratamiento del color. Y bueno es advertir que almas y pupilas
juveniles necesitan luces de colores tanto como los ancianos reclaman para sus
adormecidos ojos el resplandor de la aurora y la pintura del paisaje que emana
de la divinidad.
Los colores
forman pues parte fundamental de la observación médica y también de la terapia neuropsiquiátrica. También
la música, porque su manejo inteligente procura a veces la paz que no logran
los sedantes.
La naturaleza que
integra el mundo humano es pródiga en colores, no solamente en rasgos que sin
coloridos permanecerían carentes de valor emocional. Las flores, la armonía
misteriosa de sus combinaciones de matices, son en síntesis epítome de belleza.
Y las mentes enfermas son sensible a esos encantos. El color del tiempo, del
día por ejemplo, es característicamente generador de estados de ánimo, muchas
veces depresivos, reacción común ante el color plomo de los días nublados.
Influye pues el
color, en cierto grado, como determinante anímico. Debido a abstrusas
determinaciones neurofisiológicas no es raro ver que personas habitualmente
joviales en días soleados y de cielo azul acusan, en días nublados, modificaciones
temperamentales que se traducen en tristeza, pesadumbre y desánimo, tendencia a
la soledad.
La noche o la
oscuridad producen asímismo manifestaciones especiales. Es visible cómo a
instancias de las luces artificiales se "transforman" los objetos,
según se los ilumine de un modo o de otro, con tales o cuales colores y con mayor
o menor intensidad. El día, personas, casas, ventanas y puertas se modifican en
la translúcida vida artificial de la luz. Es una policromía distinta, facilitando
y desfavoreciendo selectivamente la producción de vínculos y emociones distintos.
Un quiebre de
la oscuridad por un fuerte destello de un milésimo de segundo genera cambios
neuroendocrinos (un pico hormonal) aunque no despierte al durmiente y altera la
fisiología del sueño. Viceversa, muchas personas necesitan dormir con luz,
aunque sea una pequeña lucecita nocturna que mantenga la oscuridad a raya. Que
así como puede armonizar con la alegría y la esperanza del día venidero, en ciertas
mentes angustiadas o nostálgicas puede también ser proclive a originar
trastornos, constituyéndoles el germen de estados nerviosos.
Por ello en un
cuidadoso examen de cada caso, podemos ver cómo en la vida cotidiana existe una
terapéutica de los colores. Comprenderlo y actuar conforme a la inclinación
particular del espíritu de cada paciente, de lo que detectemos que cada color
significa para el mismo en su mundo personal, constituye una verdad, fácilmente
perceptible a la luz del día y de la noche. Porque también la sombra tiene armonía.
__
NB: Quisiera mencionar
algunos trabajos que comentan las relaciones entre musicoterapia y colorterapia:
MI PLEGARIA
FINAL
Lo importante
es que hay que marchar. Aunque sientas un dolor muy agudo, o una tremenda
ansiedad, o una nostalgia infinita. Marchar, debes seguir, ésa es la consigna;
seguir adelante, mientras circule sangre por tus venas. Pero no solo. Y
mientras marches para cambiar el mundo no dubites en detenerte para hacer
también lo que tal vez algunos califiquen de "asistencialismo".
Cuantas veces
te detengas en la marcha a defender la dignidad de un "loco suelto"
que está siendo vituperado en la calle, burlado o golpeado por irresponsables,
abandonado al frío o las carencias, alguien te lo reconocerá, aquí o en el otro
mundo. Mira bien siempre qué misterio se esconde en cada mendigo, en cada sin hogar. Busca en sus ojos, busca en
tu corazón.
Cuando lo
hagas, piensa que tal vez seas tú quien esté mañana en esa misma situación. Que
de golpe, "así", perdiste la razón, te alienaste, se produce el "crack" y comienzas a caminar sin saber adonde vas, ni
que buscas, pero caminas permanentemente. Ya no marchas más, sólo deambulas. A
veces lo provoca uno de los golpes de la vida. A veces uno de los cambios fisiológicos.
A veces una búqueda existencial. Quizás un día hallemos la respuesta, la
respuesta a los misterios de la locura.
Mientras tanto,
siempre teme a los demasiado cuerdos y ayuda siempre a los otros.
Y cuando te des
cuenta que estás muy cerca de la "enajenación", enciérrate en tu
habitación, medita, reza, canta, llora y ríe mucho. Es posible que así la hayas
burlado y ella escape de ti, por miedo a desintegrarse.
Y piensa junto
con Kierkegard que "aunque no puedas realizar ninguna obra de amor, por
faltarte brazos y piernas; aunque no puedas consolar a los tristes con tu canto,
o ayudar a los desvalidos con tu brazo; y aún si no pudieses arrojarte en medio
de las llamas para salvar al prójimo, siempre te será posible volverte hacia
todos los que sufren y tener, para la divina familia de los crucificados sobre
los leños de todos los dolores, una mirada de paterna comprensión y ofrecer al
Dios de toda consolación por cada uno de ellos una simple plegaria".
_____________
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en el quincuagésimo aniversario
de su deceso y el centenario de su nacimiento.
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2006 – A TREINTA AÑOS DE LA PATENTE BRITÁNICA 1.582.301 – 2006
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Cálculo
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Calcule
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processes in neurons (Explains how to calculate electric and magnetic
field strengths inside different neuronal compartments) (LONG FILE IN ENGLISH with
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Evaluación de
potenciales fuera de las células
Signal analysis to exploit the information of steady-state recordings: Do’s and don’ts in Fourier analysis of steady-state potentials
(Assumptions in the discrete Fourier transform (DFT) not necessarily fulfilled in real-world applications) (English)
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(English and
Spanish)
UNA EXPLICACIÓN ESENCIAL: