Gobierno de la ciudad de Buenos Aires
Hospital Neuropsiquiátrico
"Dr. José Tiburcio Borda"
Laboratorio de Investigaciones Electroneurobiológicas
y
Revista
Electroneurobiología
ISSN: ONLINE 1850-1826 - PRINT 0328-0446
La Verdad
La verdad se maneja como el D.D.T.
por
Salomón
Chichilnisky
Contacto / correspondence: vixit (1898-1971)
con Prólogo
de Ángel Garma y
Noticia preliminar de Mario Crocco
Electroneurobiología 2006; 14 (1), pp. 189-255; URL <http://electroneubio.secyt.gov.ar/index2.htm>
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Noticia preliminar. Quien fuera el mejor amigo y estrecho
colaborador de Ramón Carrillo, Salomón Chichilnisky, vigiló con celo el
completamiento de numerosas obras de salud pública que conforman aún hoy el
tronco de las prestaciones sanitarias gratuitas de las que dispone el pueblo en
nuestra patria. Su amistad y directo acceso al ministro y familia le otorgaron
facultades muy amplias, en la práctica del nivel de Secretario de Estado. Como
Director General del Servicio Nacional de Extensión Hospitalaria y Hospital a
Domicilio confrontó con tierna sensibilidad y sagaces proyectos el arranque
social de muchas enfermedades. Fue así esencial coadjutor también en los
ensayos e iniciativas de Carrillo en materia de terapia ocupacional familiar
de los enfermos mentales recuperables recibidos en hogares de adaptación; una
política similar tal vez sea hoy la única forma eficaz de encarar nuestras
responsabilidades para con cierto segmento, tal vez un cuarenta o más por
ciento, de los jóvenes enfermos mentales con
organicidad en las áreas urbanas de la Argentina. Salomón Chichilnisky,
a más de su extensa labor como médico clínico, psiquiatra y ocasionalmente
Director responsable del hoy Hospital Neuropsiquiátrico "Dr. José T.
Borda", en nuestra tradición neurobiológica aportó varios trabajos valiosos
de investigación, como neurocientífico acerca del lóbulo frontal y como
patólogo acerca de sus neoplasias.
Pero más que repasar sus logros vale decir
que fue ante todo un hombre bueno, "bueno como hay muy pocos". Esas
fueron las palabras que hablando de Chichilnisky siempre me subrayaba Arturo
Carrillo y que – vaya a saber por qué – Arturo quiso repetirme varias veces en
su última charla, cuatro días antes de fallecer el 16 de marzo de 2005. No fue
el único en caracterizarlo ante todo así: ese calificativo, "bueno",
era el que afloraba a los labios de todos quienes lo trataron y me ha tocado
conocer. Ramón Carrillo y su familia lo amaban; de comienzos de los años cuarenta
la entonces novia y luego esposa de Ramón memoraba la visita a su casa en
Castelar efectuada por Chichilnisky con sus pequeños hijos y su esposa, Raquel
Gavensky; y de comienzos de los años sesenta, cuando el proscripto presidente
Perón había enviado la suya, Isabel Martínez, a casa de Santiago Carrillo que
ante la presencia de La Delegada se
había transformado en hervidero político, aún se recuerda la intempestiva
llegada de Chichilnisky, cuando Santiago interrumpió todo para estrecharlo en
emocionado abrazo. En su literatura dejaba reflejar púdicamente su espíritu y
por eso nos valdremos de ella para presentarlo.
Salomón Chichilnisky, fallecido en Buenos
Aires en 1971, había nacido en 1898 en Herzona Guvernia, Ucrania, población de
pescadores cerca del Mar Negro, hijo de Borís Chichelnitzky (Kiev, 1869 -
Buenos Aires, 1944; soundex Daitch-Mokotoff 558645) y Ana Rosa (Jane Reize)
Svetliza (Odessa, Ucrania, 1877- Buenos Aires, 1960; sDM 473840), que provenía
de una de las familias de pescadores de la zona. Boris y Ana emigraron con
cuatro de sus nueve hijos – otros cinco nacerían aquí y uno no sobreviviría a
la infancia – desde Odessa, en 1903 o 1908. La familia llegó a la Argentina con
el plan de colonización del barón Mauricio Hirsch para solucionar el problema
de los judíos marginados en la Rusia zarista y en estado de pobreza, pues no
podían ser dueños de la tierra que trabajaban. Fueron enviados a la Colonia
Palmar Yatay en el norte de Entre Ríos, en la costa del río Uruguay, para que
el padre, Boris Chichelnitzky, formado en la leshivá, se hiciera cargo de la atención religiosa de los judíos de
la zona. Era shoijet (cumplía y
ejercía el ritual del sacrificio de las vacas y aves), mohel (realizaba la circuncisión) y jazan (cantor en el Shil,
la sinagoga). Cuando se fundó la población de Ubajay, es decir el poblado de la
colonia Palmar Yatay, toda la familia se asentó allí definitivamente. Era un
pueblo de unos mil habitantes, en su gran mayoría judíos. Escaseaban los estímulos
y las oportunidades para escolarizar formalmente a los hijos.
Por motivos económicos los Chichelnitzky
decidieron mudarse otra vez, ahora a Buenos Aires, a una vivienda de la calle
Gallo 980, similar al ambiente que por entonces Armando Discépolo
retrataba en su Mustafá. Allí alrededor
del año 1920 Salomón se puso seriamente a estudiar. Aún se lo recuerda
estudiando a la luz de una vela en una mesa, cerca de su cama de hierro
plegable. Vino con sólo el tercer grado primario; en dos años rindió como
alumno libre los tres restantes y terminó el ciclo. El secundario lo hizo en el
Colegio Nacional de San Isidro, también en menos tiempo que lo habitual.
Habiendo aprovechado así sus alrededor de seis años en Buenos Aires, ingresó
hacia 1925 en la Universidad Nacional del Litoral en Rosario, se mantuvo como
empleado de la Policía Federal y al graduarse volvió a vivir con su familia en
Capital, ahora en calle Francisco Acuña de Figueroa 797, en 1934. Ya médico,
Salomón contrajo matrimonio con Raquel Gavensky (Buenos Aires, 1919 - Buenos
Aires, 1972), hija de Valentin Gavensky, de Lituania, y de Ana Sandler, de
Odessa. Por entonces trabó relación con Ramón Carrillo y en 1937 le tocó
atenderlo, con dedicación ejemplar, de una infección que puso en riesgo la vida
de Carrillo y dejó como secuela la hipertensión que diecinueve años después,
mal atendida en las durezas del exilio, lo llevaría a la muerte. Los hijos de
Chichilnisky se hallan preparando al presente su biografía, largamente
adeudada. De sus materiales preparatorios y registros de historia oral tomo estos
datos y las fotografías que acompañan a esta obra, La Verdad, que en 1958 ya viera una reducida edición en papel.
Poco puedo agregar al bien repujado Prefacio que enseguida se leerá. Y eso
que puedo agregar, proviene de la época: el prefacio fue escrito en 1958 y esta
noticia preliminar en 2006, de modo que lo nefando – lo políticamente incorrecto
– resulta diferente. Corrían tiempos de la
Libertadora. Ni el prefacio ni el autor pudieron pues haber mencionado con
libertad, o evitado silenciar, que el presidente de la nación a quien Chichilnisky,
con su alocución, recibía en el hoy Hospital Borda (Cap. 6, Una visita al Hospicio de las Mercedes)
era el general Perón. Al presente, así como ese disimulo ahora le sobra, en esa
alocución añoramos otra mitad, autocensurada, que le falta. En esa mitad
probablemente se haya mencionado no sólo el callado apellido del presidente que
visitaba este Hospital sino también, como es de uso, las expectativas que para
el área de salud mental generaba el reciente gobierno, de cuyo Secretario de
Estado de Salud Pública con facultades y rango de Ministro el orador era amigo
íntimo. ¿"Señor Ministro"? No fue la única visita presidencial a su
querido manicomio y siempre participó. Tenemos las fotos de ambos con Braulio Moyano en este
Laboratorio en otra visita pocos años después, pero di questo non ci parlaba en una publicación de 1958. En el Cap. 1, La Verdad, la mención del "único
consejero, que a la sazón hacía las veces de decano" en cierta
(¿anómala?) situación de la innombrada Facultad de una innombrada Universidad
de "el país" en 1944 permitirá a los memoriosos recordar su nombre,
no otro que el del por entonces innombrable Ramón Carrillo.
En tren de agregar acotaciones al Prefacio, no parece muy juicioso un
intento de pujar a fuer de hermeneuta con su autor, nada menos que el bilbaíno
neuropsiquiatra por Tubingen, Ángel Juan Garma (1904-1993), supervisor de
Françoise Dolto y fundador institucional del psicoanálisis argentino tras
transitar el Instituto Psicoanalítico de Berlín con Jung, Adler, Stekel, Reik,
Fenichel, Alexander, Spitz, Rado, K. Horney y tantos otros. Pero es que casualmente
tengo más datos. Ocurrióme hace ya décadas dedicar largo tiempo y esfuerzo a
entender cierto asunto y lo que saqué en
limpio tal vez pueda echar sobre el Cap. 2, La
Vaca, alguna luz que debía eludir la hermeneusis garmiana.
No sé si Ángel Garma tuvo presente que el padre de
Salomón Chichilnisky, como shoijet,
realizaba el ritual del sacrificio de las vacas que proveerían alimento kosher y, en consecuencia, expresaba el
profundo agradecimiento de la comunidad por ese don. La sinceridad de sus expresiones
cotidianas difícilmente pudiera haber resbalado sin conmover profundamente al
hijo varón mayor de Boris Chichelnitzky, menos aun cuando el ritual para
procurarse alimento puro se cumplía en medio de una vida de estrechez y
emigración. Pero el ritual acoge elementos prebíblicos y el agradecimiento se
dirige tanto a Dios como al ganado que se sacrifica. Este elemento sincretizado
es el que atañe a mis viejos trabajos, en materia de culturología como decía
José Imbelloni, referidos a las fuentes del platonismo y al rechazo de la
irreversibilidad del tiempo en cierto tipo de sociedades dispares, separadas
entre ellas pero ejemplificadas por todo el mundo habitado. Platonismo, vacas,
mundo atemporal de Ideas ("Videas") y coerción social mantienen entre
sí relaciones tanto intrínsecas como históricas que apenas aludiré aquí, ya que
las he expuesto más ampliamente (cf.,
p.e., Mario Crocco, “Struggling against time: The folk precedents of modern
science’s mathematizing tradition and the differentiation of the
Pythagoric-Parmenidean worldview”, Folia Neurobiológica Argentina VI, 12-76, 1988; Alicia
Ávila y Mario Crocco, Sensing: A New Fundamental Action of Nature,
Folia Neurobiológica Argentina, vol. X: Institute for Advanced Study, Buenos Aires, 1996, capítulo 2.1, "The Dorian Drama Began
when Neolithic Bulls Went Into Heaven", pp. 572-587). In nuce, el asunto es así: el valiosísimo aporte del ganado mayor a
la civilización constituyó tan descomunal sorpresa que las primeras generaciones
que lo vivieron no pudieron evitar continuar sobre estas bestias la divinización
iniciada en el paleolítico inferior sobre los uros, último recurso alimentario
en extinguirse de la megafauna pleistocena. Tras advertirse en el mesolítico la
cruel ineficacia de los ensayos de cultivar ciertas extensiones de duro suelo
con las solas fuerzas humanas, la numinosidad de esa extasiante sorpresa generó
un nuevo vínculo religioso. ¡Arado, grano, lácteos, carne! Este vínculo
religioso resuena en las agradecidas loas al ganado mayor que componen Maimónides
(en la Guía), Francisco de Quevedo y
Villegas, y Salomón Chichilnisky; y en la raíz protoindoeuropea compartida por
los nombres que aun hoy en varias culturas designan a la porción no originada
de la realidad y a los bóvidos.
Una de las áreas geográficas nucleares en el desarrollo de
ese vínculo es lo que para los griegos fuera el "mercado escita"
desde la Osetia hasta el Mar Negro, poblada por una civilización cuyo ejercicio
de la coerción y consecuente ascetismo impresionaron a los griegos y contribuyeron
al primer puritanismo helénico. En ese ámbito conceptual "dorio" surge
el platonismo reforzado por las estructuras socioeconómicas, platonismo que
atañe centralmente a la neurobiología. Ello, en efecto, es así tanto por la
importancia del platonismo inglés (que por aportar una autoimagen del ser humano de
gran relevancia política obstruyó y obstruye necesarios
desarrollos en la neurobiología actual) cuanto por influir la
cultura y el lenguaje global obstruyendo la adquisición de ciencia referida al
caso individual (de individuum scientia
non datur) y la referencia a lo que hace a cada uno no otro, la cadacualtez.
El humanismo y la cultura judía fueron muy transparentes para tales
influencias. Nada tiene pues de extraño que en el profundo ethos judío de las impresiones uncidas con fantasías que, como bien
advierte Garma, plasman esta obra, Chichilnisky haga referencia al vínculo con la
vaca como lazo con la mater
universal. El objeto interno así
referido, arquetipal díada, no es nada insólito. Como otra amiga de Garma y
admiradora de Evita, Marie Langer (magüer su militancia
marxista), refiere sobre su llegada a colaborar con las Brigadas Rojas en
Cataluña, "Vi que mi pobre español era, sin embargo, suficiente para los
heridos graves, los moribundos, ya que lo único que pedían era 'agua' o
'madre'" ("Nací
en 1910", en: Marie Langer, Jaime del Palacio y Enrique Guinsberg, 1981: Memoria,
historia y diálogo psicoanalítico, México, Folios, p. 64).
Historiográficamente, aún dentro de este breve
capítulo sobre La Vaca, nos aguarda
otro asunto: es de particular interés para los lectores de Electroneurobiología la asociación que se le presenta a
Chichilnisky en el tren de señalar que "la vaca no tiene memoria" y observar,
acto seguido, que "Tampoco presta atención; no tiene juicio, raciocinio
ni criterio, nada, y ninguno de estos chirimbolos ni falta que le hacen".
Comentemos, pues, esta asociación que Chichilnisky consigna cálamo currente.
Allende la cuestión de su precisión factual en el
caso de los ungulados que explotan ese nicho ecológico – pasturas de pradera –
transhumando de dehesa en dehesa, es un hecho general que lo que ante todo impide rememorar episodios es no prestarles originalmente
atención. En efecto, ello así ocurre tanto cuando la desatención se debe a
(1) monotonía
noérgica resultante del tipo de corporalidad propio de la especie de animales
(esto es: selección natural de una corporalidad – como la de los bóvidos –
cuyas operaciones voluntarias constituyan en cada individuo,
mnésico-biográficamente, un sistema de operaciones sólo capaz de resolver una
minoría muy exigua de las entonaciones experienciadas en reacción a los últimos
efectos extramentales generados por situaciones electroneurobiológicas
referibles a tales episodios, de modo que las experiencias particulares no puedan
reimaginarse en modo individualmente referible debido a no diferir tales
experiencias de dichos episodios lo suficiente entre sí ni en cuanto a
contenidos operacionalmente discernibles ni en cuanto a impresividad)
como cuando, al contrario, en una corporalidad apta para reimaginar individualmente
con riqueza de contenido los episodios biográficos, la desatención se debe a
(2) un estado
patológico del órgano cerebral que en modo transitorio o permanente genere similar irresolubilidad
de los contenidos de experiencia que integran cada episodio vivido (incapacidad
de resolución o acuidad temporal para el sistema de operaciones mnésicamente sedimentado)
o, finalmente, cuando la desatención se debe
(3) a la
coyuntural elección, por el individuo, de otro foco atencional durante el
episodio que habrá de olvidarse.
Pero tan amplia generalización básica y preclínica,
"no prestarles atención es lo que ante
todo impide memorizar episodios", no encuentra en el cotidiano
quehacer neuropsiquiátrico bastantes ocasiones para consignarla por escrito
como tal y, así, tematizar la crucial cuestión de su invariable fundamento.
Por ello dicha tematización permaneció largamente
postergada. Sin embargo, en modo muy interesante, esta mención de Chichilnisky
revela que, tal vez en relación con el difundido estudio del Atlas del cerebro de los mamíferos
(1913) de Jakob y Onelli, tal noción ya se hallaba en el aire en los círculos profesionales de nuestro hospicio
durante los años finales de la vida de Jakob, en los desarrollos científicos de
cuya tradición neurobiológica desempeñaría rol importantísimo poco tiempo
después.
Pero para fruir la combinación de impresiones y
fantasías que forman esta obra no es imprescindible atender tales tecnicismos.
Este collage descubre emergentes en
el pensamiento de un hombre bueno, a quien también hemos de agradecer haber
querido compartirlos.
Mario Crocco
La
Verdad
por
Salomón Chichilnisky
Índice
Prefacio, por Ángel Garma
Cap.
1: La verdad
Cap.
2: La vaca
Cap.
3: El pueblo judío
Cap.
4: Fracasados
Parte
I
Parte
II
Cap.
5: Perseguidor perseguido
Cap.
6: Una visita al Hospicio de las Mercedes
Cap.
7: Amor a primera vista
Cap. 8: El empujoncito
Cap. 9: Duelo criollo
Prefacio
Al final de la tarea cotidiana, las impresiones del
día perduran en nuestra mente como le ocurre al viajero cuando, ya descansando
en su lecho, sigue percibiendo el traqueteo del tren o el zumbido persistente
de los motores del avión.
Tales impresiones se unen con nuestras fantasías y
de este conjunto dispar surgen pensamientos de toda clase, tanto
trascendentales como fútiles, afectivos o científicos, placenteros u
horripilantes.
El hombre capaz no desecha sino elabora estos
pensamientos. Apoyándose en ellos, progresa en su actuación social y alcanza un
mayor bienestar, que es capaz de transmitir a los demás.
La razón de este libro obedece sin duda a un
imperativo moral del autor. Si el médico, el erudito o el pedagogo deben dar de
sí lo más posible en beneficio de sus semejantes, sin restricciones ni egoísmos,
así también aquel que siente profundamente y razona acerca de los problemas que
conciernen a la existencia humana, está de hecho obligado a comunicarlo. Le
ocurre pues como a la mujer, que voluntariamente no puede impedir que vea la
luz el fruto maduro de sus entrañas.
Los cuentos del profesor Salomón Chichilnisky tienen
este origen. El influjo de su tarea cotidiana de médico puede ser perfectamente
percibido en muchos de ellos, donde insiste sobre las circunstancias de herencia
y de ambiente que explican los comportamientos especiales del agonista
principal, de los antagonistas y de todos sus acompañantes. Se ve actuar al
agonista como un músculo movido por impulsos nerviosos procedentes de sus antepasados
y de su propia infancia, y frenado por la acción de los músculos antagonistas
del ambiente. De este modo, la ciencia neurológica de Chichilnisky, a la cual
se refieren sus primeros libros, se refleja también en sus fantasías
literarias.
Si no, ¿cómo pueden ser comprendidos su Perseguidor perseguido o su Fracasados? En este último, el padre
borracho, creando una herencia y un ambiente especial, engendra y educa a un
hijo que brilla efímeramente, como las horas brillantes de una intoxicación alcohólica,
seguidas luego de temporadas mucho más largas de estupor intelectual y de improductividad.
Es un hecho real que acontece a diario. La juventud inexperta nada sabe de
valores y, cuando se da cuenta, ya es tarde. Los estudiantes no advierten el
riesgo que corren distrayendo el tiempo en otras actividades, por lucrativas
que éstas sean, ya que ello va en desmedro de su función específica, el
estudio.
En Perseguidor
perseguido, padres dispares física y mentalmente engendran un hijo
paranoide que infunde temor, pero que puede ser engañado con un poco de fósforo
intelectual y material. Es éste un trágico relato donde se pueden apreciar
aspectos poco conocidos o tenidos en cuenta por el común de las gentes, sobre
los peligros a los que suelen exponerse los abnegados facultativos que se
especializan en la psiquiatría.
En Amor a
primera vista, el agonista principal, siendo muy niño, presencia el
suicidio horripilante del padre, lo que le deja una huella indeleble en su
mente inconsciente. Por ello es incapaz de bienestar amoroso en los años
adultos, o sea que se conduce mal en relación con sus obligaciones humanas.
Consecutivamente, vive una pesadilla con un tema de muerte y culpabilidad
frente a una mujer que es un claro sustituto de su madre y frente a la
sociedad, que le impone exigencias de una biología más normal.
En El pueblo
judío, el autor plantea su tesis dogmática en dos afirmaciones. Dice en la
primera: "No creo que seamos el pueblo elegido por Dios. Pero sí el pueblo
que ha elegido a Dios". Y más adelante agrega: "Creo en la Tierra
Prometida, pero creo más en la tierra que se les prometió y supieron conquistar
y, por ende, también reconquistar". Encara Chichilnisky el problema en
forma realista y cita ejemplos como el de Ballin, donde demuestra la falsedad
de los prejuicios raciales y sostiene que el factor predominante de esa raza es
el de la fuerza viva de la superación.
El empujoncito es un relato histórico del que concluye sacando una
cruda verdad. Cita allí a cierto lord inglés, como acabado ejemplo de cuán
profundamente arraigadas están en el alma humana la ambición personal y la desconsideración
sin freno para con el prójimo cuando se trata de escalar posiciones a ultranza.
¿Y hay que resignarse para dar el empujoncito?
En Duelo
criollo se describe rápida y magistralmente la idiosincrasia de la raza
gaucha, valiente e indomable, admitiendo sin embargo que ella obedece a una ley
fatal e ineludible que muchas veces desvía al hombre de la verdadera ruta a
seguir.
Cínico, epicúreo es Jaime Baruj, el personaje de La verdad. A través del anecdotario serpentea
una sutil ironía, dicha con innegable buen humor, pero con dejo de amarga enseñanza
al mismo tiempo. "La verdad pura es inocua" afirma Baruj, quien
concluye: "Para que sea eficaz, es menester usarla en una proporción del
cinco por ciento, es decir, noventa y cinco por ciento de mentira y cinco por
ciento de verdad".
Original y filosófico enfoque del tema hace el autor
al hablarnos de La vaca. Si este
abnegado animal es símbolo sagrado de los hindúes, nos dice, no debemos caer
nosotros en semejante fanatismo, pero sí reconocer la grandeza de su función
social como "mater universal" por antonomasia. Lejos de llevarla al
sacrificio —sostiene— la vaca merecería un monumento, a modo de gratitud por
los nobles servicios que presta a todo ser viviente.
Con el título Una
visita al Hospicio de las Mercedes, transcribe el autor las palabras que,
siendo Director General de Alienados del país, pronunció en cierta oportunidad
ante el presidente de la República. Su corta pero elocuente exposición pinta la
cruda realidad de las necesidades de aquel establecimiento, varias veces
visitado por otros tantos mandatarios, pero que jamás había contado con el
amplio apoyo oficial indispensable para llevar a cabo, de modo eficiente, la
generosa misión que le está reservada en beneficio de "nuestros desventurados
semejantes que tuvieron la desgracia de enfermar, perdiendo la razón".
Todas distintas y de sorprendente originalidad, las
páginas que forman este libro llevan el sello común de referirse a candentes
problemas del género humano que nunca pierden actualidad.
Se ha dicho repetidas veces que el médico que sólo
sabe medicina, ni medicina sabe. Este adagio, más allá del mero pensamiento,
hay que aplicarlo también a la acción. El médico que escribe, debe exceder los
límites de la medicina.
En estas cortas pero sugestivas páginas, el autor ha
volcado las inquietudes de su espíritu, haciendo gala de una prosa ora empapada
de emotividad sencilla y verdadera, ora llena de fina ironía y filosófica profundidad.
Gustarán, sin duda, por su sinceridad y emocionado realismo, dos cualidades
esenciales del escritor que garantizan la vivida atención de los lectores.
Estos cuentos, en fin, son joyas que brillan con luz
propia y merecen ser engarzados como piedras preciosas, para que lo episódico
de ellos no se pierda y deje un recuerdo permanente en el psiquismo inconsciente,
foco generador de las acciones humanas.
Ángel Garma
Salomón
Chichilnisky y su madre,
Ana Rosa Svetliza de
Chichelnitzky
(Odessa, 1877 - Buenos Aires, 1960)
La verdad
Jaime Baruj era un hombre de cincuenta y dos años de
edad, jovial y activo. Desde su mocedad trabajaba de corrector de pruebas en
una imprenta donde se editaban obras seleccionadas, desde la Guía de los descarriados, de Maimónides
y Einstein hacedor de universos, de Gordon Garbedian, hasta la Religión, de Herbert Spencer. A fuerza
de componer, leer y releer obras de tamaña importancia, acabó por lograr
erudición profunda y vasta en los temas más variados. Esa inquietud, no
confesada inicialmente, obedecía al oculto deseo – acariciado desde temprana
edad – de destacarse a toda costa, sin que esto significara llegar a la
categoría de escritor.
Recordaba siempre el ejemplo de Sócrates que, sin
haber dejado obra escrita, fue gran filósofo. Sus principios aún gravitan sobre
nuestra cultura gracias a sus discípulos, entre ellos Platón y Jenofonte, que
nos transmitieron en sus obras la doctrina de aquel insigne maestro.
Baruj se jactaba, entre los contertulios que acudían
en crecido número para oír sus sentencias, de ser un self made man de "talento".
Cierto día fue visitado por un paisano cuyo aspecto
humilde en nada traslucía su inmensa fortuna, cuajada merced a tremendas
privaciones.
—Maestro —le dijo el recién llegado, dándole el
título con que lo distinguían quienes le trataban—, me sucede una cosa curiosa.
Amanezco de buen talante y con ganas de realizar los trabajos de costumbre;
tomo mi buen desayuno, café con leche, pan y manteca y dos huevos pasados por
agua. Pero apenas ingiero los dos huevos, noto que cambio de humor; me pongo
triste, melancólico, hasta con deseos de llorar. ¿Qué puede ser?
A lo que el Maestro contestó sin titubear: —Trate de
comer los huevos con la cáscara.
Era mordaz, socarrón, y pese a la costumbre que
tenía de espantar las moscas que se posaban en su calva, de su persona manaban
a raudales ingenio y travesura. Se podía decir de él lo dicho de Rousseau, que
tenía siempre en sí algo de niño, de niño desagradable, de niño terrible.
En verdad era partidario del poético pesimismo que
sostuvo la escuela de Epicuro. Solía decir con gran desparpajo y risita
socarrona: "La muerte es un pasaje fácil de atravesar. El bien que
necesitamos es fácilmente obtenible. El mal es fácilmente soportable".
De su humor habitual da buena cuenta este episodio:
Haciendo un tour
de force, don Francisco, vecino suyo, había adquirido un reloj y una cadena
de oro. Ufano, nunca daba la hora a secas; lo hacía previa ponderación de su
reloj y su cadena. Un día fue ingratamente sorprendido por un chico travieso,
que le recabó la hora. Previa ponderación de la calidad de las alhajas, don
Francisco le dijo que eran las diez y media.
—Bueno, cuando sean las once horas se lo mete en el
traste … — le espetó el muchachito, y salió disparando.
Don Francisco, enfurecido, se largó a todo lo que
daban sus piernas detrás del atrevido.
En su carrera tropezó con el Maestro y le relató lo
sucedido. A lo que éste contestó:
—¿Y por qué corre? ¿Por qué se apura? ¡Si todavía
tiene media hora de tiempo! …
Era irónico y su ironía cabalgaba sobre los
prejuicios humanos. Se mofaba sutilmente de los preceptos establecidos: caballerosidad,
hidalguía, palabra de honor, es decir todas las prendas morales que adornan a
un hombre de bien eran para él cosa baladí. Nunca se cansaba de repetir con
Hobbes: "Un juramento es sólo una gesticulación de la lengua".
Estaba encantadoramente de acuerdo con George
Bernard Shaw en que "lo que importa es la civilización, no los hombres; la
cultura, no la humanidad".
Cierta vez fue visitado por un médico psiquiatra, de
nacionalidad brasileña. Éste, en su dulce portugués, hablaba a diestra y
siniestra y no le dejaba pronunciar palabra alguna. Contaba maravillas de la
asistencia psiquiátrica en su país. La malaria en los P.G.P., el electroshock
en los deprimidos y la insulinoterapia en los paranoicos eran cosas de poca monta
comparándolas con la excelente terapéutica de que su país disponía para todo enfermo
mental que tenía la suerte de enfermarse... (Sólo Dios sabe cuán dejados de
mano están estos pobres enfermos que tuvieron la desgracia de perder la razón).
Al fin, terminó por preguntarle qué se hacía en el país con estos enfermos. A
lo que el Maestro repuso con vehemencia:
—Vea, amigo, nosotros, frente a un enfermo mental,
procedemos de la siguiente forma: en primer lugar, hacemos un interrogatorio;
en segundo lugar, examinamos al enfermo: tercero, si podemos hacer el diagnóstico
(la mayor parte de las veces no podemos) lo hacernos y, cuarto, en cuanto al
tratamiento, depende de que sea hombre o mujer. Si es hombre, aconsejamos:
"¡Déjelo!" Si es mujer: "¡Déjela!"
Era liberal, o mejor dicho librepensador rayano en
ateo. Pero, para colocarlo de algún modo, cabría en la seditiosis, cuyos adeptos, verdaderos rebeldes, quieren modificar
el orden social al mismo tiempo que el religioso.
Exclamaba, con temeraria aseveración, que Dios no
debe ser temido, puesto que es perfectamente sabido que no existe un más allá; más allá es la nada.
Cierta vez fue visitado por un judío en compañía de
un coronel del ejército israelí, llamado Altooun.
La conversación fue animadísima y versó sobre temas
variados. Se habló de la población, del Instituto Weizman, del Rojovot, de la
Casa de San Martín para becados latinoamericanos. Después de tantas maravillas,
brotó de labios del Maestro:
—A propósito, ¿qué superficie tiene Israel?
El judío sonrió y concretóse a contarle una anécdota
a modo de respuesta:
Una vez, en Israel, un ciudadano argentino recién
llegado de las inmensas pampas de su patria se encontró con un amigo israelí.
Se saludaron efusivamente y el israelí le invitó a almorzar.
—No puedo aceptar —le contestó—, tengo que visitar
esta mañana el país.
—Bien. Y por la tarde ¿qué hace?
Sonrieron.
El coronel Altooun contaba apenas treinta y dos años
de edad. Llama la atención, que en este país tan nuevo, todos los militares de
alta jerarquía, generales, coroneles y tenientes coroneles, etc., sean personas
jóvenes. Al Maestro no le había pasado por alto este detalle, y aprovechó la
oportunidad para formularle la observación al coronel, a lo que éste le
explicó:
—Cuando estábamos bajo la protección inglesa, teníamos
textos militares, seguíamos los cursos del arte militar. Así, por ejemplo, cómo
un soldado tiene que llevar la mochila, cómo tiene que manejar un arma. Cuando
nos desprendimos de los ingleses y adquirimos nuestra independencia, nos
quedamos con los mismos textos; pero como nosotros, los judíos, leemos al
revés, es decir de derecha a izquierda, empezarnos por ser generales, después
coroneles y, con el tiempo, Dios mediante, llegaremos a ser soldados rasos...
Quod licet Jovi
non licet bovi (lo que es lícito a Júpiter
no es lícito al buey). Según la mitología, Júpiter, divinidad principal de los
romanos, hijo de Saturno y de Rea y hermano y esposo de Juno, venció a los titanes,
arrebató el poder a su padre y se repartió el imperio del mundo con sus dos
hermanos Neptuno y Plutón, correspondiendo al primero el mar, al segundo los
infiernos y a él los cielos y el aire. Si pudiéramos vivir en los cielos y
alimentarnos de los aires, nuestra conducta en la vida diaria sería distinta y,
a no dudar, emularíamos a Júpiter. Por desgracia hollamos tierra firme, del
mundo giratorio, al igual que el buey que pace plácidamente y excreta boñiga en
abundancia.
Esto le recordaba al Maestro un episodio digno de
mencionarse: a mediados del año mil novecientos cuarenta y tres, el país vivía
la víspera de grandes acontecimientos. El elemento universitario estaba con el
máuser al hombro. Huelgas turbulentas se llevaban a cabo en todas las
facultades, cuyos claustros estaban desiertos. Al cabo de un tiempo prudencial,
el retorno a las aulas se hacía por infiltración, con la intrascendencia con
que se suceden las hojas de un almanaque.
Entre los más inquietos, como abrasados por
impaciencia digna de mejor causa, se hallaban los ya graduados y los que debían
una materia para recibirse. Solapadamente, cabizbajos, como a hurtadillas, se
deslizaban cautelosamente hasta el despacho del único consejero, que a la
sazón hacía las veces de decano, para pedirle que se les tornara el juramento
que les permitiría colocarse el diploma bajo el brazo y así ejercer.
Escuchados finalmente tales pedidos, se fijaron día
y hora en que se llevaría a cabo la ceremonia. Asistieron una cincuentena de
egresados. Baruj fue invitado por el decano, quien, llegado el momento, tomó
los juramentos de estilo.
—Juro por Dios y los Santos Evangelios —declaró un
conservador.
—Juro por la Patria —fueron las palabras de un
reformista socialista.
—Juro por mi honor —afirmó un comunista. Y así
sucesivamente.
Terminado el acto, se retiró el decano a su despacho
en compañía de Baruj. Sentados en mullido sofá, mientras bebían un aromático
café, el primero le preguntó a su invitado qué le había parecido el acto. Después
de meditar un rato, el Maestro le dió su opinión.
—Cuentan —le refirió— que la hija de Rotschild, el
famoso banquero de París, estaba comprometida con un francés de la haute
parisienne; mas para poder ingresar en dicha sociedad debía ella claudicar de
la religión judía y abrazar la cristiana. El viejo Rotschild, judío estoico, consintió
a regañadientes. En la noche de la boda, acontecimiento social de primera
magnitud, estaban dispuestos de la siguiente suerte: el viejo Rotschild, con la
diestra apoyada en el Antiguo Testamento (judío): la hija, flamante cristiana,
sobre el Nuevo Testamento (cristiano), y el futuro hijo político sobre el
testamento de Rotschild. . .
Una vez fue visitado por un matrimonio agriado.
El marido, psicópata, traía los nervios zurcidos.
Janet los coloca entre los que tienen los sentimientos de incompletud. Para no
perdernos en detalles, digamos que el pobre hombre padecía de un cunnilingus
con su hija. Pero de cualquier modo, le explicaba su trágica situación.
La mujer lo interrumpía, no le dejaba expresar su
tragedia.
El marido, de buenos modos en un comienzo, le decía
a la mujer:
—Déjame que le explique.
Retorna el hilo de la exposición, pero al rato ella
lo vuelve a interrumpir. Un tanto fastidiado, exclama entonces el marido:
—El enfermo soy yo, déjame hablar.
Una vez más es retomado el hilo de la conversación y
la mujer lo vuelve a interrumpir.
Fuera de sí, el marido se levanta y, haciendo ademán
de irse, le advierte:
—Si usted no se calla, me voy.
Interviene el Maestro y con voz queda pero firme, le
dice al marido:
—Vea, amigo, hay tres cosas que no se pueden conseguir:
resucitar a los muertos, agarrar la luna con la mano y hacer callar a una
mujer.
Un día, habiendo leído un artículo sobre el
insecticida que ha revolucionado al mundo científico hasta el punto que a su
descubridor se le asignó el premio Nobel (nos referimos al
dicloro-difenil-tricloroetano, más conocido con el nombre de D.D.T.), sintióse
tentado de poner a prueba su eficacia. Para ello, efectuó el siguiente
experimento: en una vasija de reducido tamaño vertió D.D.T. puro y colocó
después una chinche. Dejó pasar veinticuatro horas y al cabo de este lapso, con
sorpresa, en vez de muerta la encontró vivita y coleando, riéndose del
experimento a mandíbula batiente.
Habló entonces a la casa introductora del producto
para informar del chasco de su experimento. El D.D.T. puro es innocuo, le
explicaron. Para que sea eficaz se lo debe disolver en un polvo inerte, como
ser talco, que le sirve de vehículo y convierte su acción en fulminante. Con
una mezcla al cinco por ciento —noventa y cinco por ciento de talco y cinco por
ciento de D.D.T.— el efecto es mortífero.
Realizado nuevamente el experimento en la forma
aconsejada, la muerte de la chinche fue fulmínea.
Esto le dió que pensar, y llegó a la siguiente conclusión:
La verdad se maneja como el D.D.T.
La verdad pura, al igual que el D.D. T. puro, es
innocua. Para que la verdad sea eficaz, es menester usarla con una proporción
del cinco por ciento, es decir, noventa y cinco por ciento de mentira y cinco
por ciento de verdad.
Esta grande y heroica verdad regirá por siempre
jamás.
La vaca
Cuando el enorme transatlántico soltó amarras, el
zumbido estridente de las sirenas, que le retumbaba en los oídos, pareció
propagársele a todo el cuerpo, haciéndole vibrar de pies a cabeza.
Jaime Portabales, rico cabañero cuyo apellido tenía
el prestigio de un abolengo tradicional, de pie junto a la borda, agitaba el
pañuelo a modo de despedida, sin poder disimular su emoción — y también, por
qué no decirlo, cierta explicable tristeza al alejarse de la patria, rumbo al
viejo continente.
Además de la misión oficial que le había confiado el
Ministerio de Agricultura, Portabales se dirigía a Suiza y a Holanda para
seleccionar y adquirir un lote de ejemplares vacunos de raza lechera, a fin de
mejorar y renovar la hacienda de su cabaña, una de las de mayor prestigio del
país.
Desembarcado en Hamburgo, siguió viaje por tren a
través del territorio alemán, hasta entrar en Suiza por Basilea y desde allí
seguir hasta Berna, la capital helvética. ¡Por fin! Se encontraba "en su
tinta", como acostumbraba decir. Había llegado, pues, el momento de
abocarse de lleno a la selección de reproductores puros.
A tal efecto visitó Glaris, Schwyz, Saint Gallen y
Unterwalden, al norte de Uri, entre otros cantones donde se crían animales
vacunos de razas famosas. Pudo hacer entonces un estudio exhaustivo. Observando
detenidamente, desde las grupas amplias de los animales de alta cruza, con
patas cortas y bien dispuestas y cuernos amarillentos de puntas claras, hasta
la mirada dulce de las razas Selwitz, Simmenthal y Friburguesa, optó por la
primera y escogió un buen conjunto.
Cumplida su misión en Suiza, regresó por el
ferrocarril que, pasando por Basilea, continúa paralelo al Rhin con el nombre
de Rhein-Gold y así horas más tarde llegó a Holanda, donde visitó las
provincias de Gueldres, Overyssel, Utrecht y Frisia.
El ojo avizor y la gran experiencia de cabañero le
permitieron hacer un discriminativo estudio de las distintas variedades de los
Países Bajos. La Croninga, que tiene el cuerpo negro y la cabeza blanca; la de
NeusRhin, de berrenda en colorado; y la variedad Frisia de berrenda en negro y
pardo, le interesaron sobremanera. De ellas separó pues un buen lote, con lo
que se dió por satisfecho y emprendió el regreso a Buenos Aires.
La llegada de Portabales a su cabaña con los toros y
vacas a cuestas fue celebrada por dueños, capataces y peones con un asado
criollo, donde el buen vino corría a raudales.
Por fin las vacas suizas y holandesas ganaron la inmensidad
de las pampas argentinas que, a no dudar, les parecerían ilimitadas mientras
pacían plácidamente, cubiertas por un diáfano cielo y sol radiante.
¿Y los establos de Holanda y las montañas de Suiza?
Totalmente relegados al olvido, a la nada. Porque la vaca no posee en lo más
mínimo la capacidad de aprehensión y fijación, o sea el valor de concentración
atentiva, lo que los alemanes llaman Werkfähigkeit.
En síntesis, diríamos que es un hecho de trashumación, que por definición
significa el pasaje del ganado con sus conductores desde las dehesas de invierno
a las de verano y viceversa. En una palabra, la vaca no tiene memoria.
Tampoco presta atención; no tiene juicio, raciocinio
ni criterio, nada, y ninguno de estos chirimbolos ni falta que le hacen. Está
muy por encima de tales bagatelas. Al fin de cuentas, cualquier ser humano medianamente
dotado las posee en grado superlativo.
La función social de la vaca es de carácter vital.
El despecho de ella —que el Todopoderoso no lo quiera— significaría el
aniquilamiento de todo ser viviente, desde el microbio hasta la criatura
humana. Es la mater universalis por
antonomasia.
Jean Rostand, en su libro Las costumbres amorosas de los animales, dice, refiriéndose a la
cópula del toro y la vaca: "toda la parte pintoresca de las insinuaciones
y de los desaires queda suprimida, al igual que las muestras de cariño que a
veces dan los animales después de la unión." Si alguna vez gasta un dulce
mugido, incitando al toro para que la cubra es, por ley natural, de una
brevedad de relámpago, de tal suerte que el orgasmo, el placer del acto sexual,
ni siquiera existe. Es pues la cópula un mero pretexto, indispensable por cierto,
para la fecundidad. Llena su vientre de un hijo, para largarlo al mundo a fin
de que la ubre pletórica de leche se transmita de madre a hija para toda la
eternidad.
Dios, tierra y vaca.
Si pudiéramos agrupar y adicionar todas las ubres
dispersas por el mundo, a no dudar cubriríamos el globo terráqueo, en cuya
total redondez pululan innumerables especies.
Eloy Fernández Blanco ha cantado loas, en un conmovedor
poema, a las virtudes maternales de la vaca. La esposa de este eximio poeta venezolano,
joven de veinte años, sucumbió en un parto distósico, pero quedó a salvo el
recién nacido. Una vaca, con su leche materna a modo de sustituto, aseguró el
sustento del bebé con la mayor felicidad. Cierta mujer dió a luz un niño
robusto, que afanosamente succionaba de una mama exhuberante. Pero he ahí que
acaece una desgracia: la madre de la parturienta fallece de súbito, de un síncope
cardíaco. Un río de lágrimas inundó los ojos de la pobre mujer, a la par que
los pechos se le secaron de cuajo. ¿Y el recién nacido? Sin prisa y sin pausa,
como la cosa más natural del mundo, la leche de la vaca reemplazó con creces a la
desafortunada madre y no hubo nada que lamentar.
Thomas Mann, en su famosa obra Herr und Hunt (Señor y perro), David Katz en Animales y hombres y la Psicología
animal de Remberto Reinhardt, y otros, hacen un estudio minucioso y conmovedor
de la vida y costumbres de los animales. Un autor cita el caso de una perra,
negra renegrida, hermoso ejemplar de la raza canina, que tenía por nombre Mimí.
Echa al mundo cinco cachorros y se va ... en el mismísimo instante del
alumbramiento. También aquí la leche de vaca salvó la vida de los desamparados
animalitos.
Los casos se multiplicarían, comprendiendo a todo
ser viviente en los primeros días de su vida.
Los dioses inmortales —ya que la vaca es anterior a
la concepción monoteísta— la tuvieron muy especialmente en cuenta. Jehová la
escogió como instrumento benefactor, sin discriminación alguna, abarcando a toda
especie viviente desde el hombre hasta los microbios, pasando por los
cachorros, cervatos, cochastros, lobatos, oseznos, jayones, etc., etc., que en
los albores de la vida tienen en la leche de la vaca el alimento insustituible,
al cual acuden con naturalidad, con la misma naturalidad con que cabe una mano
en el hueco de la otra mano.
Por eso sostenemos el principio de que la vaca, bajo
ningún concepto, debe ser sacrificada. No nos conformemos con lo que advierten
las escrituras hindúes: "Quien mate una vaca se pudrirá en el infierno
tantos años como pelos tenga la vaca sacrificada." El faenamiento debe
ser tabú; y quienes lo infringieran serían castigados con la cuerda de la tortura
y el fuego del tormento. Es imperativo que la Nación promulgue una ley, con
vigencia en todo el país, de modo que, al igual que el aire que penetra en los
lobulillos más recónditos del pulmón de cada individuo, así el concepto de NO
MATARÁS A LA VACA penetrará en las más recónditas células conscientes del
cerebro humano, dispersos a lo largo y a lo ancho de esta tierra de promisión.
La vaca, poema pío, como diría Gandhi, digna de toda
conmiseración, debe ser deificada pero no como en la India y en Egipto, donde
es el animal más sagrado y venerado. No incurramos en lo estrafalario, al exagerado
extremo de admitir, como dicen las escrituras hindúes, que su boñiga puede
usarse como santa untura y que su orina es vino sagrado capaz de limpiar el
organismo de toda impureza externa o interna.
No caigamos en la idolatría. Deificada, sí, pero
prosaicamente, sin una pizca de religión o superstición, con sentido
utilitario. Desde este punto de vista, la utilidad de la madre-vaca es
inconmensurable. El servicio que prestaría a la humanidad sería, a todas luces,
providencial, sólo comparable al maná caído del cielo, que saciaba al
hambriento y aplacaba la sed del sediento.
Todos: el novillo, el buey, el ternero, la oveja, el
cordero, el cerdo, el ganso, el pato, la gallina, etc., etc., todos serían
sacrificados, inmolados a la gula carnívora, de tal modo que el hecho de no
sacrificar a la vaca pasará en absoluto desapercibido.
En cambio, las ubres pletóricas inundarían con un
mar de leche a los habitantes del país, desde el instante que abren los ojos al
llegar al mundo, hasta que los cierren para alejarse de él definitivamente. En
calidad, leche pura, purísima, amén de sus derivados; y leche desecada, leche
en polvo de alta calidad, crema, mantequilla, manteca, toda suerte de quesos de
gusto jamás paladeados.
Cielo, tierra y vaca.
Por eso, cuando la vaca deja de parir, es decir,
cuando entra en estado cutral o cuando, por fin, muere ella de muerte natural,
un monumento a título de gratitud debería ser erguido por doquier. A la par su
óbito sería festín de pobres, llevado a cabo en todo rincón de la República, al
son de una música entonada con dejo de dulciamargo recuerdo para aquella vida
consagrada, subconscientemente, si se quiere —y ahí está lo inefable— a servir
de mater universal, con majestad y
excelsitud, a todo ser viviente, hasta el momento de abrir los ojos a la
eternidad.
Salomón Chichilnisky, adolescente.
El pueblo judío
Por ley natural, todos los hombres son iguales: sólo
los factores sociales los hacen diferentes.
Los judíos nos parecemos a los demás hombres en lo
bueno y en lo malo; somos, exactamente, como dos gotas de agua entre sí.
Sin embargo, hay dos factores que nos dan una
característica especial: el Génesis y el factor social.
En lo que al Génesis se refiere, no creo que seamos
el pueblo elegido por Dios, como tampoco creo haberlo merecido. En cambio, sí
creo que somos el pueblo que ha elegido a Dios y que, con el andar de los siglos,
hemos tratado de superarnos para ser, merecidamente, el pueblo elegido por
Dios. Este hecho debe ser tomado muy en cuenta.
¿Cuál es el procedimiento o fórmula que hemos
empleado para tal merecimiento? Primero, la moral y, segundo, el pensamiento,
o, en términos similares, la Religión y la Ciencia.
Esta afirmación no es antojadiza. Sabemos que tales
fenómenos casuales no existen, y está bien establecido que todo hecho o
fenómeno casual, en último análisis, tiene su razón de ser. Por lo tanto, la circunstancia
de que precisamente de la raza judía hayan salido desde un Moisés, hombre casi
dios en lo atinente a la moral o religión, hasta un Einstein, hombre casi dios
en lo que al pensamiento se refiere, o sea ciencia, tampoco es casual, sino más
bien un fenómeno de superación.
Permítaseme insistir, para mayor abundamiento, en
esta nuestra tesis, como rasgo histórico desde el punto de vista del origen y
evolución de este pueblo tan característico.
Como dijimos, elegido su Dios y ubicándolo en el
cielo, libertados de una esclavitud de casi cinco siglos y nacidos ya como
pueblo, sólo les faltaba tierra estable a sus pies de nómades. Yo creo en la
Tierra Prometida, pero creo más aún en la tierra que se les prometió y supieron
conquistar.
Quedaron así cristalizados los tres atributos: Dios,
Pueblo y Patria que, naturalmente, por lo sublime, cabrían en lo divino, nada
más que a modo de expresión máxima.
Sobrevino después el llamado castigo de Dios y, con
él, el desintegro y la dispersión, cumpliéndose así el vaticinio de los
profetas. Vencidos, y no sin antes cargar sobre sus hombros la Thora a modo de
patria ambulante, abandonaron su Tierra Prometida y Conquistada, llevándose en
el corazón la fe en el retorno del Mesías Celestial.
Y así, en la diáspora, deambularon por tierras en
llamas en toda su redondez y por mares tintos en sangre en todo su ancho.
Pero sobre los hombros de cada judío gravitaba la
carga sacrosanta, la Thora, a la cual no hubo fuerza humana que por malas o por
buenas lograra desprender; y en el corazón de cada uno de ellos palpitaba la fe
en el Mesías Celestial prometido, con la fuerza inmutable de una ley biológica,
así como gravita y titila viviente la estrella en el firmamento, con la fuerza
inmutable también, diríamos, de una ley cósmica.
Año tras año, brotaba del judío, con fe renovada e
inquebrantable, estuviera donde estuviere, en desgracia o en dicha, el , es decir, el Año Próximo en Jerusalén,
transmitiéndose de padre a hijo, de generación en generación, a modo de patrimonio
imperecedero de su raza.
Y así transcurrieron dos mil años, dos mil años de
diáspora que necesitó nuestro pueblo para convertir el Mesías Celestial de la
profecía en el Mesías Terrenal, doctor Herzl, de la realidad actual.
Al cabo de dos mil años de superación constante se
desprendieron de la Thora, su carga sagrada, para depositarla en la Tierra
Santa, la Tierra Prometida que sus padres supieron conquistar y que sus hijos,
en eterna superación, se propusieron y lograron reconquistar.
Este finis coronat
opus (el final corona el trabajo) es, a nuestro entender, la razón histórica,
o, si se quiere, la característica, a modo de incentivo, del pueblo judío, en
su perenne superación para llegar a ser por legítimo merecimiento el pueblo
elegido por Dios.
El segundo factor, el social, por el cual somos
aparentemente diferentes de los demás hombres, es el medio ambiente en que nos
desenvolvemos, medio ambiente consagrado por costumbre secular con el nombre de
"prejuicio racial", a modo de sambenito de penitente que nos acompaña
desde la cuna hasta la tumba y que, a título de herencia, se perpetúa en
nuestros hijos.
Estos dos factores, superior y constructivo el uno,
e inferior y negativo el otro, ¿nos hacen realmente distintos dentro del
ambiente donde actuamos? Categoricamente, ¡no! A lo sumo, podemos transar en
que somos iguales a los demás, pero "con desventaja". . .
Mas esto no nos amilana y no es motivo para que
claudiquemos. Por el contrario, luchamos con denuedo con un brazo hacia el
progreso y con el otro arrastrando ese lastre dado en llamar "prejuicio
racial".
Así estamos, con todo, profundamente arraigados en
la tierra donde nacemos o que adoptamos, como cualquier elemento natural de
ella: montañas, árboles, ríos, etcétera, dentro de los límites de su territorio;
estamos absolutamente conectados e íntimamente identificados con todas las
fuerzas vivas, materiales y espirituales de la nación.
Si amar a todo esto significa ser patriota, somos patriotas
en el sentido más noble y lato de la palabra. Si propender al progreso de todo
esto significa patriotismo, el nuestro no le va en zaga al patriotismo más
acendrado de los demás. Si velar por el prestigio de todo esto dentro del país
que nos han legado nuestros mayores, significa emancipación; si defenderlo
fuera del país significa soberanía, y si todo esto, por ende, significa ser
argentinos dignos, leales y patriotas, lo somos, justa y cabalmente, como el
que más.
La historia de los hijos de Israel esparcidos en los
distintos pueblos del mundo, civilizados o no, ha dado ejemplos asaz
elocuentes, a la par que irrefutables, que corroboran nuestro aserto.
Lord Derby, inglés con su Rey y con su Dios en
regla, tuvo la oportunidad – y quedó nada más que como tal "en sus manos
frías" de ministro de Finanzas – de convertir a Inglaterra en dueña del
paso por el canal de Suez, camino de las Indias. Disraeli, en cambio, ardió en
patriotismo e inflamó a Rotschild. ¡Cuatro millones de libras esterlinas fueron
pedidas y concedidas de boca a boca! Y en diez minutos de tiempo se pudo
convertir en realidad un sueño dorado de la Reina Victoria: reina de Inglaterra
y emperatriz de las Indias.
De haber sido bajo el reinado de Eduardo I, cuando
se expulsó a los judíos de Inglaterra al grito de "llamad a Moisés",
tal vez la historia habría tenido otro curso.
Albert Ballin fue el genial creador de la empresa
naviera alemana "Hamburg-Amerika Linie". Su flota mercante había
logrado para su patria un florecimiento nunca sospechado por nadie y perturbaba
seriamente a los magnates de la banca inglesa, en su "fin de semana",
por las grandes pérdidas que le significaba el tráfico de ultramar. Su flota de
guerra llegó a quitar el sueño a los hombres del Almirantazgo Británico, que
tenían buena vista para ver lejos ...
Ballin era amigo íntimo y consejero privado del
Kaiser y, en tal carácter, sostuvo el principio de la consecución, por vía
pacífica, de la preponderancia alemana en el mundo y del respeto general como
país poderoso. Pero Ballin era judío ...
Declarada la guerra, vencida Alemania y destrozado
el poderío de la "Hamburg Amerika Linie", su razón de ser, se
suicidó. El Kaiser se refugió diligentemente en Holanda, fue feliz en su
segundo matrimonio – y se entregó mansamente en manos del Ángel de la Muerte
cuando éste se hizo presente en su lecho de enfermo.
¿Y Weismann, el químico sabio? Cuando la primera
guerra mundial, Inglaterra, su patria adoptiva, estaba en peligro. Weismann le
resolvió un problema vital de carácter bélico. Patriota, no aceptó dinero ni
títulos honoríficos; tan sólo la célebre "Declaración Balfour".
Inglaterra no cumplió en la medida de lo prometido;
por eso Weismann, en la segunda guerra mundial, como buen judío, tomó la
"revancha"... y le resolvió el gravísimo problema del caucho
sintético.
Y por ende, cuando la poderosa Norteamérica fue
agraviada y entró en guerra, sus hijos judíos, en su exaltación patriótica,
dieron lo más profundo de la característica de su raza: desde la fuerza de su
pensamiento para la construcción de la bomba atómica, hasta la fuerza moral del
rabino que acompañó a los soldados en los frentes de batalla.
La enunciación de estos hechos sólo expresa nuestro
deseo de corroborar lo que precedentemente hemos sostenido.
Este capítulo constituye la primera parte de un discurso del autor pronunciado el 3 de marzo de 1950 en el tercer aniversario de la OIA [MC].
Salomón Chichilnisky, estudiante de medicina, c. 1925.
Fracasados …
I
Don Ildefonso Vargas era hombre de arrogante figura,
alto y delgado. Su cabeza, soberbiamente plantada, ostentaba una abundante cabellera
de color tan renegrido que, a su edad —frisaba ya en los cincuenta años— tenía
la explicable virtud de despertar sospechas.
En su mocedad había sido estudiante de Filosofía y
Letras, con tanta vocación que, tal vez por ello mismo, nunca dejó de serlo … A
los treinta y ocho años debió interrumpir los estudios, naturalmente por poco
tiempo, para contraer matrimonio con Estela Castro Portales, esbelta rubia,
joven aún y de bondad y condescendencia encantadoras.
La pareja fue muy solicitada y sus relaciones les
dispensaban a ambos toda suerte de consideraciones. No exageraríamos al afirmar
que era aquello una verdadera porfía.
Desde luego el honor era recíproco, por tratarse del
filósofo Ildefonso, quien, a cambio de un buen vino añejo, de un Málaga,
Marsella o Mosela, salpicaba entre sorbo y sorbo amena e interesante conversación,
en la que no faltaban las citas de autores célebres y las anécdotas más
originales e ilustrativas, muy celebradas en las reuniones de que participaba.
Tal inclinación pasó pronto a ser hábito y así,
indefectible invitado de honor a todas las fiestas, poco a poco las citas de
los clásicos fueron mermando y aumentando los sorbos de alcohol.
El nacimiento de Héctor, su primer y único hijo, fue
una luz de esperanza para la joven madre. Tal acontecimiento —pensaba ella— estimularía
sin duda a su marido y, frente a la nueva y hermosa responsabilidad, éste sin
duda se decidiría a rendir los exámenes que le faltaban.
Fue entonces cuando Estela recibió la gran sorpresa.
Agotados los festejos y reuniones sociales con motivo de aquel suceso,
Ildefonso, aunque a ratos perdidos abría todavía los libros de filosofía,
frente a los nuevos problemas económicos del hogar resolvió emprender la
carrera del notariado.
Con este criterio más práctico dió comienzo a los
nuevos estudios, poniendo bastante entusiasmo en ello. Su mujer, conforme con
el cambio, sintió renovadas esperanzas en el éxito final y en la prosperidad
bastante venida a menos del hogar, ya que, por lo visto, Ildefonso terminaría
esta vez algo que había empezado.
Tanto fervor puso este que, sin esperar a graduarse
y a modo de práctica, se inició con algunos asuntos que casi providencialmente
le cayeron. Al principio su antigua fama de filósofo le ayudó en la emergencia.
Pero el resultado de aquel procedimiento, iniciado contra las reglas de la
lógica, no se hizo esperar. En vez de solucionar los pleitos que se le confiaban,
los fue complicando cada vez más, en forma tal que pronto su prestigio y su capacidad
de conducirlos fueron declinando de manera notoria.
Simultáneamente invitaciones y recepciones comenzaron
a mermar, por lo que el fracasado filósofo vió con tristeza cuán escasas
oportunidades había ahora de celebrar con un buen vino los contados éxitos que,
de vez en cuando, aún lograba conquistar.
Mas Ildefonso encontró para esto fácil solución. Si
no tenía a mano un amigo que le invitara a su mesa, nada mejor que buscar en el
mostrador de algún bar el consuelo espiritual que le faltaba.
Lo que al principio fue un acto espontáneo y
fortuito, pronto se hizo hábito, a tal punto que su mesa de trabajo terminó por
ser la del bar. Allí atendía ahora sus asuntos, entre un sorbo para entrar en
tema, otro para discutirlo y varios más para celebrar de antemano su exitosa
conclusión.
Este sistema de trabajo llegó por fin al colmo y
cuando ya no pudo resistirlo más se entregó de lleno a beber, en una taberna
próxima al edificio donde había instalado su oficina.
El prestigio de otrora se había trocado en
definitivo descrédito. Lo más trágico era que su estado físico y, peor aún, su
estado psicológico le impedían el menor esfuerzo para remediarlo.
El drama que su hogar estaba viviendo llegó pronto a
conocimiento de varios antiguos amigos. Condolidos profundamente, hicieron un espontáneo
tour de force y le llevaron algunos
asuntos cuyos gastos y honorarios le fueron abonados por adelantado, con la
formal promesa de no festejar nada en la cantina.
Este asunto, al parecer trivial, lo conmovió profundamente.
El filósofo, transformado, se dirigía ahora a su escritorio con los expedientes
bajo el brazo, caminando con el aplomo que da la seguridad de un hecho
resuelto: ¡no más beber!
Pero he aquí que un día, caminando ufano y alegre
rumbo a su oficina donde varios asuntos importantes lo esperaban, atinó a pasar
frente a la taberna.
Se detuvo unos instantes a mirar hacia el interior …
y finalmente exclamó asombrado:
—¡Quién diría! ¡Veintitrés años, día a día, jamás
había dejado de entrar, y ahora paso olímpicamente a lo largo, sin la menor
intención de tomar un trago! ¡Qué maravilloso! ¡Qué fuerza de voluntad! ¡No,
esto no puede quedar así!
Y restregándose las manos, añadió:
—¡Hay que festejarlo con unas copas! ...
II
Héctor Vargas era, en lo físico, un calco de su
padre. Alto, enjuto; la cabeza bien plantada, cubierta de hermosísima cabellera
negra que hacía halagüeño contraste con el cutis color mate, tenía la cara siempre
iluminada con una sonrisa realmente encantadora.
Su compañero de estudios era Hugo Ríos, mocetón
rubio, de ojos claros como los de su padre, un robusto hombre de espaldas
hercúleas que vivía en la convicción de que la única vida digna de ser vivida
"había de ser amasada como el pan, con las propias manos", pese a
que le sobrara para que lo hicieran otros...
Héctor y Hugo rivalizaban amistosamente. Si Héctor
sacaba diez puntos en lógica, Hugo sacaba otro tanto en historia. En el
colegio. a fines del curso, no se hablaba de otra cosa que de las alternativas
de uno y otro, es decir, del "match" que los dos estudiantes
sostenían.
El señor Riquelme, el director, hombre jovial y
amigo común de ambos, permanecía indiferente; o mejor dicho imparcial. Se
restregaba las manos con cierta nerviosidad —¿para qué negarlo?—, diciéndose
para su fuero íntimo:
—Veremos ahora quién triunfa de los dos.
Hasta que al fin llegó el día decisivo y los dos
estudiantes empataron el primer puesto: Héctor Vargas, nueve setenta y cinco
puntos; Hugo Ríos, nueve setenta y cinco. ¡Legítimo y cabal empate!
La noticia corrió con la velocidad del rayo; grandes
aplausos en general y abrazos efusivos de los menos, entre los que se contaba
el director del colegio.
Ese año, el acto de fin de curso fue brillante y el
comentario obligado de la concurrencia se concentró en la singular rivalidad de
aquellos dos ejemplares estudiantes.
Las emotivas palabras con que Riquelme despidió a
los egresados, deseándoles a todos el mejor de los éxitos en la carrera que
habría de abrazar cada uno de ellos, puso fin a una ceremonia que por mucho
tiempo perduraría en el recuerdo de aquella juventud satisfecha del deber
cumplido y dispuesta, con sano optimismo, a continuar la lucha por el propio
porvenir.
Durante los tres meses de vacaciones Héctor y Hugo
no volvieron a verse. Pero puestos cada uno de ellos frente al mismo problema
de elegir profesión, los dos se decidieron finalmente por las ciencias médicas.
Así fue cómo el primer día de inscripción Héctor
Vargas y Hugo Ríos se encontraron a las puertas de la Facultad. La sorpresa de
ambos jóvenes pareció aumentar la efusión del abrazo con que se estrecharon,
sin sospechar ninguno que ese momento estaba marcando el principio y el fin de
su carrera.
Llevados por el entusiasmo comenzaron a trazar
planes para lo futuro y fue entonces cuando Héctor propuso a Hugo:
—Enfrente del colegio hay un localcito. Podríamos
alquilarlo y poner un negocito de venta de útiles escolares. Trabajaríamos por
turno, uno a la mañana y otro a la tarde. —Y agregó—: Así dispondríamos del
tiempo necesario para estudiar y asistir a los trabajos prácticos.
Aceptada la idea por Hugo, resolvieron llevarla a la
práctica cuanto antes y pronto pudieron abrir el negocio proyectado, con tanto
éxito que ambos se felicitaron de haber tenido la luminosa ocurrencia de
instalarlo.
Los famosos Héctor y Hugo trabajaban allí con afán,
por la mañana uno y el otro por la tarde. Pero la noche era de los dos...
Solían invitar a compañeras y compañeros a cenar y a
bailar juntos, lo que al punto les valió cierta popularidad. Ellos eran los
señores comerciantes. Vestían de primera y se alhajaban con buen gusto. Eran buscados
y halagados y así, alegres y contentos, se divertían y hacían divertir a todos
en general.
¿Y los exámenes? Dejaban pasar un turno. Al fin de
cuentas, no tenía importancia: en vez de rendir en diciembre, lo iban a hacer
en marzo. De tal manera, su presentación a las distintas pruebas fue postergándose
de fecha en fecha, hasta lo increíble...
Los amigos comenzaron a alejarse de ellos, ya porque
los estudios avanzados y los exámenes eran más serios y les exigían mayor dedicación,
ya porque no se sentían felices en compañía de quienes resultaron ser nada más
que unos vulgares vendedores de útiles de colegio al menudeo. Si en un tiempo
habían gozado de popularidad como destacados estudiantes, aquello representaba
un mero episodio de sus vidas, pero la vida no está hecha de episodios
aislados, que no conducen a nada, sino de una sucesión de esfuerzos que llevan
a determinado fin.
En el boliche, a todo esto, las cosas no andaban
bien. Cada socio cumplía rigurosamente el turno que le correspondía. Pero no se
hablaban; se guardaban un rencor "inconfesable".
Cierto día, Hugo estalló. La situación se le hacía
insoportable, absolutamente.
Con el rostro transfigurado y crispados los nervios,
gritó:
—¡Quiero irme! ¡No quiero venir más! ¡Estoy cansado
de verte! ¡Durante veinticuatro años, día a día, la misma cara! ¡Durante
veinticuatro años, venir por la mañana, sacarme el sombrero, colgar el saco del
mismo clavo! ... ¡No, no puedo aguantarlo más!
El viejo director del colegio, que acertó a pasar
por ahí y pudo presenciar la escena, meneando la cabeza dijo sentenciosamente:
—Esto me recuerda lo que hace tiempo me contó un cazador
de monos. Como a este animal le gustan mucho los cocos, el cazador coloca uno
en un recipiente de cristal y lo cuelga de un árbol. Al divisar el codiciado
fruto, el mono trepa rápidamente y, una vez arriba, introduce la mano para
agarrarlo. Pero habiendo cerrado la mano para agarrar el coco, no la puede
sacar sino soltando el coco. El mono no quiere soltar el coco y se queda sin
sacar la mano... hasta que el hombre se hace presente y lo atrapa ...
Héctor, cabizbajo, preguntó a su socio:
—¿Qué vas a hacer ahora? Ya no podemos estudiar más;
hemos perdido el hábito. Siento que el fracaso ha invadido mi ser. Sí, ¡somos
unos fracasados!
Las palabras de su amigo le dieron a Hugo la
sensación de su propio drama.
—¡Me iré de aquí! ¡Trabajaré en otro lugar! —afirmó,
apretando los dientes.
—¿Por qué tienes que trabajar en otro lugar? Lo
harías como empleado; aquí, mal que mal, eres patrón...
—Sí, en efecto ... —admitió Hugo—. ¡Pero esta
situación se me hace insoportable!
Héctor quedó pensativo durante breves instantes,
hasta que de pronto brotó de su mente la trágica disyuntiva:
—Bien: te propongo una solución para este problema.
Cambiemos de turno. En vez de venir a la mañana e irte por la tarde, vendrás de
tarde y te irás a la noche...
Salomón Chichilnisky, al iniciar su
vida profesional
Perseguidor
perseguido
Era un matrimonio que movía a risa. Ella,
corpulenta, de anchos hombros y senos abultados, hacía pensar en una maternidad
exuberante, aunque sólo en apariencia.
Él, en cambio, era un ente minúsculo en quien la
naturaleza se había esforzado en demostrar cómo podía funcionar a la perfección
el mecanismo físico e intelectual de un sujeto, con todos sus órganos reducidos
a la mínima expresión.
En efecto, tenía un talle insignificante y la cabeza
era tan pequeña que habría cabido en un puño. Corto de tronco y también de
extremidades, especialmente las inferiores, cuando se ponía de pie daba la sensación
de estar de rodillas. Pero así como tenía un cuerpo pequeño, pequeñísimo, se
agigantaba en el aspecto moral y afectivo.
De ese matrimonio tan dispar nació un hijo varón,
cuyo físico era a todas luces herencia de la madre. Aún no había entrado en la
adolescencia y ya su arrogante cabeza, sus espaldas anchas que hacían olímpico
contraste con la cintura estrecha, y las piernas largas, recias y bien conformadas,
le daban porte de llamativa y precoz fortaleza.
Calladamente, el padre miraba de soslayo la
excelente complexión del muchacho y se regocijaba orgulloso, mientras agradecía
a Dios que no se le pareciera en absoluto.
Tenía por costumbre la sagrada misión de acompañarlo
a la escuela, en cuya ocasión el lamentable contraste que ambos ofrecían, él,
tan minúsculo, llevando de la mano a un niño gigante y apuesto, no pasó desapercibido
a los ojos de los demás alumnos, que se valían de toda suerte de pullas para
ridiculizar a aquella extravagante pareja. Les habían puesto los sobrenombres
de David y Goliath. Era un verdadero estribillo que los acompañaba todos los
días, a la entrada a clase cuando el padre llegaba con el chico y a la hora de
la salida cuando reaparecía para llevarlo a casa.
¡David y Goliath! A modo de estereotipia acústica.
ambos nombres retumbaban en los oídos del niño hasta transformarse finalmente
en obsesión, verdadero delirio fijo al que, no obstante, sus allegados estaban
lejos de asignarle importancia. El humor y carácter del chico varió. De jovial,
cariñoso, activo e inteligente que era, volvióse triste, apático y a la vez
irritable; nada le interesaba, descuidaba la higiene personal y se mostraba
indiferente a personas y cosas, buscaba la soledad y vivía como replegado sobre
sí mismo, sin ello impedir que en ocasiones se mostrara pendenciero y agresivo.
En una palabra, padecía de una disminución de la sensibilidad moral y afectiva.
Así permaneció durante semanas y meses, sordo por
completo a las atenciones, advertencia, consejos y palabras de estímulo que le
llegaban. Nada le llamaba la atención ni nada le seducía. No vibraba ...
Pero una mañana, al amanecer, levantóse erguido en
su físico formidable y con pasos firmes y resueltos se dirigió al lecho donde
descansaba su progenitor. Con rapidez y destreza levantó en brazos aquel cuerpo
en miniatura y lo trasladó sin compasión a un hoyo excavado con antelación en
el jardín de la casa. Armóse, entonces, de una regadera y comenzó a verterle
agua sobre la cabeza mientras gritaba con voz estentórea: ¡Para que crezcas!
¡Para que crezcas! .. .
El padre, anonadado, permanecía con resignación en
esa actitud deplorable, hasta que los ruegos y los llantos de la madre
consiguieron libertarlo.
El día que justamente cumplía el muchacho los
dieciséis años debió ser llevado a empellones, por la resistencia que oponía,
al Hospicio de las Mercedes.
Dos años y tres meses exactos estuvo internado en
dicho manicomio. Durante ese lapso, dos veces cada día, con la regularidad de
un cronómetro, fue visitado por su padre. A la mañana, con un suculento
desayuno; al atardecer con una opípara merienda. En cada ocasión, el atribulado
padre imploraba a los enfermos, a los médicos, y sobre todo a Dios, para que su
hijo, su único hijo, orgullo oculto de su ser, curase; o al menos mejorase y pudiese
reintegrarse al medio ambiente familiar. A fuerza de ruegos y después de
prometer toda suerte de cuidados en beneficio del enfermo, consiguió que los
médicos le concedieran un alta provisional por treinta días, a título de
ensayo. Le urgía, porque su intuición le decía que tenía los días contados.
En efecto, una madrugada, fue presa de una sofocación
violenta e inaguantable. Claudicación del ventrículo izquierdo del corazón, con
edema agudo de pulmón consecutivo, fue el diagnóstico del médico y, pese a los
esfuerzos de éste, en cuarenta y ocho horas aquella existencia azarosa llegó a
su fin. Así cerró los ojos, sin poder ver al hijo bienamado quien, con un fútil
pretexto, no le acompañó en aquellos instantes postreros.
Parientes y amigos intervinieron para estudiar el
intrincado problema que se le planteaba a la viuda. Mas entonces ocurrió lo
inesperado.
Tal vez la rápida muerte del padre pudo haberle
producido al joven un shock emotivo que resultó favorable al proceso de su
enfermedad. Esto le dió ánimo a la desconsolada mujer, quien mediante trámites
y recomendaciones consiguió emplearlo en la Policía Federal, donde lo destinaron
a la sección Orden Social, con el personal encargado de seguir de cerca la
labor y la organización de los comunistas.
La naturaleza de ese trabajo entusiasmó al nuevo
empleado desde el primer día. Todo lo que se refería a la lucha revolucionaria
le interesaba: las ideas, las personas y los procedimientos conspiratorios. Con
verdadera saña, con un furor inexplicable realmente enfermizo, comenzó a
arremeter contra esa gente hasta convenirse en su implacable perseguidor.
Pero sus pensamientos y sentimientos eran empujados,
desde luego, por una fuerza maníaca que constituyó una de las expresiones esenciales
de su psicosis.
De este modo, su enfermedad fue evolucionando por
brotes sucesivos, separados por intermitencias de duración variable. Contento
de sí mismo, no sufría ya ninguna de sus antiguas tribulaciones, se alegraba de
sus "medios éxitos" y se declaraba presto a sostener de nuevo el
combate. Luchar no era para él sólo un medio, sino el único objeto de su vida.
Había períodos en que este automatismo sensorial no
le dejaba al desdichado un momento de reposo: rechiflas, amenazas, acusaciones
e informes confidenciales y alarmantes, se sucedían sin tregua ni descanso.
Esta idea tiránica se fue apoderando de su espíritu y dominando su voluntad,
hasta dejarlo bajo el imperio de una obsesión irresistible.
Empezó así a manifestarse un delirio retrospectivo y
fue entonces presa de toda suerte de alucinaciones, acusaciones abyectas, tubos
acústicos escondidos en la pared, ecos del pensamiento; en una palabra, cayó en
el cuadro de la locura razonante de los perseguidos-perseguidores.
En efecto, de implacable perseguidor que era
convirtióse en tenaz perseguido. Fue una alucinación muy imperativa lo que lo
llevó a abandonar la casa de su madre y alquilar un departamento de dos habitaciones,
conjuntamente con un compañero de tareas, a quien le arrancó el juramento de no
comentar con nadie lo que allí sucedía y lo que podría suceder.
En su papel de gran perseguido comenzó por tomar la
mar de precauciones. Con la orden expresa de no recibir a nadie, permanecía
solo, encerrado en su pieza donde su cama, una mesita de noche y una silla era
el único moblaje. De pie constantemente, armado de un trabuco de calibre 45 y
de otro en el cajón entreabierto de la mesita de noche, durante horas y horas
se paseaba con pasos agigantados, como un tigre en su jaula, esperando de un
momento a otro ser atacado pero dispuesto a defenderse con el revólver, del que
no se desprendía por ningún motivo.
Toda la cuadra, aseguraba, estaba rodeada de una
banda de individuos que lo acechaban, y el techo estaba literalmente ocupado
por una agrupación de comunistas que, a toda costa, querían vengarse de él.
Ellos, los comunistas, se habían puesto en contacto y completamente de acuerdo
con la policía secreta para ultimarlo. La poderosa e invencible fuerza de la
Internacional se proponía atormentarlo y pedirle cuenta de los actos y
persecuciones que de él habían sido objeto. Lo sabía, sin ninguna duda,
mediante hilos fluídicos insuflados por tubos acústicos escondidos en la pared,
que se lo transmitían a cada instante. Pero él, con el arma siempre en la mano,
estaba dispuesto a lidiar por largo tiempo con la muerte.
Así sobreexcitado, permaneció tres días con sus
noches en actitud defensiva, a la espera del desenlace inevitable.
Su compañero, alarmado y a justo título, consiguió
ponerse subrepticiamente en contacto con un médico del barrio, a quien explicó
aterrorizado lo que allí acontecía.
El facultativo, apreciando con fina intuición el
cuadro mental de que se trataba, se concretó displicentemente a llamar a un
especialista, sin darle mayores detalles. Cuando este último se presentó en el
departamento, fue recibido por el compañero del enfermo quien, con gesto indefinido,
le indicó una puerta que permanecía entreabierta.
Apenas el especialista penetró en la habitación, una
gigantesca figura, con la rapidez angustiosa de quien ve amenazada su vida, de
un salto felino se plantó delante del recién llegado y, colocándole el revólver
en el pecho, le gritó con acento escalofriante:
—¿Quién es usted?... ¡Ah, ya lo sé! ¡Disparo sin
ninguna contemplación porque estoy en mi derecho! ¡Defiendo mi vida!
El médico, anonadado tanto por las terribles palabras
que acababa de escuchar como por la resuelta actitud de aquel sujeto con los
ojos fuera de órbitas y espumarajos en la boca, tuvo la sensación de que estaba
irremisiblemente perdido.
Un recurso desesperado acudió entonces a su mente.
Aparentando desconcertante serenidad, le cuchicheó al energúmeno:
—No, mi buen amigo, ¡cálmese usted! Le explicaré
quién soy, a qué vengo y quién me ha mandado... Pero es preciso que me tenga
confianza y, antes que nada, me saque el revólver del pecho. Déjeme cerrar la
puerta y yo le entregaré la llave si usted, en cambio, me entrega el revólver...
¿Trato hecho, mi buen amigo?
Manteniendo su actitud imperturbable, se dirigió
cautelosa y pausadamente a la puerta, la cerró con doble vuelta de llave y,
luego de probarle que estaba bien cerrada, le entregó la llave, con lo cual,
según el trato, pudo recibir el revólver, a tiempo que reprimía un suspiro de
transitorio alivio.
Después de colocar el arma sobre la mesita de noche,
ubicóse en una silla muy cerca de la cama donde estaba sentado el monstruo y comenzó
a hablarle con mesurada palabra, siguiendo el hilo de su delirio.
—¿Oye usted? Están sobre el techo... ¡Me acechan!...
Apenas asome las narices me atraparán para fusilarme... —le aseguraba el
enfermo, mirando a todos lados con recelo. Y continuaba—: ¡Toda la cuadra está
rodeada de comunistas armados hasta los dientes!
Esperan que yo salga o me asome para acribillarme a
balazos...
Mientras tanto, el médico analizaba su trágica
situación. Estaba encerrado en una habitación, con la llave en poder de un loco
furioso, de un delirante florido con alucinaciones auditivas, que no percibía
sino amenazas mentales y que, como recurso natural y hasta cierto punto lógico,
¡debía matar para defenderse!
El primer acto de la tragedia lo había llevado a la
perfección. Cerrar la puerta con llave había sido el único paso, el
procedimiento especifico para inspirar confianza al enfermo y lograr que le
retirara el revólver del pecho.
Si hubiese titubeado un instante, si hubiese
recurrido a la huida, a la resistencia, a un llamado a los sentimientos
humanitarios del sujeto o a cualquier otro procedimiento, sólo habría
conseguido exacerbar su sed de venganza, que a no dudar lo impulsaría al homicidio.
¿Y ahora?
Le martillaba en la cabeza la idea de estar encerrado
en una habitación con un gigante furioso alucinado, un perseguido que, armado
de dos tremendos revólveres, necesitaba imperiosamente matar, pues de lo contrario
él sería la víctima. ¿Cómo calmar su delirio? ¿Cómo llamarlo a la razón para que
soltara el arma y le permitiera abrir la puerta y, como la cosa más natural del
mundo, lo dejara salir y despedirse con un afectuoso saludo?
Acorralado por la difícil situación, de la mente del
médico brotó entonces la feliz idea. Hablándole en voz queda, como al oído, se
dirigió al enfermo con naturalidad y le ofreció un cigarrillo. Ya listos ambos
para fumar, el médico palpóse los bolsillos.
—¡Caramba, qué contratiempo! ¿Está seguro usted que
no tiene fósforos?
Uno y otro buscaban y rebuscaban infructuosamente en
los bolsillos. Era el pretexto que el médico perseguía.
—Abra la puerta y pida esos fósforos —le dijo.
—iNo! —contestó el enfermo—. ¡Están atentos,
esperándome! ... Si me asomo, será el fin de mi vida.
Ante esta disyuntiva, convinieron en que el médico
saldría a buscarlos.
Tomó la llave y se dirigió a abrir la puerta, mas
para mantener el estado psicológico del delirante, el especialista se detuvo a
medio camino y volvió a encarecerle que buscara una vez más los fósforos. Luego
prosiguió con aparente tranquilidad y abrió la puerta...
De un salto que decirlo mortal sería una torpeza,
ganó el patio, luego el corredor y después la calle. Subió a su automóvil y
escapó de allí como quien sale de una terrible pesadilla.
El compañero dió cuenta después a la policía. Un
destacamento, con gases lacrimógenos, consiguió reducir al desgraciado enfermo
y, luego de desarmarlo, lo condujo enchalecado al manicomio.
Salomón Chichilnisky, hacia la
época de componer La verdad
Una visita al
Hospicio de las Mercedes
El Hospicio de las Mercedes fue fundado y habilitado
por el doctor Ventura Bosch, quien lo inauguró el 11 de octubre de 1863.
Su capacidad real era entonces de 120 camas, y su
población, o sea el número de enfermos, de 121. El excedente fue el primer
"enfermo mental desconocido", con el cual se inició el sistema de
"internado sin cama", que, traducido al lenguaje de los hechos,
quiere decir: tirado por el suelo, retorciéndose y magullándose por imperio de
la misma índole de la enfermedad.
Desde aquella fecha hasta la actualidad, el número
de camas ha aumentado de 120 a 2.000, y el de enfermos de 121 a 3.559. La
diferencia, los "tirados por el suelo", de 1 a 1.559. De donde se
desprende, primero, que en el Hospicio de las Mercedes, el hacinamiento es un
mal de nacimiento; segundo, que, a través de los años, en lo que a este problema
se refiere, no se ha hecho casi otra cosa que velar por su buen desarrollo, y,
evidentemente, se ha progresado...
En cuanto al trato dispensado a los pacientes en los
años transcurridos, ha sido y es tan disparatado que creemos no exagerar si
decimos "que estos nuestros desventurados semejantes que tuvieron la desgracia
de enfermar, perdiendo la razón, y a quienes llamamos despectivamente locos, lo son menos por su enfermedad
que por el trato loco que nosotros, los cuerdos. las damos". Y esto ha
ocurrido porque siempre faltaron recursos, sobraron necesidades y, tal vez,
escaseó también la buena voluntad en favor de tales desdichados.
Excelencia: En los 83 años de vida que tiene esta
casa, de veinte presidentes que tuvieron el destino del país en sus manos, tan
sólo cuatro la honraron con su visita, y lo decimos, no con el ánimo de recriminación,
¡Dios nos libre!, sino con íntima tristeza.
Estos visitantes fueron, en orden cronológico,
Sarmiento, ¡el gran Sarmiento!, que tenía la mente siempre llena de generosas
ideas y las manos pletóricas de nobles acciones. Es de lamentar, sin embargo,
que llegara sin una idea orientadora y con las manos vacías...
Años después la visitó Victorino de la Plaza, a
instancias de su gran amigo y no menos gran director, el doctor Domingo Cabred,
pero desgraciadamente no fue más que una visita altamente honrosa.
Más tarde hizo lo propio Hipólito Yrigoyen. Pero el
grande y popular presidente no tuvo ojos sino para un solo enfermo, cierto
político y alto funcionario muy amigo suyo.
Por último, siguiendo esta historia imparcial, debemos
mencionar al general Justo, que durante su presidencia le hizo dos visitas: la
primera, para colocar la piedra fundamental de los pabellones A y B, con ocho
nuevos servicios; la segunda, para inaugurarlos, convirtiendo asi en realidad
los beneficios prometidos.
Señor Presidente: Quien lleva quince años como
médico de este establecimiento, y en tal carácter conoce a fondo las
necesidades del mismo, se complace en afirmar que Vuestra Excelencia es el
primero de nuestros mandatarios que nos ofrece poner inmediatamente en práctica
un gran plan de emergencia, para mejorar cuanto antes el estado calamitoso de esta
casa, las deficiencias de alojamiento y la asistencia médica de los
desventurados que aquí se asisten, elevándolos así a la categoría de
"simples enfermos". ¡Qué menos puede pedir nuestra conciencia de
médicos modestos!
Esperamos que, al convertirse pronto en realidad
nuestras aspiraciones, tengamos la satisfacción de decir que no han sido vanos
tantos esfuerzos.
Señor Presidente, señor Ministro: en nombre de esta
casa, muchas gracias por haber venido.
Amor a primera
vista
Aquel domingo, cansado de la abrumadora tarea que
había tenido en su estudio durante la semana, Agustín dejó pasar toda la mañana
en absoluta inactividad. Diez años atrás, apenas acababa de cumplir los veinte
años de edad cuando terminaba brillantemente los cursos de la Facultad de
Derecho con el galardón de primer alumno y se graduaba de abogado. En el
ejercicio de su profesión había ido confirmando, año tras año, el prestigio
adquirido como estudiante y, como lógica consecuencia, su clientela aumentaba
día a día.
Era, así, el orgullo de su madre que, tempranamente,
cuando Agustín sólo contaba tres años, había enviudado a consecuencia de un
trágico episodio que el joven conservaba indeleble en su retina y, para qué negarlo,
se le humedecían los ojos cada vez que de aquello se hablaba. Si él era muy
pequeño entonces para apreciar la tragedia que ensombreció su hogar, muy grande
debió ser en cambio el dolor de la joven madre ante el delirio de persecución,
con alucinaciones auditivas pertinaces, que padecía el padre de la criatura. El
pobre hombre, a la sazón de cuarenta y ocho años, había ido empeorando poco a
poco de su enfermedad y, finalmente cierto día, en un raptus, acuciado por su
delirio de influencia, terminó por desencadenar la parte más terrible de aquel
drama. Sigilosamente, tomando la mar de precauciones, se encerró una noche en
su habitación y, luego de rociarse por completo de alcohol puro, ceremoniosamente,
a fuer de un rito, prendió fuego a sus empapadas ropas por los cuatro costados,
de suerte que al instante quedó convertido en tea humana.
El terrible espectáculo que ofrecía el cuerpo de su
padre, prácticamente reducido a cenizas, había sido presenciado por el pequeño
Agustín, en quien nadie reparó cuando echaron abajo la puerta del dormitorio y
se entregaban todos a la desesperación de lo irreparable.
Desde entonces, madre e hijo vivieron exclusivamente
uno para el otro, profesándose culto recíproco. Ella, de esbeltez poco común,
vivía en perpetua nostalgia, sacando de sus reminiscencias fuerzas en pro de su
amado hijo, único consuelo para sobrevivir. Desvelos hasta lo inaudito,
privaciones y sacrificios de todo jaez, cuanto hacía era poco tratándose del
bien de su Agustín. Este a su vez había respondido con inmenso cariño y su
consagración de lleno al estudio, en forma tal, que, a la edad en que muchos
jóvenes se aprestan a ingresar a la Facultad, él, con el título bajo el brazo,
instalaba su estudio y comenzaba a ejercer la profesión.
Soltero aún a los treinta años, y amigo de las
diversiones tranquilas, dedicaba las horas dominicales a algún corto paseo que
le proporcionara distracción y, a la vez, efectivo y reparador descanso.
Calor y excesiva humedad hacían insoportable aquella
tarde y Agustín, arrellanado en un mullido sillón del "living" de su
bonito y moderno departamento, pensó que, estando de todos modos resuelto a salir,
lo mejor seria presenciar una función de cine.
La gente se apiñaba en los vestíbulos de teatros y
cinematógrafos, formando largas colas para obtener sus entradas. Cuando Agustín
se dirigía a incorporarse a una de ellas, le llamó grandemente la atención una
arrogante figurita de mujer, esbelta y de rítmico andar y cuyos tacos Luis XV,
que resonaban graciosamente sobre el embaldosado, conseguían compensar la
estatura casi baja de quien los llevaba.
El joven siguió con interés los pasos de la dama y,
cuando ella se detuvo para incorporarse a la fila y pudo verla mejor, quedó
fascinado por la hermosura de sus facciones, que completaban a las mil maravillas
el donaire de su cuerpo admirable.
En la mente de Agustín se reflejó, de súbito, la
imagen de su bien adorada madre, e inexplicablemente le halló un parecido que
lo conmovió de manera extraordinaria. Esto fue suficiente para el joven. En lugar
de incorporarse a la fila, se dirigió directamente a la ventanilla. Por fortuna
el empleado que atendía la boletería era un joven comprensivo y tolerante, y
cuando él le pidió sin titubear que le consiguiera un asiento, a costa de
cualquier precio, al lado de la desconocida a la que señaló de modo discreto,
el otro, simpatizando con la intención del postulante y estimulado por la
perspectiva de una buena propina, accedió de buen grado. Mediante verdadero
malabarismo, consiguió sentarlos uno al lado del otro.
Así ubicados permanecieron mudos largo lapso. Con
ojos ávidos Agustín contemplaba embelesado a su vecina. Presa de una
impaciencia que lo consumía, ardía en deseos de entablar conversación. Ella,
por su parte, fijos los ojos en la pantalla, aparentaba una serenidad inmutable
… mas luego, sin embargo, comenzó a revolverse en su asiento, cambiando de
continuo de posición, como zaherida por la mirada impertinente de su admirador
silencioso.
De pronto, un guante de la muchacha se deslizó hasta
el suelo y Agustín, que lo advirtió al punto, se inclinó presto a levantarlo,
al tiempo mismo que ella hacía igual movimiento. Sus frentes se tocaron entonces
y ambos sonrieron.
—Agustín Demaría, para servir a usted —le susurró
él, a modo de presentación.
—Ofelia Achával —respondió la joven.
Así desatado el nudo, el corazón del mozo palpitaba
desordenadamente. La sangre golpeaba en sus sienes y el cuerpo le temblaba,
como rama seca sacudida por el vendaval. Y a medida que hablaban, más se
exaltaba Agustín y cobraba más aplomo al mismo tiempo.
Al final de la película, la corriente de simpatía
era recíproca y de una naturalidad encantadora.
De súbito, el estampido de un trueno formidable
ensordeció a la transportada pareja. Lluvia torrencial; un verdadero diluvio se
descargó sobre la ciudad. Parecía que Dios, algo irritado, había dispuesto reeditar
la catástrofe universal de tiempos de Noé. Las calles quedaron en seguida
literalmente anegadas mientras la gente, amontonada en los vestíbulos de las
salas de espectáculos, esperaba paciente la oportunidad de regresar a casa.
Cuando el aguacero amainó, Agustín con gran respeto
se le ofreció a la joven para acompañarla.
Ella titubeó un instante, pero luego respondió sin
muestras de cortedad:
—Vivo en Puente Alsina. ¿No le parece a usted muy
lejos?
—De ninguna manera. Con usted iría al fin del mundo
—contestó él tiernamente, clavándole su mirada en las pupilas.
Por largo rato esperaron al taxi; había refrescado y
ahora hacía frío. Eran casi las veintitrés cuando se pusieron en marcha.
—A la calle Isabel la Católica —ordenó ella al
chofer, dándole un número que Agustín no alcanzó a oir con claridad.
Las calles, muchas de ellas inundadas todavía,
estaban desiertas más allá de la zona céntrica. Esto les permitió cubrir el largo
recorrido en tiempo relativamente corto.
Cuando el automóvil se detuvo en el lugar indicado
por la muchacha y ambos se apearon, rápidamente introdujo Ofelia su llave en la
cerradura de una pesada puerta de calle, en tanto que su compañero abonaba el importe
del viaje.
Así, Agustín se encontró de pronto en un amplio y
oscuro vestíbulo, de paredes pintadas al aceite, de un color verde oscuro que
aumentaba aun la sordidez de su aspecto.
Ella se movía resuelta y con gracia en aquel
ambiente y esta circunstancia atemperaba, a los ojos de Agustín, la impresión
extraña que aquella casa le causaba.
—Sígame —le ordenó la joven sin mirarlo y, abriendo
una puerta, avanzó por un largo y desierto corredor, apenas alumbrado por un
brazo de luz aplicado a la pared.
El pasillo era estrecho y frío como una sepultura.
Después de pasar de largo frente a dos puertas, una de las cuales estaba
entreabierta dejando ver que daba a un recinto por completo a oscuras, encontraron
los primeros tramos de una escalera de madera, sin alfombra alguna, por los que
ascendió la muchacha luego de volver el rostro sonriente hacia su amigo, como
invitándolo a seguirla.
Agustín, fascinado por la hermosura y la atracción
que le despertaba su amiga, sentía desvanecerse al punto la desfavorable impresión
que le producía aquel extraño caserón. Y mientras ella ascendía por la
escalera, el mozo, embelesado por el espectáculo que ofrecía ese cuerpo cimbreante
y ágil de mujer, apenas reparaba en el chirrido que con los pies producían
ambos en las desgastadas maderas de los peldaños.
Llegados al piso alto, Ofelia abrió una puerta,
encendió las luces de una araña con pantallas de seda plegada y lo invitó a
pasar.
Agustín se encontró así en una habitación de
regulares dimensiones, casi desprovista de muebles, sin cortinado alguno y tan
fría que sentía helársele el cuerpo hasta los huesos.
—Siéntese —le dijo ella, sonriente, indicándole un
sillón de alto respaldo y asiento de esterilla. Y agregó:
—Tomaremos algo para entrar en calor. En seguida
vuelvo.
Y sin decir más, dió media vuelta, salió por la
puerta por donde había entrado, y Agustín se encontró así solo y casi tiritando
de frío en aquella sórdida habitación.
Mas esto no le preocupaba mayormente al enamorado
joven, que no salía de su entusiasmo por la extraordinaria e inesperada
conquista que acababa de realizar. Estaba seguro de que ese amor a primera
vista habría de traerle la felicidad.
El tic-tac de un antiguo reloj de mesa, que marcaba
las horas sobre una especie de cómoda arrinconada al fondo de la habitación, le
hizo advertir que los minutos estaban transcurriendo y Ofelia, su encantadora
amiga, tardaba en regresar.
Fue una leve inquietud que al punto pasó por alto,
cuando dirigió nuevamente sus pensamientos al recuerdo de la plática deliciosa
que con aquella mujer había sostenido desde el instante mismo de comenzar a
tratarla.
Y así habría continuado por tiempo quizá indefinido,
si un súbito apagón de luz no le hubiera traído inesperado y lógico sobresalto.
—Algún corto circuito —pensó—. Ya vendrá ella.
Pero la joven no regresaba. Se puso de pie y a
tientas se dirigió a la puerta que salía al pasillo. Estaba cerrada y esto le
sorprendió. ¿Qué significaba aquello?
—¡Ofelia!... —gritó entonces.
El silencio más absoluto fue la única respuesta.
—¡Ofelia!... —volvió a gritar.
Ante la inutilidad de sus llamados, avanzó a tientas
siguiendo la pared de la habitación y, después de tropezar con un
"petit-meuble" adosado al muro, alcanzó a tocar el picaporte de otra
puerta. Suspiró aliviado al advertir que este cedía a la presión de su mano,
permitiéndole entrar en otro recinto cuyas características por causa de la
oscuridad no podía apreciar.
Avanzó, sin embargo, unos pasos y entonces fue
cuando ocurrió aquello... Sus pies tropezaron en algo blando y Agustín tuvo la
impresión inmediata de que se trataba de un cuerpo humano.
De súbito recordó que tenía fósforos. ¿Por qué no se
le había ocurrido antes?
Encendió uno y entonces sus pupilas se dilataron de
horror. El cuerpo de un muchachito, un niño casi, yacía a sus pies con la
cabeza brutalmente golpeada y el rostro bañado en sangre. Fuertemente impresionado,
se inclinó para tocarlo. Tenía las manos heladas y ya con la rigidez de la
muerte.
No se había incorporado todavía, cuando las luces se
encendieron nuevamente. Esto le hizo reaccionar. —¡Ofelia! —volvió a llamar a
gritos.
Como respondiendo a tal requerimiento, se abrió una
puerta y apareció al fin la muchacha, pero con el rostro demudado, severo, los
labios apretados de indignación, seguida de un hombre que, por el uniforme, al
pronto advirtió Agustín que se trataba de un agente de policía.
Con paso lento avanzó ella un par de metros y luego,
señalando con el índice extendido a su flamante admirador, volvió hacia el
policía exclamando:
—¡Éste! ¡Este es el asesino de mi hermano!
En el primer instante el joven, estupefacto, no
atinó a pronunciar palabra alguna. Pero cuando el agente le colocó las esposas
en la muñeca, algo como un ronquido salió de su garganta.
—¡Ofelia! ¿Por qué dice usted eso? Sabe usted muy
bien que...
El otro no lo dejó terminar. Bruscamente le empujó
el cuerpo con la otra mano y casi lo llevó arrastrando hacia el corredor.
—¡El cuento de siempre! ¡Ya se lo dirá al comisario!
—oyó vagamente el aturdido joven que le decían. Esas palabras se repetían una y
otra vez, como propaladas por un eco en sus oídos torturados.
La desesperación, la indignación, la injusticia de
aquella acusación infame, la horrible actitud de su amada, le hicieron perder
la noción de lugar, de tiempo, de distancia. Y así fue cómo de pronto se encontró
sentado en un banco de madera, en una desierta habitación de la comisaría.
—¿Conque no sos el asesino? —le preguntó
irónicamente el agente que lo había detenido y no se apartaba de su lado—. ¡Ya
vendrá el sargento! ¡Él te hará cantar!...
Y cuando llegó el sargento, de recio cuerpo de
atleta, y clavó en él la fría mirada de sus ojos hundidos, Agustín apretó los
labios.
—¡Qué hagan lo que quieran! —pensó—. Pero soy
inocente y no confesaré lo que no es cierto...
—¡Asesino! ¡Bestia! —le rugió el recién llegado,
mientras tomándole del antebrazo comenzaba a retorcérselo sin piedad—. ¡Matar a
un niño!..
—¡No! ¡No! —gritó el joven con desesperación—. ¡Yo
no lo maté! ¡Suélteme!
Y en un esfuerzo supremo, consiguió librarse de
aquellas tenazas que lo torturaban y quiso escapar. Dió algunos pasos; llegó
hasta la puerta. Pero, al encontrarla cerrada volvió la cabeza a tiempo que
veía el puño de aquel energúmeno que se descargaba sobre su frente como una maza,
produciéndole la impresión de un estallido paralizador.
—¡Bárbaros! ¡Déjenme! —exclamó Agustín,
revolviéndose en el mullido sillón del "living" de su departamento.
Abrió entonces los ojos, y un suspiro de alivio
brotó de sus labios.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué horrible sueño! ¡Qué
pesadilla!
El empujoncito
En el siglo XX la evolución de la humanidad se ha
superado, evidentemente, en lo que se refiere al instinto de conservación o, en
otros términos, de conservación de la propiedad.
El hombre de hoy respeta escrupulosamente, sin
pestañear, los bienes materiales de sus semejantes, desde las cosas más fútiles
hasta las especulaciones más atrevidas.
Otro tanto sucede con la llamada propiedad
intelectual. Desde el plagio hasta las citas escamoteadas, todo corre igual
suerte.
Por otra parte las leyes, en un complejo e
intrincado sistema de organización, hacen que los bienes materiales adquiridos
sean respetados cuidadosamente, vigilados, defendidos y puestos a buen recaudo.
A nadie se le ocurre, porque sí, apoderarse de un bien ajeno, por más insignificante
que sea, so pena de pasarlo mal. Si intencionadamente alguien se atreviera a
hacerlo, en mayor o menor escala —y esto, no obstante, sucede con harta
frecuencia— al punto se tildaría ese acto de latrocinio y se pondrían en juego
innumerables resortes para castigar al ladrón con máxima severidad.
En una palabra, los bienes materiales e
intelectuales son respetados, sin ninguna duda, de manera incondicional. Es,
pues, ley universal que lo ajeno no se toca.
En cambio ¿qué sucede con lo espiritual o, mejor
dicho, con las inquietudes y ambiciones de todo jaez?
¿Cómo reacciona el hombre intrépido frente a un
hecho trascendental e histórico que le significaría la inmortalidad?
¿Qué sucede con las magníficas heroicidades, citando
se trata de la lucha por una vida superior, con sus pequeños y grandes
triunfos?
¡Ah! ¡Esto cambia ya de aspecto!
Los apetitos más desenfrenados se despiertan;
valiéndose de toda suerte de artimañas el hombre arremete sin ninguna
contemplación, sin ningún escrúpulo contra lo más soñado y ambicionado por su
prójimo. Toda malicia, toda ingeniosidad perversa para escamotear lo ajeno es
utilizada sin miramientos con tal de sobreponer lo propio. La audacia, la simulación
y el "camouflage" son aquí válidos; no se discute ni se regatea, más
aún, en el consenso universal son celebrados como actos de legítima
pertenencia, que nadie osará poner en tela de juicio.
¡Al contrario!...
Cierto lord inglés, a la sazón ministro del Tesoro, acababa
de fallecer de manera repentina. El primer ministro, verdaderamente condolido
porque había sido su amigo y tenía en gran estima sus dotes personales, recibía
durante el velatorio, además de los pésames del gabinete en pleno, los de otros
personajes de alta alcurnia. En determinado momento, uno de éstos se le acercó
y, después de expresarle su condolencia, le susurró: ¿No podría ocupar yo el
lugar del difunto?
Disimulando su fastidio, el primer ministro,
flemático, le respondió igualmente al oído: "Si; es cuestión de que le
tome la medida..."
¡Cuán profundamente arraigada está en los hombres la
ambición personal, la desconsideración sin freno hacia el prójimo si se trata
de ubicarse, de sobreponerse y llegar a escalar posiciones a ultranza!
Muy elocuente es al respecto la histórica y
conmovedora hazaña del noble aventurero Vasco Núñez de Balboa, el hombre del
arca, quien en su desesperación, para librarse de cárcel y cadalso, se ve
precisado a descubrir el Mar del Sur, que hoy conocemos con el nombre de Océano
Pacifico.
Ciento noventa españoles católicos, entre los cuales
se contaba el padre Andrés de Vara, el escribiente Andrés de Valderrabano,
Alonso Martín y el famoso Francisco Pizarro, armados de lanzas, espadas y arcabuces,
a más de los innumerables indios que con su cacique Comagre a la cabeza
desempeñaban el papel de animales de carga y baqueanos, formaban el
contingente.
La expedición parte el 6 de septiembre de 1513. El
paso a través de la espesa selva, con miríadas de insectos que día y noche
zumban y pican sin piedad; el calor, fuego abrasador que les resquebraja la
piel y agrieta los labios, y la fiebre, emanación lodosa, hacen estragos entre
los hombres de Núñez de Balboa. Por orden de éste, los rezagados son presa de
los sabuesos, entre los que su perro favorito, Leoncico, hijo del célebre
Becerrico, lleva la mejor parte.
Rendida por los días sin descanso, agobiada por las
noches sin sueño, arrastrándose en infinita fila india, la doliente caravana,
avanza milla tras milla para alcanzar la meta. Una horda de aborígenes mandados
por su cacique les sale de improviso al encuentro. Cuerpo a cuerpo se trenzan
en furiosa refriega y gracias a una salva de arcabuces, cuyos relámpagos y
truenos artificiales siembran espanto entre los atacantes, consiguen ahuyentarlos
a la desbandada.
De los ciento noventa hombres que habían partido de
Darién – istmo de Panamá – sólo quedan sesenta y siete. Extenuados, sintiendo
que les falta el aliento, si no claudican es por el soplo vital que a todos por
igual abrasa. Enardecidos por la grandeza de su misión, rayando en el heroísmo,
fascinados por la idea obsesionante de un pronto arribo, sin escatimar
sacrificios ni eludir desvelos se acercan cada vez más a lo que habían soñado,
que al parecer toma ya visos de realidad.
Por fin amanece el 25 de septiembre. Reteniendo el
aliento bajo un sol calcinante trepan, a duras penas, la cima cercana con la
última fuerza que les queda. Ya tocan y palpan la cercana proximidad de lo que
diecinueve días atrás fuera lejano sueño: el Mar del Sur.
Pero entonces aparece el hombre. Vasco Núñez de
Balboa ordena a su gente hacer alto. Desea proseguir solo, para no compartir
con nadie la primera visión del océano desconocido. Quiere ser, para la
eternidad, el único y primer español, el primer europeo y cristiano que,
después de haber atravesado el Atlántico inmenso, habrá divisado también el
otro océano, ignorado todavía: el Pacífico. Vasco Núñez de Balboa mira y mira,
bebiendo con orgullo y avidez la conciencia de que su ojo es el primero entre
los europeos en que se refleja el infinito azul de aquellas aguas.
¡Miserable! —diríamos —. ¿Cómo excluyó, sin ningún
miramiento, a los sesenta y siete hombres esforzados en la tremenda tarea,
descalzos y semidesnudos, dejando jirones de sus cuerpos y destrozadas sus
almas? ¿No habría sido más humano, más hidalgo, que así como a posteriori
llamaría a los camaradas para compartir con ellos alegría y orgullo, para
levantar la cruz y hacer que el padre de Vara entonase el Te, Deum, laudamus, lo hubiera hecho a priori del descubrimiento,
celebrando el magno triunfo rodeado y admirado por sus compañeros? ¡No iba a
importar que cayera alguna partícula de inmortalidad: al fin de cuentas, todos
se habían inmolado en aras de la grandiosa empresa! ¡Y hasta por razones psicológicas!
Allí, por ejemplo, estaba presente Francisco Pizarro, aventurero y conquistador
en ciernes. A no dudar, en el mismo instante de recibir la orden de hacer un
alto, en su mente y su corazón de ambicioso habrá nacido ¡a justo título! la
acariciadora idea de una vil traición, por llevarse a cabo en el momento
descollante y sensible, cuando por fin levara anclas en la persecución de sus
conquistas: ¡vencer a los incas y conquistar al Perú!
Pero ése es el reverso de la medalla. Ningún
atenuante gravita, desde luego, sobre nuestro ánimo. La acción está viciada de
prepotencia y desconsideración sin límites para con sus semejantes. Si lo
hubiera hecho de otro modo, confiada y buenamente, en una algazara general,
aunados en el triunfo común, festejando con bonhomía, sin pizca de malicia,
como cuadra a un hecho de trascendencia histórica, ¿qué habría pasado? Por
desgracia, el hombre, más aún, el aventurero, no se detiene en contemplaciones;
no repara en matices o sutilezas; es crudo y primitivo. Esta hazaña, que le
significa la inmortalidad y a la que su nombre estará ligado por los siglos de
los siglos, lo extravía haciendo que su alma descienda al abismo de lo atávico
y de lo más profundo de su ser afloren toda suerte de manifestaciones, estigmas
diríamos, dictados por puro instinto: traición, robo, asesinato, perfidia.
Y, si nos referimos a tales crímenes. ¿por qué no
alegar, en defensa de Vasco Núñez de Balboa, que al menos subconscientemente
temiera una trapisonda, alguna perfidia de cualquiera de sus hombres? ¿Qué en
medio del bullicio, de la alegría sin cuento, confiado y crédulo, se descolgara
un vil traidor y sin más miramientos lo arrojara al agua, le diera un
empujoncito y ocupando su lugar declarara a los cuatro vientos ser el legítimo
descubridor de aquel océano?
Al fin de cuentas. los muertos no tienen razón y la
historia no alaba ni concede la gloria sino a los triunfadores.
Ejemplo de ello fue el trágico episodio acaecido en
la insignificante isla de Mactán, que tenía por rey al desalmado y astuto
Carlos de Cebú. En una hábil celada preparada por éste fueron exterminados
veintinueve españoles; entre ellos, los más expertos guías y pilotos. Juan
Carvalho y Gomes de Espinosa entraron en sospechas y se salvaron milagrosamente.
El más valiente de todos, José Serrao, a la sazón
capitán general de los barcos, logró huir a la costa. Hasta allí los enemigos
le persiguieron y le cercaron. Exigieron por su rescate dos bombardas y unas
toneladas de cobre. Pero Carvalho, compatriota e íntimo amigo de Serrao, no titubeó
en sacrificarlo pues de este modo no tendría que servir de piloto bajo sus
órdenes. Cometió así la vil traición: en vez de mandarle la lancha salvadora,
hizo aparejar las naves para darse a la vela y tomar rumbo a alta mar. Serrao,
en desesperación, con el resto de sus fuerzas gritóle en alta voz: "¡En el
día del juicio final os demandaré ante el trono de Dios por esta traición
canallesca!"
Juan Sebastián Elcano, segundo de Magallanes, asumió
un papel subalterno en el célebre motín del 2 de abril de 1520, pero se le
confió el "San Antonio". Impulsado por los celos y la envidia, se
obstinaba en desbaratar la idea que se había hecho carne en Magallanes, de
descubrir un paso del Océano Atlántico al Pacifico, para ser así el primero en
dar la vuelta alrededor del mundo.
El azar quiso que, previo al descalabro de Carvalho,
muerto Magallanes en la minúscula isla de Mactán a manos del rajá Silapulapu –
¡qué ironía del destino! – Elcano asumiera el comando del único bajel, la
"Victoria", para el resto del viaje; y que así arribara a playas de
Sevilla, regresando al punto de partida.
Ante el emperador Carlos redujo a intrascendentales
la titánica, la genial visión y férrea voluntad de Magallanes, y recogió así y
para sí toda gloria y todos los honores. De este modo consiguió Elcano que el
emperador Carlos le legara para la eternidad un globo terráqueo con la
inscripción: "Primus circumdidisti
me" (Fuiste el primero en circunnavegarme). ¡Qué sarcasmo!
Mencionemos ahora un caso prototípico, de consumo
interno. (¡Y los hay al infinito!) Dos verdaderos amigos, de amistad reforzada
por venirles de familia, hicieron juntos el bachillerato, se inscribieron el
mismo día en la Facultad de Medicina y exactamente el mismo día egresaron.
Siguiendo el profesorado los dos llegaron a ser "docentes libres" de
la misma especialidad. Con tenue e hipócrita sonrisa en sus finos labios de
traidor, uno de ellos esperó hasta quince minutos antes de la prueba oral, para
entregar la nota en que decía, anodinamente, que según el reglamento su
contrincante le estaba vedado participar del concurso porque carecer de tesis
del doctorado (que debió presentar veinte años atrás, lo que únicamente él
conocía). Consiguió así la exclusión de su amigo…
De cualquier modo, Vasco Núñez de Balboa se halla en
el cenit. "Después del triunfo, no quedó en la colonia ni un solo hombre
que disputase a Balboa su autoridad como gobernador. Se festeja al rebelde y
aventurero como a un dios." Sin embargo, la villanía más cruenta, la perfidia
más desatada aún se encubría agazapada en la sombra, haciendo trabajo de zapa
movida precisamente por los eternos envidiosos y adversarios del genio. Estaba
en gestación el empujoncito que le daría el más fiel de sus compañeros,
Francisco Pizarro, en complicidad con el gobernador Pedrarias. Este acabaría
haciendo rodar por el suelo la cabeza en cuyos ojos se reflejó por vez primera
el azul infinito del océano.
Meditemos. meditemos profundamente. No es Vasco
Núñez de Balboa, no es Francisco Pizarro. no es Carvalho, ni es Elcano; es la
ley universal que gravita inexorablemente sobre todos nuestros actos trascendentales.
No podemos eludirla. Es como una vorágine que
obnubila nuestra conciencia y con ello sucumben los principios del bien y del
mal. No nos forjemos ilusiones; desgraciadamente, tal como están planteadas hoy
las cosas, no nos queda otra alternativa que resignarnos. Y hay que aceptarlo,
pese a que sea un contrasentido.
Frente a un hecho, trascendental o de menor monta
pero del mismo jaez: hay que dar el empujoncito. O si no ¿estamos expuestos a
que nos lo den?...
Bibllografía: Stefan Zweig
Duelo criollo
Allá por el año mil novecientos la estación
Mansilla, de la valiente provincia de Entre Rios, era una pequeña aldea
encajada en el departamento de Rosario de Tala. Lindaba al norte con la
montaraz selva de Montiel, tradicionalmente famosa por la bravura e intrepidez
de sus hijos que a filo de cuchillo redimen, estultamente y sin retaceos, el Yo
del criollo redomado.
Don Zenón, gaucho soberbio, de "vigüela"
bajo el brazo inseparable cual reliquia, había llegado a Mansilla por aquellos
días, ganando camino "campo ajuera". Huía de la autoridad por haberse
"disgraciao"...
Escondido en la tapera de un compadre suyo, con
nadie tenia trato. Pero los secuaces de Froilán, el matón del pueblo, iban y
venían con alcahueterías. Exasperaban a Zenón: "Ya que es tan malo, ¿por
qué no se hace ver? ¿Por qué no va a la pulpería a tomar una caña?"
Estas y otras provocaciones semejantes percutían los
oídos del prófugo, quien vacilante, retorciéndose las manos, parecía echar
fuego desde la profundidad de sus ojos negros.
Hasta que al fin un día se le acabó la paciencia.
Llegado el anochecer apareció de improviso en la
pulpería, con gran sorpresa del matón del pueblo que, rodeado en media luna y
escupiendo al centro, estaba enredado en monótona plática con sus secuaces.
A quemarropa, sin decir agua va y en actitud
resuelta, don Zenón les espetó con voz ronca:
—¡Me c... en todos los presentes! — Y señalando a
uno por uno, agregó — ¡En usté, en usté,
en ustél... Pero cuando le tocó señalar a Froilán aclaró: —Menos en usté...
—'Chas gracias, mi amigo...
—¡Porque a usté me lo reservo para limpiarme el
c...!
Silencio de muerte copó el recinto mísero. Sólo al
cabo de un breve lapso que pareció infinito se escucharon las trágicas
palabras, esas que brotan de lo profundo, de las entrañas de varones valientes
e indomables que, sin alarde ni alharacas, se juegan la vida en función
característica de su estoica raza gaucha:
—¿Y d'hai?
—¡Cuando guste?
—Y güeno...
Sólo tres frases dichas con displicencia, preñadas
de furor insólito, sellaron como sentencias de honor el destino de dos hombres
que el azar habla puesto frente a frente.
Salieron de la pulpería a la luz de la luna en
menguante y se encaminaron lentamente, pero con paso firme y resuelto, hasta el
pie de un robusto ombú donde iba a desarrollarse el drama. Mudos, recogidos como
en procesión y los semblantes trasluciendo la emoción del momento, llegaron los
demás. Instantáneamente hicieron un semicírculo para los protagonistas del
heroico lance, que se jugarían la vida para dirimir la supremacía de uno u
otro. Arqueados ya, con una chalina envolviéndoles el brazo izquierdo y el
mortífero cuchillo en la diestra, los tapes tenían ahora sus vidas pendientes
del facón.
Cuerpeando con maestría las arremetidas feroces iban
zafándose de las puñaladas, que a no dudar traían tripas consigo. Al cabo de
unos instantes en que ninguno de los absortos testigos parecía respirar, tras
un brusco golpe de puñal se oyó un ¡Ay!, retenido entre los dientes. Como a
través de una boca de lobo, tal la espesa oscuridad, se advirtió la aflojada de
uno de los rivales. Doblegado y retorciéndose en silencio, hacía lo inaudito
para mantenerse en pie y erguirse, en su afán de continuar esa feroz lucha a
muerte. Trastabilló sin embargo y, acribillado entonces a puñaladas, con las
achuras a la buena de Dios, la apagada mirada ya estrábica y el aliento
convertido en estertor, Froilán cayó de bruces. Quedó inmóvil para siempre
sobre el suelo polvoriento.
Sólo asi se rindió el matón del pueblo...
Los testigos de aquel duelo, que durante el combate
parecían de palo, se desenclavaron de repente y, acercándose al caído,
oliscaron su cuerpo inerte. Murmuraron después casi al unísono:
—Ya es "dijunto''...
Alguien cubrió entonces devotamente el cadáver con
un poncho a modo de sudario, que, por lo patético, hacía recordar el Santo
Sudario que tendió José de Arimatea sobre el cuerpo de Jesús cuando lo bajó de
la cruz … Hincados todos de rodillas, se persignaron y rezaron un bendito.
Don Zenón, el forastero, montado en su matucho, hizo
restallar el látigo y siguió ganando camino "campo ajuera",
"juyendo de la autoridá".
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